Evangelio (Jn 10,27-30)
En aquel tiempo dijo Jesús:
Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen. Yo les doy vida eterna; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos; y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.
Comentario
El cuarto domingo de Pascua es conocido como el “domingo del Buen Pastor”. El evangelio de este día contiene en todos los ciclos litúrgicos alguna parte del pasaje de Juan 10,1-30, un conjunto de discursos de Jesús en torno a la imagen del pastor y las ovejas. En el pasaje de este domingo Jesús se refiere a la protección que Dios ejerce sobre los hombres que se acogen a Él.
La imagen del pastor y las ovejas tiene mucha raigambre bíblica. Personajes importantes de la historia de Israel fueron pastores. Así por ejemplo Abel (Gn 4,2), Moisés (Ex 3,1ss.) o David (1 S 16,11-13). El propio David y sus descendientes serían, como lo fue Josué (Nm 27, 17 s.), pastores de su pueblo. Sin embargo, es a Dios a quien se atribuye muchas veces la función del pastor que cuida de “sus ovejas” los hombres (cfr. Gn 49,15; Is 40,11; Ez 34,5; Sal 23,1; Si 18,13).
El hecho de que los discursos de Jesús sobre el buen pastor sean presentados durante la Pascua tiene por tanto un significado muy profundo que, como explicaba Benedicto XVI, “nos conduce inmediatamente al centro, al culmen de la revelación de Dios como pastor de su pueblo; este centro y culmen es Jesús, precisamente Jesús que muere en la cruz y resucita del sepulcro al tercer día, resucita con toda su humanidad, y de este modo nos involucra, a cada hombre, en su paso de la muerte a la vida”[1].
El evangelio según san Juan señala que Jesús pronunció las palabras de este domingo durante la fiesta judía de la Dedicación del Templo. Esta fiesta conmemoraba la purificación del lugar y la dedicación del altar de los sacrificios durante la época de los macabeos, quienes fortificaron las murallas para proteger el recinto sagrado de profanaciones similares a la que hizo Antíoco IV Epífanes (cfr. I Ma 4,52-61 y 2 Ma 10,1-9). Jesús se encontraba además en el llamado pórtico de Salomón. Quizá este recinto amurallado y de recias columnas justifique la referencia que hace Jesús a la protección que ejerce sobre sus ovejas.
Como señalaba el Papa Francisco, las palabras de Jesús de este domingo “nos comunican un sentido de absoluta seguridad y de inmensa ternura. Nuestra vida está totalmente segura en las manos de Jesús y del Padre, que son una sola cosa: un único amor, una única misericordia, reveladas de una vez y para siempre en el sacrificio de la cruz (…). Por esto no tenemos más miedo: nuestra vida ya se ha salvado de la perdición. Nada ni nadie podrá arrancarnos de las manos de Jesús, porque nada ni nadie puede vencer su amor. ¡El amor de Jesús es invencible!”[2].
Esta intimidad protectora de Jesús con sus ovejas nos llevará también a vivir con gran esperanza nuestra vida y nuestra lucha por agradar a Dios. San Josemaría lo explicaba así: “la virtud de la esperanza —seguridad de que Dios nos gobierna con su providente omnipotencia, que nos da los medios necesarios— nos habla de esa continua bondad del Señor con los hombres, contigo, conmigo, siempre dispuesto a oírnos, porque jamás se cansa de escuchar. Le interesan tus alegrías, tus éxitos, tu amor, y también tus apuros, tu dolor, tus fracasos. Por eso, no esperes en Él sólo cuando tropieces con tu debilidad; dirígete a tu Padre del Cielo en las circunstancias favorables y en las adversas, acogiéndote a su misericordiosa protección. Y la certeza de nuestra nulidad personal —no se requiere una gran humildad para reconocer esta realidad: somos una auténtica multitud de ceros— se trocará en una fortaleza irresistible, porque a la izquierda de nuestro yo estará Cristo, y ¡qué cifra inconmensurable resulta!: el Señor es mi fortaleza y mi refugio, ¿a quién temeré?” [3].
[1] Benedicto XVI, Homilía, 29 de abril de 2012.
[2] Papa Francisco, Regina Coeli, 17 de abril de 2016.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 218.