1. Actividades de un Intendente

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Don Josemaría se echó a la calle pisando fuerte, sin que le preocupara en absoluto que el traje que le había regalado el Cónsul le viniese un tanto holgado. Llevaba camisa limpia y una corbata bien cuidada, lo cual era signo privativo de las escasas personas que desfilaban por las calles de Madrid seguras de sí mismas y amparadas por una buena documentación. Ese tipo de atuendo era propio de diplomáticos extranjeros o distintivo de las autoridades civiles. Con su banderita en la solapa y su acreditación de Intendente de una República americana en el bolsillo, don Josemaría andaba por vez primera, desde hacía un año, relativamente seguro y confiado por su viejo Madrid. Si a ello se añade la palidez de los muchos meses pasados a la sombra, ¿quién iba a reconocer en aquel individuo con aspecto de burócrata famélico al antiguo Rector de Santa Isabel? |# 1|.

Tan pronto se vio fuera del Consulado se dirigió a la casa de Isidoro, donde pudo reunirse con Manolo Sainz de los Terreros, y con Chiqui y Rafael Calvo Serer. Este último había venido con dos días de permiso, exclusivamente para estar con el Padre; y regresó a Valencia para incorporarse a las Brigadas Internacionales, adonde había sido destinado. Chiqui se quedaría unos días en Madrid, antes de reincorporarse al Ejército de Andalucía |# 2|.

La línea de comportamiento adoptada por el Intendente exigía naturalidad y mucha audacia, sin mostrarse jamás apocado en las decisiones. Como primera providencia fue a tomar posesión de un cuarto de alquiler que le había buscado el padre de Eduardo Alastrué |# 3|. Era una habitación en la planta 4ª izquierda de la calle de Ayala, número 67. Acostumbrado como estaba a tener en su habitación una imagen de la Virgen, a la que de cuando en cuando dirigía miradas de cariño, notó que le faltaba esa compañía. En vista de lo cual, se encaminó al centro de Madrid, a una tienda de la plaza del Ángel, en la que pensaba encontrar aquel tipo de mercancía, aunque en el escaparate no se vieran más que marcos y espejos. Cuando pidió una imagen de la Virgen —objeto entonces prohibido y peligroso—, se organizó un pequeño revuelo en la trastienda. Para convencer al dueño de su buena fe, y de que no era un policía disfrazado, le mostró la documentación de Intendente extranjero y, no sin sobresalto, aquellas buenas gentes le sacaron una litografía de una Dolorosa, entregándole, con evidente nerviosismo, aquella imagen clandestina |# 4|.

Al día siguiente, con la recomendación de un amigo de José María González Barredo, se presentó en la Legación de Panamá y pidió, y obtuvo, un certificado a nombre de "Ricardo Escribá", para que lo utilizara Juan Jiménez Vargas, que dos fechas más tarde se fue a vivir con el Padre a la calle de Ayala. Vinculados por supuestos servicios a dos Repúblicas de ultramar, provistos ambos de documentación falsa, se hacían pasar por hermanos |# 5|. Al menos tal era su intención. Juan, utilizando una vieja prescripción de oculista se encargó en un óptico unas gafas negras, que fue a recoger Isidoro. Ése era todo su disfraz.

Pero surgió una dificultad insuperable. Juan no acertaba a tratar con naturalidad a su nuevo pariente. Y, a pesar de que el Padre se empeñó en que le tutease, si de verdad querían pasar como hermanos, no lo consiguió. Tan enraizado estaba ya en Juan el sentimiento de filiación respecto al Padre que el sólo intentarlo era superior a sus fuerzas. No le venían a la boca las debidas formas gramaticales. Por lo demás, todo era posible. No andaban físicamente muy desparejados. Aunque Juan era más bajo y, por naturaleza, enjuto de carnes; así y todo, pesaba dos kilos más que don Josemaría.

En esos primeros días de septiembre se reunía a diario con los de su familia y con la gente de la Obra. Solía comer con doña Dolores. Pero el 4 de septiembre, se fueron todos los de la Obra que circulaban libremente por Madrid al restaurante "Heidelberg". Por 1933 ó 1934 habían comido allí, en alguna fecha señalada. Estaban, pues, reviviendo el pasado. Pocas variaciones se notaban en el local. Alguna más entre el personal de servicio. Y mayores aún en el menú —escaso—, y en el precio: a peseta el plato. (Al escribir dando noticia de esta comida, el Padre no especifica el número de platos. Es de presumir que fueron dos más postre, porque si bien era riguroso con su estómago, no imponía ayunos forzados a sus hijos) |# 6|.

