Descarga, en PDF, Vida de María (XVIII): La venida del Espíritu Santo
Una vez que Jesucristo hubo ascendido al Cielo, los testigos de aquel hecho maravilloso regresaron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos, que está cerca de Jerusalén a la distancia de un camino permitido el sábado. Y cuando llegaron, subieron al Cenáculo donde vivían Pedro, Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago de Alfeo y Simón el Zelotes, y Judas el de Santiago. Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la Madre de Jesús, y sus hermanos ( Hch 1, 12-14).
Cumplían el mandato de Jesús, que les había dicho que aguardaran en la Ciudad Santa el envío del Consolador prometido. Fueron diez días de espera, todos alrededor de María. ¡Qué humanamente lógico es lo que nos cuenta la Sagrada Escritura! Al perder la compañía física de su Maestro, los más íntimos se reúnen en torno a la Madre, que tanto les recordaría a Jesús: en las facciones, en el timbre de la voz, en el mirar cariñoso y maternal, en las delicadezas de su corazón y, sobre todo, en la paz que derramaba alrededor. Además de los Apóstoles y de las santas mujeres, encontramos a los parientes más cercanos del Señor, esos mismos que antes habían dudado de Él, y que ahora, convertidos, se estrechan en torno a la Virgen de Nazaret.
Es fácil imaginar la vida en aquel Cenáculo, que debía de ser amplio para acoger a tantas personas. Los datos de la tradición no permiten asegurar con certeza de quién era aquella casa, aunque dos hipótesis parecen las más seguras: o bien se trataba de la casa de la madre de Marcos, el futuro evangelista, a la que se refiere más adelante el texto sagrado (cfr. Hch 12, 12), o bien pudo ser la casa que la familia de Juan el evangelista tenía en la Ciudad Santa. En cualquier caso, la oración unánime de los discípulos con María produjo enseguida un primer resultado: la elección de Matías para ocupar el puesto de Judas Iscariote. Una vez completado el número de los doce Apóstoles, continuaron rezando en espera de la efusión del Espíritu Santo que Jesús les había prometido.
Pero no todo era rezar: debían ocuparse de muchas más tareas; aunque, en el fondo, todo lo que hacían era verdadera oración, porque su pensamiento estaba de continuo en Jesús y tenían con ellos a María. Podemos imaginar las conversaciones —verdaderas tertulias— con la Virgen. Ahora que habían visto a Cristo resucitado y contemplado su ascensión al Cielo, deseaban conocer muchos detalles de la vida —también de la infancia— de su Maestro. Y allí estaba la Madre, evocando aquellos recuerdos siempre vivos en su corazón: el anuncio de Gabriel en los años ya lejanos de Nazaret, los desposorios con José —a quien muchos de ellos no habían conocido—, el nacimiento en Belén, la adoración de los pastores y los magos, la huida a Egipto, la vida de trabajo en el taller de Nazaret... ¡Cuántos temas brindaban las palabras de María a la oración de los discípulos! ¡Con qué nueva luz debieron ver todos los sucesos vividos junto al Maestro, en sus tres años de acompañarle por tierras de Palestina! Junto a María, la Virgen fiel, se encendía en ellos la fe, la esperanza y el amor: la mejor preparación para recibir al Paráclito.
Por fin, al cumplirse los días de Pentecostés, sobrevino del cielo un ruido, como de viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban. Entonces se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se dividían y se posaban sobre cada uno de ellos. Quedaron todos llenos del Espíritu Santo ( Hch 2, 2-4).
Junto a María, la Virgen fiel, se encendía en ellos la fe, la esperanza y el amor: la mejor preparación para recibir al Paráclito
La maravilla del suceso llegó a la multitud que había por entonces en Jerusalén: partos, medos, elamitas, habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y del Asia, de Frigia y Panfilia... ( Hch 2, 9 ss). Pedro habló a la multitud, enardecido por la fuerza del Espíritu Santo. Después llegaría la dispersión de los Apóstoles por Galilea, Samaria y hasta los últimos confines de la tierra, llevando a todas partes la buena nueva del reino de Dios.
María agradecía a Dios la conversión de aquellas primicias de la predicación apostólica, y la incontable muchedumbre de fieles que vendrían a la Iglesia con el transcurso de los siglos. Todos tenían cabida en su corazón de madre, que Dios le había otorgado en el momento de la encarnación del Verbo y que Jesús le había confirmado desde el madero de la Cruz, en la persona del discípulo amado.
