Existen numerosos documentos escritos y audiovisuales, junto con miles de testimonios personales que recorren todo el arco de la vida del fundador y permiten conocer a fondo su personalidad. “Los rasgos más característicos de su figura no se encuentran sólo en sus dotes extraordinarias de hombre de acción, sino en su vida de oración y en esa asidua experiencia unitiva que hizo de el un contemplativo itinerante. Fiel al carisma recibido, fue ejemplo de un heroísmo que se manifestaba en las situaciones más corrientes: en la oración continua, en la mortificación ininterrumpida “como el latir del corazón”, en la asidua presencia de Dios, capaz de alcanzar las cumbres de la unión con el Señor en medio del fragor del mundo y de la intensidad de un trabajo sin tregua.” (Decreto sobre las virtudes heroicas del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, 9-IV-1990).
Profundamente sacerdotal, humilde, lleno de fe y enamorado de Dios, soportó numerosas penalidades con una sonrisa en los labios, siempre dispuesto al perdón. Explicaba que no había necesitado aprender a perdonar porque Dios le había enseñado a querer. Como ya se ha mencionado al hablar de los rasgos de la espiritualidad de la Obra, tenía una gran devoción a la Virgen y a su esposo san José. Acudía con confianza a la intercesión de los Ángeles Custodios: “Ten confianza con tu Ángel Custodio. —Trátalo como un entrañable amigo —lo es— y él sabrá hacerte mil servicios en los asuntos ordinarios de cada día” (Camino, 562).
Nombró patronos de las diferentes actividades apostólicas a los arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael y a los apóstoles Pedro, Pablo y Juan; y como intercesores, a san Pío X (al que acudía en sus relaciones con la Santa Sede), al santo Cura de Ars (con las autoridades eclesiásticas), a santo Tomás Moro (con las autoridades civiles), a san Nicolás de Bari (en cuya intercesión confiaba cuando se necesitaban recursos económicos para las iniciativas evangelizadoras) y a santa Catalina de Siena (en todo lo relativo a la evangelización y opinión pública).
“La vida espiritual y apostólica del nuevo beato —dijo Juan Pablo II en la Homilía con motivo de su Beatificación— estuvo fundamentada en saberse, por la fe, hijo de Dios en Cristo. De esta fe se alimentaba su amor al Señor, su ímpetu evangelizador, su alegría constante, incluso en las grandes pruebas y dificultades que hubo de superar. “Tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría —nos dice en una de sus Meditaciones—; tener la cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo y, por eso, ser hijo de Dios”. (Juan Pablo II, Homilía, 17-V-92).
Muchas personas han resaltado su aguda inteligencia (obtuvo brillantes calificaciones en el Colegio, el Seminario y la Universidad), su bondad, su alegría, su simpatía desbordante, su comprensión, su prudencia, su capacidad y sentido práctico para resolver problemas, unida a un profundo conocimiento de los hombres y de las cosas. Tenía un sorprendente don de lenguas: sabía hablar a cada uno en su lenguaje: obreros, campesinos, niños, ancianos, intelectuales o gentes sin apenas estudios a los que alentaba a encontrar a Dios en su vida cotidiana.
Cordial, amable, con un buen humor contagioso, era un hombre sencillo y cercano que hablaba muy poco de sí mismo, y cuando lo hacía, se definía humildemente como “un pecador que ama a Jesucristo”.
Tenía una gran capacidad de trabajo y aprovechaba en servicio de Dios y de los hombres “el tesoro del tiempo” (título de una de sus homilías), procurando terminar con perfección lo que emprendía, hasta colocar la “última piedra”, porque, como había escrito “comenzar es de todos; perseverar, de santos”. (Camino, 983).
Llamaba la atención su espíritu abierto y renovador, su sensibilidad, su creatividad y su gusto por el arte, unido a un amplio conocimiento de la historia y de la literatura. Contaba con una buena formación jurídica, que tan útil le fue para el gobierno del Opus Dei. Sus escritos ponen de manifiesto su gran talento literario.