* * *

La carta colectiva del episcopado español sobre la persecución religiosa, fechada el 1 de julio de 1937, y hecha pública en agosto de ese mismo año, tuvo importantes repercusiones en la opinión pública internacional |# 7|. En la zona republicana se hizo lo posible por silenciar denuncias o contrarrestar acusaciones. Su publicación fue beneficiosa, en cuanto sirvió para frenar la persecución desencadenada desde que había estallado la guerra civil |# 8|.

En el gobierno de Negrín, formado en mayo de 1937, figuraba un nacionalista vasco, católico, Manuel Irujo, como ministro de Justicia |# 9|. Irujo trató de convencer al gobierno republicano de los graves daños que ocasionaba a la República aquella despiadada actitud contra la Iglesia. Presentó incluso un proyecto legislativo para restaurar el culto y asegurar la tolerancia religiosa. Sus colegas de gobierno no secundaron el esfuerzo solitario del ministro de Justicia, aunque sí aprovecharon sus gestiones para airear internacionalmente, con propósitos puramente políticos, las medidas propuestas, que, por desgracia, nunca pasaron de meros proyectos. Así es que continuó la hostilidad contra los católicos, ahora más solapada, pero también peligrosa; y la Iglesia seguía reducida a la clandestinidad |# 10|. Los datos de que disponemos muestran que, a esas alturas, habían prácticamente cesado los asesinatos y encarcelamientos de curas y frailes. La caza y captura sistemática de los primeros meses de la contienda había alcanzado su objetivo y se había moderado. El culto católico era clandestino, y la tenencia de libros o imágenes religiosas indicio de desafección. Lo más violento de la tempestad había llevado a muchos eclesiásticos a engrosar las filas de los mártires; y quienes quedaron en este mundo estaban encarcelados, o escondidos desde tiempo atrás, perdidos algunos en las grandes ciudades, donde ejercían heroicamente su ministerio con riesgo de ser detenidos o martirizados. Don Josemaría vino a ser uno de ellos |# 11|.

Sus primeros pasos se encaminaron a obtener noticias de sus hijos. En la Legación de Noruega, en la calle de Abascal, estaba refugiado Vicente Rodríguez Casado. Cuando se presentó allí inesperadamente el Padre, Vicente no le reconoció, hasta que oyó el timbre de su risa. A partir de entonces se entrevistaron casi a diario. Se encontraban en la portería y de allí se iban a charlar al garaje. Bien acomodados dentro de uno de los coches, el Padre daba a su acompañante una meditación |# 12|.

También visitó a la familia de Ricardo Fernández Vallespín, donde le dieron la buena noticia de que había llegado, reenviada, desde Francia, una carta de Ricardo, informando que se hallaba bien. Enseguida fue al encuentro de José María Albareda, en la pensión de la calle Menéndez y Pelayo. Desde los comienzos de la guerra civil este buen amigo había hecho mucho por la Obra, y el Padre encomendaba su vocación de manera muy especial por esos días. A poco de estar allí se presentó Tomás Alvira, un amigo de Albareda, y el sacerdote charló a fondo con ambos |# 13|.

Visitó luego a todas aquellas familias que, generosamente, le habían ofrecido refugio en tiempos más difíciles: a los Leyva y a los Herrero Fontana, con el propósito de ofrecerles, a ellos y a las amistades, su nuevo domicilio y servicios como sacerdote |# 14|. Procuraba don Josemaría no dejar de decir misa ni un solo día, yendo después de casa en casa a llevar la Comunión a quienes lo deseaban. Su hermana Carmen le confeccionó unos pequeños corporales para guardar el Santísimo en una pitillera de metal, que metía dentro de una funda con la bandera de Honduras. Y algunas noches, el sacerdote, sin desnudarse, dormía en oración, con las Sagradas Formas sobre el pecho |# 15|.

Una de las personas a las que veía con frecuencia era a don Ramón del Portillo, el padre de Álvaro, que se hallaba gravemente enfermo. La familia andaba dispersa; algunos en zona nacional. La madre, mexicana de nacimiento, se había acogido a una vivienda, propiedad de la Embajada de México en Madrid. Era mujer de gran entereza, que esperaba la muerte del marido acompañada de dos hijos pequeños, Teresa y Carlos, aquellos niños que iban al Consulado a recoger las cartas del Padre para Isidoro. No toda la gente allí refugiada era de fiar. En previsión de una posible denuncia, tan pronto aparecía por la casa don Josemaría, los niños, para que les oyesen los vecinos, gritaban: ¡que viene el doctor, que viene el doctor! Los pequeños estaban hechos al juego, pero ni ellos ni su hermano Álvaro conocían toda la gravedad del enfermo. Además, sin documentación para poder circular por Madrid, Álvaro no podía arriesgarse a salir del Consulado |# 16|.