La voz del Magisterio
«En la atmósfera de espera que reinaba en el cenáculo después de la Ascensión, ¿cuál era la posición de María respecto a la venida del Espíritu Santo? El Concilio subraya expresamente su presencia, en oración, con vistas a la efusión del Paráclito. María implora “con sus oraciones el don del Espíritu”. Esta afirmación resulta muy significativa, pues en la Anunciación el Espíritu Santo ya había venido sobre Ella, cubriéndola con su sombra y dando origen a la encarnación del Verbo. Al haber hecho ya una experiencia totalmente singular sobre la eficacia de ese don, la Virgen santísima estaba en condiciones de poderlo apreciar más que cualquier otra persona. En efecto, a la intervención misteriosa del Espíritu debía Ella su maternidad, que la convirtió en puerta de ingreso del Salvador en el mundo.
»A diferencia de los que se hallaban presentes en el cenáculo en trepidante espera, María, plenamente consciente de la importancia de la promesa de su Hijo a los discípulos (cfr. Jn 14, 16) , ayudaba a la comunidad a prepararse adecuadamente a la venida del Paráclito. Por eso, su singular experiencia, a la vez que la impulsaba a desear ardientemente la venida del Espíritu, la comprometía también a preparar la mente y el corazón de los que estaban a su lado (...).
»Era oportuno que la primera efusión del Espíritu sobre Ella, que tuvo lugar con miras a su maternidad divina, fuera renovada y reforzada. En efecto, al pie de la cruz, María fue revestida con una nueva maternidad, con respecto a los discípulos de Jesús. Precisamente esta misión exigía un renovado don del Espíritu. Por consiguiente, la Virgen lo deseaba con vistas a la fecundidad de su maternidad espiritual.
»Mientras en el momento de la Encarnación el Espíritu Santo había descendido sobre Ella, como persona llamada a participar dignamente en el gran misterio, ahora todo se realiza en función de la Iglesia, de la que María está llamada a ser ejemplo, modelo y madre. En la Iglesia y para la Iglesia, Ella, recordando la promesa de Jesús, espera Pentecostés e implora para todos abundantes dones, según la personalidad y la misión de cada uno.
»En la comunidad cristiana la oración de María reviste un significado peculiar: favorece la venida del Espíritu, solicitando su acción en el corazón de los discípulos y en el mundo. De la misma manera que, en la Encarnación, el Espíritu había formado en su seno virginal el cuerpo físico de Cristo; así ahora, en el cenáculo, el mismo Espíritu viene para animar su cuerpo místico. Por tanto, Pentecostés es fruto también de la incesante oración de la Virgen, que el Paráclito acoge con favor singular, porque es expresión del amor materno de Ella hacia los discípulos del Señor.
»Contemplando la poderosa intercesión de María que espera al Espíritu Santo, los cristianos de todos los tiempos, en su largo y arduo camino hacia la salvación, recurren a menudo a su intercesión para recibir con mayor abundancia los dones del Paráclito.
»Respondiendo a las plegarias de la Virgen y de la comunidad reunida en el cenáculo el día de Pentecostés, el Espíritu Santo colma a María y a los presentes con la plenitud de sus dones, obrando en ellos una profunda transformación con vistas a la difusión de la buena nueva. A la Madre de Cristo y a los discípulos se les concede una nueva fuerza y un nuevo dinamismo apostólico para el crecimiento de la Iglesia. En particular, la efusión del Espíritu lleva a María a ejercer su maternidad espiritual de modo singular, mediante su presencia, su caridad y su testimonio de fe.
»En la Iglesia que nace, Ella entrega a los discípulos, como tesoro inestimable, sus recuerdos sobre la encarnación, sobre la infancia, sobre la vida oculta y sobre la misión de su Hijo divino, contribuyendo a darlo a conocer y a fortalecer la fe de los creyentes. No tenemos ninguna información sobre la actividad de María en la Iglesia primitiva, pero cabe suponer que, incluso después de Pentecostés, siguió llevando una vida oculta y discreta, vigilante y eficaz. Iluminada y guiada por el Espíritu, ejerció una profunda influencia en la comunidad de los discípulos del Señor».
Juan Pablo II (siglos XX-XXI). Catequesis mariana en la audiencia general, 28-V-1997.
La voz de los Padres de la Iglesia
«Después de ver al Hijo, al Verbo del Padre, verdadero Dios y Rey de lo creado, resucitar del sepulcro —suceso superior a cualquier otro— y subir al Cielo con aquella naturaleza humana que había tomado de Ella, después de toda esta gloria, no le fue ahorrada aquí abajo una vida de pruebas y fatigas, no estuvo privada de ansiedades y preocupaciones. Como si entonces comenzara su vida pública y su desvelo, no concedía sueño a sus ojos, ni descanso a sus párpados, ni reposo a su cuerpo ( Sal 131, 4): y cuando los Apóstoles se dispersaron por el mundo entero, la Santa Madre de Cristo, como Reina de todos, vivía en el centro del mundo, en Jerusalén, en Sión, con el Apóstol predilecto, que le había sido dado como hijo por Nuestro Señor Jesucristo (...).
