Evangelio (Mt 28,16-20)
Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y en cuanto le vieron le adoraron; pero otros dudaron. Y Jesús se acercó y les dijo:
—Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.
Comentario al Evangelio
Hoy, solemnidad de la Santísima Trinidad, la Iglesia proclama en la liturgia el final del evangelio de Mateo. En este breve pasaje se narra precisamente el mandato divino de hacer discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (vv.19-20).
Como expresaba san Josemaría, “la Trinidad se ha enamorado del hombre (…), lo ha redimido del pecado (…) y desea vivamente morar en el alma nuestra” [1]. Por eso Jesucristo envía a los discípulos a evangelizar y a bautizar, en nombre de las Tres Personas Divinas, porque quieren hacer su morada (cfr. Jn 14,23) en cada corazón que libremente le abra sus puertas (cfr. Ap 3,20).
Para que no desfallezcamos en el cumplimiento de este mandato, Jesús nos recuerda que Él ha recibido ya toda potestad en el cielo y la tierra (v. 18). Con la expresión cielo y tierra, el lenguaje bíblico quiere expresar toda la realidad creada: Jesús es todopoderoso en todas partes, las visibles y las invisibles. Su fuerza y potestad puede llegar a todos los rincones y a todos los ambientes y a todos los corazones.
Esta verdad sobre el triunfo de Cristo puede calar cada vez más hondo en nuestra alma, hasta llenarnos de esa gran confianza y seguridad de que gozaban los santos: aunque a veces parezca que el mal se extiende fácilmente y sin remedio, Dios sigue actuando eficazmente en todas las personas y espera nuestra libre cooperación para redimirlos y cambiarlos.
Con este anuncio misterioso que hacía Jesús, “se me ha dado toda potestad”, se revelaba el cumplimiento de los vaticinios del Antiguo Testamento, en especial del libro de Daniel, según los cuales el Hijo del Hombre recibiría el dominio, el honor y el reino, y en los que se anunciaba que todos los pueblos, naciones y lenguas le iban a servir (Dn 7,14ss).
Pero el poder de Dios no pretende abrumar la pequeñez del hombre y someterlo a una sumisión servil, hasta anularlo, como piensan muchos, rechazando a Dios por eso. Al contrario, es tal la victoria del Señor sobre el pecado y la muerte, que exalta a los hombres, para hacerles capaces de un trato amoroso y confiado con Él, como hijos suyos y templos de su divina presencia.
Y la victoria de Jesús es tan grande, que se atreve a confiar, por decirlo así, en sus discípulos, para la inmensa tarea de iluminar el mundo entero con la verdad del evangelio y la gracia del bautismo; y para enseñar a todos los pueblos lo que el Hijo de Dios les había enseñado a ellos.
Jesús también hace una promesa que nos llena de seguridad: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (v. 20). Porque, como explica el Papa Francisco, “solos, sin Jesús, ¡no podemos hacer nada! En la obra apostólica no bastan nuestras fuerzas, nuestros recursos, nuestras estructuras, si bien son necesarias. Sin la presencia del Señor y la fuerza de su Espíritu nuestro trabajo, aun si bien organizado, resulta ineficaz. Y junto a Jesús, nos acompaña María, nuestra Madre. Ella ya está en la casa del Padre, es Reina del cielo y así la invocamos en este tiempo; pero como Jesús está con nosotros, camina con nosotros, es la Madre de nuestra esperanza” [2].
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84
[2] Papa Francisco, Homilía, 1 de junio de 2014.