1. Entre enfermos: "Hermoso oficio"

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

A finales del siglo XVI existían en el Madrid de los Austrias hasta catorce hospitalillos, repartidos por la Corte. Un capitán de los Tercios de Flandes, Bernardino de Obregón, conocido luego como el "Apóstol de Madrid", fue quien convenció al rey Felipe II para que fundiese en uno todos los existentes. Con este fin se creó una Junta de Hospitales y encargóse el proyecto del nuevo edificio a Herrera, el arquitecto de El Escorial. El sitio elegido eran unos terrenos próximos a la finca de Antonio Pérez, en donde se construyó el convento de Santa Isabel, y colindantes con el Hospital de la Pasión, destinado a mujeres |# 1|.

Pero comenzar las obras y empezar a brotar pleitos fue todo uno. Y no era de extrañar, pues con motivo de la desvinculación de fundaciones, capillas e iglesias dependientes de los hospitales, se multiplicaron los recursos ante las autoridades eclesiásticas. Las obras estuvieron detenidas casi un siglo y no se acabaron hasta tiempos de Carlos III. El antiguo Hospital de la Pasión desapareció, por derribo, en 1831 y en ese solar de la calle de Atocha se levantó la Facultad de Medicina de San Carlos |# 2|.

Cuando don Josemaría salía de Santa Isabel se daba de cara con el imponente paredón del Hospital General (por otro nombre, Hospital Provincial), en una de cuyas alas se había instalado el Hospital Clínico, dependiente de la Facultad de Medicina. En el verano de 1931, cuando aún no había dejado del todo la labor del Patronato de Enfermos, al ver por fuera aquel inmenso edificio, le venían irremediablemente al pensamiento los enfermos que abandonaba. Le inquietaba el que, muy pronto, el día en que se despidiese de las Damas Apostólicas, iba a quedar un tremendo hueco en su alma. (En el Patronato de Enfermos, quiso el Señor que yo encontrara mi corazón de sacerdote, confiesa) |# 3|.

(La labor en los hospitales, la convivencia con el sufrimiento, la ofrenda de dolores y la oración con lágrimas de los enfermos, fueron raíces de las que el Fundador sacaba vitalidad sobrenatural en los comienzos de la Obra).

Corrían las fechas y el 28 de octubre de 1931 dejó definitivamente el Patronato de Enfermos de Santa Engracia. Ese mismo día remedió el Señor sus preocupaciones, dándole en herencia un montón de enfermos que cuidar:

Otro favor del Señor —escribe—: ayer hube de dejar definitivamente el Patronato, los enfermos por tanto: pero, mi Jesús no quiere que le deje y me recordó que El está clavado en una cama del hospital... |# 4|.

Dios se valió, para dar continuidad a sus obras de misericordia con los enfermos, del sacristán de Santa Isabel, Antonio Díaz, quien le habló de la Congregación de San Felipe Neri. Esta Congregación, llamada de los "Filipenses", se ocupaba de atender a los enfermos del Hospital General |# 5|. Don Josemaría se informó, consultó con su confesor y anotó jubilosamente en sus Apuntes: desde el próximo domingo, comenzaré a ejercitarme en ese hermoso oficio |# 6|. El 8 de noviembre asistió por vez primera al ejercicio de la Congregación. Según las Constituciones, el número de hermanos, todos seglares, era de hasta 70; y entre ellos se elegía un Hermano Mayor. Todavía se atenían por entonces en sus costumbres y ceremonias a las viejas usanzas de las Constituciones. Los domingos, a las cuatro en punto de la tarde, se presentaban los hermanos, reducidos entonces, en 1931, a poco más de una docena |# 7|. Se vestían de ropón negro e iban a la capilla de la Congregación para hacer sus rezos. Después, hecha la distribución de los encargos, por parejas, o en grupos de tres o cuatro, se disponían a recorrer las salas que tenían señaladas, no sin antes recoger el material del depósito: toallas, jofainas, jabón, vendas, tijeras...

En las Constituciones se puntualizaba la manera de ejercitar los Filipenses sus servicios con los enfermos, que ha de ser «con mucha humildad y respeto, contemplando en cada uno la imagen viva de Cristo». También allí se señalan, por capítulos, las tareas específicas de los hermanos: «Que se hagan las camas a los pobres»; «que se tenga cuidado especial con los fatigados»; «que se laven los pies y corte el pelo y uñas a los pobres»; «que siendo necesario, se mundifiquen los vasos», etc |# 8|.

