Evangelio (Jn 3,16-18)
Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios.
Comentario
En la intimidad del diálogo con Nicodemo, Jesús desvela las profundidades del amor divino. “Tanto amó Dios al mundo…”, comienza diciendo.
El mundo, el universo entero, había salido bueno de las manos de Dios, como lo atestigua el libro del Génesis cuando añade: “y vio Dios que era bueno” (Gn 1,10) al ponderar todo lo que iba creando día tras día. Pero ese mundo que era bueno quedó dañado por el pecado del hombre. Sin embargo, Dios no lo abandona y sigue manteniéndole su amor, que es más fuerte que el pecado. Un amor que llega hasta el extremo: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito” (v. 16).
San Cipriano, un Padre de la Iglesia, invita a considerar, a mediados del siglo tercero, que “muchos y grandes son los beneficios de Dios, que la bondad generosa y copiosa de Dios Padre y de Cristo ha realizado y siempre realizará para nuestra salvación. En efecto, para preservarnos, darnos una nueva vida y poder redimirnos, el Padre envió al Hijo. El Hijo, que había sido enviado, quiso ser llamado también Hijo del hombre, para hacernos hijos de Dios: se humilló, para elevar al pueblo que antes yacía en la tierra, fue herido para curar nuestras heridas, se hizo esclavo para conducirnos a la libertad a nosotros, que éramos esclavos. Aceptó morir, para poder ofrecer a los mortales la inmortalidad”[1].
Dios Padre nos entregó “a su Hijo Unigénito” (v. 16), dice Jesús. El Padre es dador de todo. En primer lugar, desde la eternidad da todo a su Hijo, como el propio Jesús lo reconoce en su oración al Padre durante la última cena: “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío” (Jn 17,10). Padre e Hijo comparten idéntica naturaleza divina.
Pero, en el tiempo, Dios Padre también da todo al mundo, al entregar por amor a su Hijo Unigénito. “La palabra ‘unigénito’ remite, por un lado, - explica Benedicto XVI- al Prólogo [del Evangelio de Juan], donde el Logos es definido como el ‘unigénito Dios’ (Jn 1, 18). Pero, por otro, recuerda a Abraham, que no le negó a Dios a su hijo, a su ‘único hijo’ (Gn 22,2.12). El ‘dar’ del Padre se consuma en el amor del Hijo ‘hasta el extremo’ (Jn 13,1), esto es, hasta la cruz”[2].
Ese don de Dios que es su Hijo Unigénito no fue otorgado a un grupo de elegidos ni de gentes selectas, sino que está destinado “al mundo”. Tiene, pues, una dimensión universal. El mundo entero estaba necesitado de salvación y ha sido redimido por Él para que “no perezca, sino que tenga vida eterna” (v. 16).
“Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (v. 17). Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, “no viene a condenarnos -nos hace considerar San Josemaría-, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad: viene a salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría. Si reconocemos esta maravillosa relación del Señor con sus hijos, se cambiarán necesariamente nuestros corazones, y nos haremos cargo de que ante nuestros ojos se abre un panorama absolutamente nuevo, lleno de relieve, de hondura y de luz”[3].
“Si Dios nos ha creado, si nos ha redimido, si nos ama hasta el punto de entregar por nosotros a su Hijo unigénito, si nos espera -¡cada día!- como esperaba aquel padre de la parábola a su hijo pródigo, ¿cómo no va a desear que lo tratemos amorosamente? -comenta también San Josemaría-. Extraño sería no hablar con Dios, apartarse de Él, olvidarle, desenvolverse en actividades ajenas a esos toques ininterrumpidos de la gracia”[4].
[1] S. Cipriano, De opere el eleemosynis, 1 (PL 4,601-603)
[2] Joseph Ratzinger - Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. I. Desde el Bautismo a la Transfiguración, New York: Doubleday, 2007, p. 398.
[3] S. Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 165.
[4] S. Josemaría, Amigos de Dios, n. 251.
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