Somos nosotros hombres de la calle, cristianos corrientes, metidos en el torrente circulatorio de la sociedad, y el Señor nos quiere santos, apostólicos, precisamente en medio de nuestro trabajo profesional, es decir, santificándonos en esa tarea, santificando esa tarea y ayudando a que los demás se santifiquen con esa tarea. Convenceos de que en ese ambiente os espera Dios, con solicitud de Padre, de Amigo; y pensad que con vuestro quehacer profesional realizado con responsabilidad, además de sosteneros económicamente, prestáis un servicio directísimo al desarrollo de la sociedad, aliviáis también las cargas de los demás y mantenéis tantas obras asistenciales -a nivel local y universal- en pro de los individuos y de los pueblos menos favorecidos.
Al comportarnos con normalidad -como nuestros iguales- y con sentido sobrenatural, no hacemos más que seguir el ejemplo de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Fijaos en que toda su vida está llena de naturalidad. Pasa seis lustros oculto, sin llamar la atención, como un trabajador más, y le conocen en su aldea como el hijo del carpintero. A lo largo de su vida pública, tampoco se advierte nada que desentone, por raro o por excéntrico. Se rodeaba de amigos, como cualquiera de sus conciudadanos, y en su porte no se diferenciaba de ellos. Tanto, que Judas, para señalarlo, necesita concertar un signo: aquel a quien yo besare, ése es. No había en Jesús ningún indicio extravagante. A mí, me emociona esta norma de conducta de nuestro Maestro, que pasa como uno más entre los hombres. (Amigos de Dios, nn. 120-121)