En las largas horas pasadas cada día a la cabecera de los enfermos, hermanado con sus dolores, testigo de sus miserias, consolando con su presencia y borrando las miserias del alma en el sacramento de la Penitencia, don Josemaría había acabado por ver la figura amable y sufriente de Cristo trasparentada en los enfermos. Cristo misericordioso, Cristo paciente, Cristo cargado con el peso y fealdad del pecado, Cristo conllevando nuestros dolores y padecimientos. Y el sacerdote, otro Cristo, se identificaba con los enfermos en el dolor y en la misericordia. Sentía ansias de ver y aliviar a Cristo en los enfermos. Ansias que llevaban el corazón de don Josemaría al hospital. En una catalina de marzo de 1932 se lee:

Los niños y los enfermos: Cuando escribo estas palabras —Niño, Enfermo—, siento la tentación de ponerlas con mayúscula, porque, para un alma enamorada, son El |# 9|.

La Congregación arrastraba una vida lánguida, por el corto número de hermanos, su insuficiente preparación sanitaria y los muchos estorbos que se ponían para impedir su labor espiritual. Desde la venida de la República, el ambiente en las salas se había vuelto hostil y hasta agresivo. Y los rencores de la calle llegaban, cargados de odio, hasta aquel refugio de sufrimientos, como describe un acompañante de don Josemaría: «Era un trabajo durísimo y muy desagradecido. El ambiente anticatólico lo invadía todo y muchos enfermos nos insultaban. Nos ocupábamos de arreglarles el cabello, afeitarles, cortarles las uñas, les lavábamos y les limpiábamos las escupideras. Daba un asco horrible. Íbamos los domingos por la tarde y salíamos con náuseas» |# 10|.

Por falta de espacio, los enfermos se hacinaban en las salas y los corredores estaban sembrados de colchonetas |# 11|. Por allí pasaban los Filipenses como una caricia de misericordia, calmando el desfallecimiento o la desesperación de los pacientes. Uno de los antiguos hermanos rememora «la estela espiritual» que dejaba a su paso don Josemaría, «levantando el espíritu de los enfermos y moribundos» |# 12|.

Entre los hermanos de la Congregación que acudían al Hospital por los años 1931 y 1932 estaban Luis Gordon, Jenaro Lázaro y Antonio Medialdea. Luis era un joven ingeniero industrial, de buena posición económica, que dirigía una fábrica en Pozuelo, cerca de Madrid. Jenaro, escultor de profesión, tenía unos treinta años. Y Antonio Medialdea era dependiente de comercio |# 13|. Había otros hermanos de mayor edad, como el viejecito que encabezaba el grupo en que le tocó ir un domingo a don Josemaría. Sorprendía al sacerdote que, al acabar su tarea en una sala de enfermos, el vejete se despidiera ingenuamente con una "piadosa barbaridad": «Hermanos, que Dios les dé la salud del cuerpo... (aquí una gran pausa, y luego, todo seguido)... y la espiritual, si conviene» |# 14|.

En ese hermoso oficio, en contacto con los sufrimientos, maduraba y se enriquecía don Josemaría. Su impresión, después de pasar el primer domingo con los Filipenses, la resume en dos palabras: Quedé edificadísimo. Anotación que repite tres domingos más tarde, cuando le tocó por compañero el singular viejecito: Y quedé edificado |# 15|. La ayuda material que podían prestar a tanto enfermo, en el aseo o en la higiene, representaba muy poco, ciertamente. Era considerable, en cambio, el bien que hacían a las almas, a veces con un simple gesto caritativo o con unas palabras de cristiano consuelo. Tal fue el caso conmovedor de un gitano que, tras perdonar generosamente a sus enemigos, se dispuso a reconciliarse con Cristo, porque «le había llegado al alma lo que oyó hablar a algún hermano de S. Felipe, al prestar sus servicios a otros enfermos» |# 16|. Era un domingo de febrero de 1932 cuando uno de los hermanos fue a avisar a don Josemaría que un moribundo no quería recibir los Santos Sacramentos:

Era un gitano, cosido a puñaladas en una riña —refiere el sacerdote—. Al momento, accedió a confesarse. No quería soltar mi mano y, como él no podía, quiso que pusiera la mía en su boca para besármela. Su estado era lamentable: echaba excrementos por vía oral. Daba verdadera pena. Con grandes voces dijo que juraba que no robaría más. Me pidió un Santo Cristo. No tenía, y le di un rosario. Se lo puse arrollado a la muñeca y lo besaba, diciendo frases de profundo dolor por lo que ofendió al Señor |# 17|.