»La Virgen no sólo animaba y enseñaba a los Santos Apóstoles y a los demás fieles a ser pacientes y a soportar las pruebas, sino que era solidaria con ellos en sus fatigas, les sostenía en la predicación, estaba en unión espiritual con los discípulos del Señor en sus privaciones y suplicios, en sus prisiones. Así como había tomado parte con el corazón traspasado en la Pasión de Cristo, así sufría con ellos. Además, consolaba a estos dignos discípulos con sus acciones, les confortaba con sus palabras, poniéndoles como modelo la Pasión de su Hijo Rey. Les recordaba la recompensa y la corona del reino de los Cielos, la bienaventuranza y las delicias por los siglos de los siglos. Cuando Herodes capturó a Pedro, el jefe de los Apóstoles, teniéndolo encadenado hasta el alba, también Ella estuvo espiritualmente prisionera con él: la santa y bendita Madre de Cristo participaba en sus cadenas, rezaba por él y mandaba a la Iglesia que rezase. Y antes, cuando los malos judíos lapidaron a Esteban, cuando Herodes hizo ajusticiar a Santiago, el hermano de Juan, las persecuciones, sufrimientos y suplicios traspasaron el corazón de la santa Madre de Dios: en el dolor de su corazón y con las lágrimas de su llanto, era martirizada con él (...).
»Ella era la santa esperanza de los cristianos de entonces y de los que vendrían después: hasta el fin del mundo será mediadora y fortaleza de los creyentes. Pero, entonces, su preocupación y su empeño eran más intensos, para corregir, para consolidar la nueva ley del cristianismo, para que fuese glorificado el nombre de Cristo. Las persecuciones que descargaban sobre la Iglesia, la violación de los domicilios de los fieles, las ejecuciones capitales de numerosos cristianos, las prisiones y tribulaciones de todo tipo, las persecuciones, las fatigas y vejaciones de los Apóstoles, expulsados de lugar en lugar: todo esto repercutía en Ella, que sufría por todos y de todos se cuidaba con la palabra y con las obras. Era Ella el modelo del bien y la mejor enseñanza en el lugar del Señor, su Hijo, y en vistas de Él. Era Ella la intercesora y abogada de todos los creyentes. Suplicaba a su Hijo que derramase sobre todos su misericordia y su ayuda».
San Máximo el Confesor (siglo VII) (atribución). (Vida de María, nn. 95.97.99).
La voz de los santos y escritores espirituales
«Estaban los Apóstoles del Señor y los discípulos y otros buenos hombres, que serían hasta ciento veinte; estaban en una parte del cenáculo, y en otra se encontraba Nuestra Señora y las Marías y otras santas mujeres. Dijeron desconsolados: “Hablemos a la Virgen, pues nos la dejó por consoladora”. Fuéronse a Ella muy tristes, cabizbajos y desconsolados. Dijéronle a la Virgen cómo estaban tan sin consuelo y cómo tardaba el Maestro a consolarlos, y que ellos estaban rodeados de enemigos y que no tenían ningún ánimo: “Rogad, Virgen, a vuestro Hijo, que nos envíe el Consolador prometido”.
»“¿Por qué tenéis poca fe en vuestro Maestro, mi Hijo? Él os consolará como lo ha prometido. ¿No sabéis, amados hijos y discípulos de mi sacratísimo Hijo, que la Ley que se dio en el monte del Sinaí se dio después de cincuenta días que salieron de Egipto? Hace ya cincuenta días que padeció mi Hijo Jesús y os sacó de la cautividad del pecado; hoy vendrá el Espíritu Santo”.
»La Santísima Virgen, por compasión de aquel ganado que le había sido confiado, hincóse de rodillas, alzó las manos al Cielo y, con lágrimas en sus benditos ojos, comenzó a rogar a su amado Hijo: “Oh Señor mío y dulce Hijo mío, ruégoos por el amor que me tenéis, por los merecimientos vuestros, por los méritos de vuestra bendita Pasión, que tengáis a bien consolar a vuestros Apóstoles. Enviadles, Señor, el Consolador que los consuele; cumplid, Señor, la palabra que en vuestro nombre les he dado, que vendría el Espíritu Santo consolador; envíalo a éstos que se encuentran débiles”.
