Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro itinerario de catequesis sobre los vicios y las virtudes, hoy nos detenemos en un vicio bastante feo, la tristeza, entendida como un abatimiento del alma, una aflicción constante que impide al hombre alegrarse de su existencia.
En primer lugar, hay que señalar que, con respecto a la tristeza, los Padres establecieron una distinción importante. Existe, en efecto, una tristeza que es propia de la vida cristiana y que, con la gracia de Dios, se transforma en alegría: ésta, por supuesto, no debe rechazarse y forma parte del camino de conversión.
Pero existe también un segundo tipo de tristeza que se insinúa en el alma y la sume en un estado de abatimiento: es este segundo tipo de tristeza el que hay que combatir con decisión y con todas las fuerzas, porque procede del Maligno. También encontramos esta distinción en San Pablo, que escribiendo a los Corintios dice: "La tristeza según Dios produce el arrepentimiento irrevocable que lleva a la salvación, mientras que la tristeza del mundo produce la muerte" (2 Co 7,10).
Hay, pues, una tristeza amiga, que conduce a la salvación. Pensemos en el hijo pródigo de la parábola: cuando toca el fondo de su degeneración, siente una gran amargura, y esto le impulsa a entrar en razón y decidir volver a la casa paterna (cf. Lc 15, 11-20). Es una gracia lamentarse por los propios pecados, recordar el estado de gracia del que hemos caído, llorar porque hemos perdido la pureza en la que Dios nos soñó.
Pero hay una segunda tristeza, que es una enfermedad del alma. Surge en el corazón humano cuando se desvanece un deseo o una esperanza. Aquí podemos referirnos a la historia de los discípulos de Emaús. Aquellos dos discípulos salen de Jerusalén con el corazón desilusionado, y al forastero que en un momento dado les acompaña le confiesan: "Esperábamos que fuera él -es decir, Jesús- quien librara a Israel" (Lc 24,21). La dinámica de la tristeza está ligada a la experiencia de la pérdida. En el corazón humano nacen esperanzas que a veces se frustran.
Puede ser el deseo de poseer algo que no se puede obtener; pero también algo importante, como la pérdida de un afecto. Cuando esto sucede, es como si el corazón del hombre cayera en un precipicio, y los sentimientos que experimenta son desánimo, debilidad de espíritu, depresión, angustia. Todos pasamos por pruebas que generan tristeza en nosotros, porque la vida nos hace concebir sueños que luego se hacen añicos.
En esta situación, algunos, después de un tiempo de agitación, se apoyan en la esperanza; pero otros se revuelcan en la melancolía, dejando que supure en su corazón. ¿Se siente placer en ello? Verás: la tristeza es como el placer del no-placer; es como coger un caramelo amargo, sin azúcar, malo, y chupar ese caramelo. La tristeza es el placer del no-placer.
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El monje Evagrio cuenta que todos los vicios persiguen el placer, por efímero que sea, mientras que la tristeza disfruta de lo contrario: adormecerse en una tristeza sin fin. Ciertas tristezas prolongadas, en las que la persona sigue ensanchando el vacío de los que ya no están, no son propias de la vida en el Espíritu. Ciertas amarguras resentidas, en las que una persona tiene siempre en mente una reivindicación que le hace adoptar el disfraz de víctima, no producen en nosotros una vida sana, y menos aún cristiana. Hay algo en el pasado de cada uno que necesita ser sanado. La tristeza, de ser una emoción natural, puede convertirse en un estado de ánimo maligno.
Es un demonio taimado, el de la tristeza. Los padres del desierto la describían como un gusano del corazón, que erosiona y vacía a su huésped. Esta imagen es hermosa, nos hace comprender. Entonces, ¿qué debo hacer cuando estoy triste? Detenerme y ver: ¿es una buena tristeza? ¿No es una buena tristeza? Y reaccionar según la naturaleza de la tristeza. No olvides que la tristeza puede ser algo muy malo que nos lleva al pesimismo, nos lleva a un egoísmo difícil de curar.
Hermanos y hermanas, debemos cuidarnos de esta tristeza y pensar que Jesús nos trae la alegría de la resurrección. Por muy llena que esté la vida de contradicciones, de deseos vencidos, de sueños no realizados, de amistades perdidas, gracias a la resurrección de Jesús podemos creer que todo se salvará. Jesús ha resucitado no sólo para sí mismo, sino también para nosotros, para redimir toda la felicidad que ha quedado insatisfecha en nuestras vidas. La fe echa fuera el miedo, y la resurrección de Cristo quita la tristeza como la piedra del sepulcro.
Cada día del cristiano es un ejercicio de resurrección. Georges Bernanos, en su célebre novela Diario de un cura rural, hace decir al párroco de Torcy: "La Iglesia tiene alegría, toda esa alegría que está reservada a este triste mundo. Lo que habéis hecho contra ella, lo habéis hecho contra la alegría". Y otro escritor francés, León Bloy, nos dejó esta maravillosa frase: "No hay más que una tristeza, [...] la de no ser santo". Que el Espíritu de Jesús resucitado nos ayude a vencer la tristeza con la santidad.