Después de haberle atendido, el capellán se marchó a dar una bendición litúrgica. Hasta el martes siguiente no supo de la muerte de aquel hombre; y anotó en sus Apuntes:

Un muchacho, hermano de S. Felipe, ha venido a contarme que el gitano murió con muerte edificantísima, diciendo entre otras frases, al besar el Crucifijo del rosario: "Mis labios están podridos, para besarte a ti". Y clamaba para que sus hijas le vieran y supieran que su padre era bueno. Por eso, sin duda, me dijo: "Póngame el rosario, que se vea, que se vea". —Jesús, ya lo hice, pero te vuelvo a ofrecer esa alma, por la que ahora mismo voy a rezar un responso |# 18|.

Don Josemaría arrastró a esas visitas dominicales a algunos de los jóvenes que con él se dirigían espiritualmente, como José Romeo y Adolfo Gómez Ruiz. A estos estudiantes se agregaron otros amigos y compañeros, como Pedro, el hermano de Adolfo, y un estudiante de Filosofía y Letras llamado José Manuel Doménech |# 19|. Hacia las seis y media de la tarde solía acabar el recorrido de las salas y, junto con el sacerdote, se acercaban al centro de Madrid dando un paseo. Aquellos jóvenes no era gente habituada a faenas de hospital. Salían con el estómago revuelto, con olores fétidos persistentemente prendidos a la ropa y con la memoria de imágenes repulsivas de pus, llagas y miserias de toda clase. Apenas ponían los pies en la calle, más de uno vomitaba de asco. El soportar esa natural repugnancia tenía mucho de meritorio, pues en sus casas disfrutaban, por contraste, de mucha limpieza y bienestar. Tal era la condición de Luis Gordon, que iba al hospital en coche propio.

Probablemente había leído Luis lo que se dice en las Constituciones de los Filipenses. A saber: que el fin de la Congregación es la práctica de las virtudes «en cuanto conduce al consuelo, salud espiritual y corporal de los pobres, sin omitir cosa alguna, por humilde y repugnante que sea, ofreciéndose y siendo necesario mundificar los vasos, barrer y limpiar entre las camas, y otros ejercicios que la práctica advierta» |# 20|. Pues bien, un domingo le tocó acompañar a don Josemaría. Mientras el sacerdote atendía a un tuberculoso, pidió a Luis que le limpiase la bacina. Al verla llena de esputos se le escapó a éste un gesto de repulsión; pero se contuvo y, sin decir palabra, se fue a un cuarto de servicio, al fondo de la sala. Salió inmediatamente detrás de él don Josemaría para ayudarle. Se lo encontró en plena faena. Había echado agua del grifo en el orinal y, con la camisa arremangada hasta el codo, lo estaba limpiando con la mano, mientras decía para sí con rostro de contento: «¡Jesús, que haga buena cara!» |# 21|.

Los cambios históricos rompieron el ritmo de las actividades que los hermanos venían prestando en el Hospital General. A partir del verano de 1932 se produce una laguna en sus ejercicios de caridad. Es indudable que las disposiciones oficiales respecto a los servicios que desempeñaban monjas y religiosos en los hospitales públicos alcanzaron también a los Filipenses. Intentaba el gobierno sustituir a las Hijas de la Caridad por enfermeras profesionales y personal laico. Se trataba, descaradamente, de acabar con las prácticas caritativas de asociaciones católicas, como la Congregación de Seglares de San Felipe Neri; y se llevó a la práctica la suspensión de capellanes de hospital |# 22|.

Las visitas de los Filipenses, interrumpidas en 1933, se reanudaron más adelante. Y don Josemaría, que en abril de 1932 ya había hecho su adscripción a los Filipenses, solicitó de su órgano directivo ser confirmado de nuevo en la hermandad: «Esta Junta de Ancianos —se le notificó— ha acordado en junta celebrada hoy día 10 de junio por unanimidad absoluta considerarle como hermano de nuestra amada congregación según sus buenos deseos. Madrid 10 de junio de 1934. El Hº Secretario. Tomás Mínguez» |# 23|.

Es muy verosímil que, deseoso de asistir a los enfermos, se acogiese a los derechos adquiridos desde tiempo inmemorial por la Congregación. Y todo parece indicar que, al no disponer los hospitales de capellanes, por haber sido suprimidos por el gobierno, don Josemaría buscaba el amparo de un nombramiento, aunque fuese papel mojado |# 24|, para prestar asistencia a los pacientes del Hospital General.