»Moviéronse las entrañas del Padre y puso los ojos en la Santísima Virgen y en aquéllos que la rodeaban. Vino primero un sonido que hizo temblar el cenáculo, para dar a entender que era fuerte. Y luego vinieron lenguas de fuego, que parecían visibles sobre las cabezas de los que allí estaban, para dar a entender que el Espíritu Santo es fuego, es ardor de corazón. Cuando vosotros sentís un encendimiento dentro de vosotros, que os arde el corazón en amor de Dios, el Espíritu Santo es; es el fuego muy leal mensajero, que está allí el Espíritu Santo. Entra, pues, el Espíritu Santo en los Apóstoles, abrázalos, consuélalos, refuérzalos, dales un beso de paz».
San Juan de Ávila (siglo XVI). Sermones del Espíritu Santo VI.
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«Pensemos ahora en aquellos días que siguieron a la Ascensión, en espera de la Pentecostés. Los discípulos, llenos de fe por el triunfo de Cristo resucitado y anhelantes ante la promesa del Espíritu Santo, quieren sentirse unidos, y los encontramos cum María matre Iesu, con Maria, la madre de Jesús (cfr. Hch 1, 14). La oración de los discípulos acompaña a la oración de María: era la oración de una familia unida.
»Esta vez quien nos transmite ese dato es San Lucas, el evangelista que ha narrado con más extensión la infancia de Jesús. Parece como si quisiera darnos a entender que, así como María tuvo un papel de primer plano en la Encarnación del Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en los orígenes de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo.
»Desde el primer momento de la vida de la Iglesia, todos los cristianos que han buscado el amor de Dios, ese amor que se nos revela y se hace carne en Jesucristo, se han encontrado con la Virgen, y han experimentado de maneras muy diversas su maternal solicitud. La Virgen Santísima puede llamarse con verdad madre de todos los cristianos. San Agustín lo decía con palabras claras: cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella cabeza, de la que es efectivamente madre según el cuerpo (De sancta virg. 6).
»No es pues extraño que uno de los testimonios más antiguos de la devoción a María sea precisamente una oración llena de confianza. Me refiero a esa antífona que, compuesta hace siglos, continuamos repitiendo aún hoy día: Nos acogemos bajo tu protección, Santa Madre de Dios: no desprecies las súplicas que te dirigimos en nuestra necesidad, antes bien sálvanos siempre de todos los peligros, Virgen gloriosa y bendita». San Josemaría (siglo XX). Es Cristo que pasa, n. 141.
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La voz de los poetas
Al Cenáculo vueltos, prevenido,
y en él perseverando en oraciones,
el Espíritu Santo prometido
esperaron con altas atenciones:
Matías, entre tanto fue elegido
en Apóstol por justas peticiones
de María, su Reina presidente,
y de otros fieles, que eran ciento veinte.
Después de otros diez días, en la fiesta
de Pentecostés, en su fe asistiendo,
fue oído con probanza manifiesta,
en la casa un suave raro estruendo:
y con gloria divina, y antepuesta,
su luz el Santo Espíritu infundiendo,
lenguas de fuego vieron encendidas,
sobre aquellas cabezas escogidas.
Llenos de aquel amor, y santa ciencia
difusa en las sagradas luminarias,
todos con energía y elocuencia
comenzaron a hablar en lenguas varias:
pero en esta conforme competencia,
y mercedes de Dios extraordinarias,
comunicó su espíritu asistente,
gracia a María más copiosamente.
Que por ser Madre suya tan querida,
y por ser más que todos consumada
en virtudes perfectas de alma y vida,
mereció ser en gracia aventajada:
y también, porque estaba ya escogida,
para Maestra docta y consagrada
de toda nuestra Iglesia militante,
fue de gracia mayor participante.
Sebastián de Nieva y Calvo (siglos XVI-XVII). La mejor mujer, cap. X.
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El sexto gozo te ruego
que contemples, Virgen Madre:
en son de lenguas de fuego
envió tu Hijo luego
el amor suyo y del Padre
a poblar de siete dones
aquella sancta compaña,
por dar a sus coraçones
contra las persecuçiones
fuerça y maña.
Desta gracia repartida
que el amor de Dios reparte,
¡oh Virgen no corrompida!,
es verdad muy conocida
que a ti dio la mayor parte;
por que son en tantos grados
sus gracias en ti esculpidas,
que en ti todos los estados
pueden fallar los dechados
de sus vidas.
Gózate, Madre de Dios,
con tan alta dignidad,
que tú, viviendo entre nos,
de tres personas, las dos
te envió la Trinidad:
la una dentro encarnada
en el tu vientre bendito;
la otra fuera mostrada
y de dentro debuxada
en tu espíritu.
Íñigo de Mendoza (siglo XV). Los gozos de Nuestra Señora, 22-24
J.A. Loarte