Uno de esos días Albareda contó al Padre que un conocido suyo, Díaz Ambrona, estaba refugiado en la Embajada de Cuba, y que su mujer había dado a luz una niña en el "Sanatorio Riesgo", protegido entonces por la Embajada inglesa. El matrimonio buscaba un sacerdote para bautizar a la recién nacida. Albareda les comunicó que don Josemaría estaba dispuesto a ello, y acordaron celebrar el bautizo cierto día a las siete de la tarde. Parecía innecesaria toda advertencia respecto a la discreción. Pero ese mismo día se enteró el sacerdote de que el Sr. Díaz Ambrona, probablemente con la exultación de la paternidad, había invitado también a otras personas, además de los padrinos, olvidando las circunstancias de clandestinidad en que todavía se encontraban. En vista de lo cual, don Josemaría se presentó dos horas antes. Bautizó a la niña y se despidió de los padres, aunque éstos querían retenerle para la fiesta familiar. Como iban a ser evacuados próximamente, ya tendrían ocasión —les dijo— de suplir las ceremonias en una parroquia |# 17|.

El día 8 de septiembre pidió José María Albareda la admisión en la Obra |# 18|. Con algunos amigos de éste, con Tomás Alvira y con otros conocidos que logró localizar en Madrid, se propuso el sacerdote dar un curso de retiro, unos ejercicios espirituales, como aquellos de la Residencia de Ferraz; salvo que no tenían oratorio, ni terraza por la que pasear en los ratos libres, ni seguridad de que no caerían en una redada de la policía, terminando todos en prisión. En carta del 10 de septiembre contaba el Padre a los de Valencia los sucesos de esa primera semana fuera del Consulado:

Madrid/10/sep./37.

Con poquísimas ganas, cojo hoy la pluma. Y no por falta de deseos, sino por sobra de mil pequeñas cosas, que, si me descuido, se traducen en humor de perros.

Álvaro —¡pobre crío!— está pasando ratos muy amargos, porque su padre, que se quedó en Madrid con su mujer (la madre de Álvaro) y los dos pequeños (de nueve y once años), para acompañarle, cuando toda la familia salió de España, su padre —decía— está gravísimamente enfermo, con una tuberculosis a la laringe. Ya supondréis el conflicto. La mamá de Álvaro es muy animosa, pero no es posible que la pobre señora se prive de la compañía de su hijo, en estas circunstancias. Veremos cómo se resuelve esto.

Ricardo y Josemaría viven en un cuartito de una azotea, que han alquilado, —barato, barato—, en el barrio de Salamanca. Josemaría almuerza con la abuela; y Ricardo con mi hijo José Mª Albareda. ¿Desayunar? ¡Bueno! ¿Cenar? ¡Ah! ¿pero es verdad que se cena?

Ahí os mando un auténtico retrato de mi hermano, tal como él es: está naturalísimo, según cuentan.

En estos días, pretende el loco dar unas conferencias, como las que daba en su casa con paseítos por la azotea. Asegura que tendrá escuchándole hasta siete o nueve catedráticos. Allá él. Por mí, le deseo que repita, y aun que tripita.

Yo salgo bastante y me entretengo, en cosas de mi gusto. Como estoy chapado a la antigua sigo mis clásicas costumbres: agua, vino y pan a troche y moche. Además —privilegios de viejo— escucho confidencias y doy consejos, prudentes por el peso de los años, a toda la chiquillería —y hasta a los que no son niños—: ¿mis piernas? Sí: por ahora, sin reuma. No sé cuánto resistirán.

El día ocho vino a verme José Mª Albareda, para pedirme la entrada en nuestra casa: como es un novio formal, y hombre serio y de porvenir, accedí. Decídselo a Dª María, para que ella se interese en estos amores, ¿eh?

Muy agradecido, por vuestros repetidos obsequios, que nos solucionan el conflicto gastronómico del mediodía. Pero el abuelo no quiere que hagáis sacrificios económicos. De seguro, más de lo que podéis habéis hecho. Y no quiero. No quiero —de ningún modo— que os privéis de nada por nosotros. ¿Está claro?

¡Rafa! ¿Qué sabéis de él? ¡Con qué alegría le abracé, y qué pena por su partida! Decidme algo.

No me dice nada Lola. Yo estoy dispuesto a verles, acompañado por D. Manuel. Espero.

Estoy preocupado por Álvaro.

Escribidme mucho. Recibid los tres (¿y los otros nonnatos?) un fuerte abrazo de vuestro abuelo

Mariano

Mi hermano dice que os acordéis de sus ejercicios |# 19|.