25 de julio: Santiago apóstol

Comentario en la fiesta de Santiago apóstol. “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos”. Este ha de ser el sentido de la vida de cada cristiano: para dar la vida por amor.

Evangelio (Mt 20, 20-28)

Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró ante él para hacerle una petición.

Él le preguntó: ¿Qué quieres?

Ella le dijo: Di que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.

Jesús respondió: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?

Podemos —le dijeron.

Él añadió: Beberéis mi cáliz; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo, sino que es para quienes está dispuesto por mi Padre.

Al oír esto, los diez se indignaron contra los dos hermanos.

Pero Jesús les llamó y les dijo: Sabéis que los que gobiernan las naciones las oprimen y los poderosos las avasallan. No tiene que ser así entre vosotros; al contrario: quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos.


Comentario 

El evangelio de hoy termina con una breve frase, con la que Jesús resume el sentido de su vida, su forma de ser y vivir: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos”.

A su vez, nos indica el sentido de la vida de cada cristiano. Hemos nacido para servir, para dar vida, para dar la vida. Si no vivimos al servicio de los demás, si los demás no están felices por nuestra presencia y nuestro actuar, entonces nuestra vida no tiene peso, consistencia.

Esta frase es el final de un diálogo entre Jesús y Juan y Santiago, iniciado por la madre de los dos hermanos. De camino a Jericó, pocos días antes de la entrada en Jerusalén, esta madre consigue estar a solas con Jesucristo. Se postra ante Él y le pide que sus hijos se sienten en su reino, uno a su derecha y el otro a su izquierda.

Jesús no responde con una negación, ni tampoco le recrimina que haya pedido de esa manera. Quizá porque aquella mujer, y sus hijos, desean la gloria. Lo hacen de una manera demasiado humana, pero es una buena petición. Esto es lo grandioso de Jesucristo: se mete en nuestros deseos, ilusiones, proyectos, peticiones, para purificarlos, llenarlos de su gloria, de su eternidad.

Jesús, dirigiéndose a Juan y Santiago, les responde: “No sabéis lo que pedís”; “No sois conscientes de lo que me estáis pidiendo realmente, de lo que esconde vuestro deseo”. Y inicia un diálogo para hacerles ver la profundidad de lo que desean: “¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?” “¿Queréis de verdad mi gloria? ¿Asumir lo que estoy a punto de asumir? ¿Sumergiros donde yo me voy a sumergir?”

Ellos responderán con cierta presunción: “Podemos”. Y ante esa respuesta, Jesucristo afirma sorprendentemente: “Beberéis mi cáliz”.

Jesús ha sabido meter a estos dos hermanos en un camino de oración. Lo importante de nuestra oración no es tanto qué quiero yo, sino qué quiere Jesús de mí. A Jesús le importa nuestra vida y nos pregunta: ¿qué queréis de mí? Para, así, desde nuestros deseos llevarnos a su querer, a sus deseos más profundos.

La oración es así un encuentro con Jesucristo que nos cambia el paso, nos lleva más allá de nosotros mismos. Él nos mete en su corazón, en sus deseos, en sus ilusiones. Cada día nos pregunta: “¿Quieres saber qué llevo en mi corazón, cuáles son mis deseos?”

Y nos habla de sus deseos de servir, de darse a los demás con alegría, con libertad. Porque la libertad no consiste en otra cosa que en vivir la propia vida como un regalo. Solo quien posee algo lo puede regalar, solo somos libres cuando nos regalamos a los demás, cuando les damos nuestra vida. Así es la personalidad de Jesucristo, libre. Y nos da su personalidad para que seamos libres.

Aquellos hermanos responderán que sí. Aunque luego, cuando llegue la hora de Jesucristo, la hora de beber el cáliz, la hora de Getsemaní y de la Cruz, se vendrán abajo. Todavía les queda aprender que no lo pueden hacer con sus solas fuerzas, desde ellos mismos. Que necesitan la fuerza del Resucitado. Una fuerza que nunca les faltará.

Jesús también nos habla a nosotros, nos mira ilusionado ante nuestros deseos de estar con Él, de entregarle nuestra vida, y nos confirma que Él está siempre con nosotros para poder beber su cáliz, para poder entregarnos realmente, para poder dar vida a nuestro alrededor.

Luis Cruz