«Por muchos bienes que acumulemos en este mundo, no cabrán en el ataúd»

El Papa Francisco ha continuado su ciclo de catequesis sobre los vicios y las virtudes hablando de la avaricia y cómo debemos ser nosotros señores de los bienes materiales y que estos no nos dominen a nosotros.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Continuamos nuestra catequesis sobre los vicios y las virtudes, y hoy hablamos de la avaricia, es decir, esa forma de apego al dinero que impide al hombre ser generoso.

No es un pecado que afecte sólo a las personas que poseen un gran patrimonio, sino un vicio transversal, que a menudo no tiene nada que ver con el saldo de la cuenta bancaria. Es una enfermedad del corazón, no de la cartera.

Los análisis de los padres del desierto sobre este mal mostraban cómo la avaricia podía apoderarse también de monjes que, habiendo renunciado a enormes herencias, en la soledad de su celda se habían apegado a objetos de poco valor: no los prestaban, no los compartían y menos aún estaban dispuestos a regalarlos. 

Un apego a las cosas pequeñas, que quita libertad. Esos objetos se convirtieron para ellos en una especie de fetiche del que era imposible desprenderse. Una especie de regresión a la etapa de los niños que se aferraban al juguete y repetían: "¡Es mío! ¡Es mío!". En esta pretensión se esconde una relación enfermiza con la realidad, que puede desembocar en formas de acaparamiento compulsivo o acumulación patológica.


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Para recuperarse de esta enfermedad, los monjes propusieron un método drástico, pero muy eficaz: la meditación sobre la muerte. Por mucho que una persona acumule bienes en este mundo, de una cosa estamos absolutamente seguros: de que no cabrán en el ataúd. ¡No podemos llevarnos los bienes con nosotros! Aquí se revela el sinsentido de este vicio. El vínculo de posesión que construimos con las cosas es sólo aparente, porque no somos los amos del mundo: esta tierra que amamos no es en verdad nuestra, y nos movemos por ella como extranjeros y peregrinos (cf. Lv 25,23).

Estas sencillas consideraciones nos hacen darnos cuenta de la locura de la avaricia, pero también de su razón más íntima. Es un intento de exorcizar el miedo a la muerte: busca seguridades que en realidad se desmoronan en el mismo momento en que las asimos. 

Recordemos la parábola del hombre insensato, cuyo campo había ofrecido una cosecha abundante, por lo que se adormeció pensando en cómo agrandar su almacén para meter toda la cosecha. El hombre lo había calculado todo, había planeado el futuro. Sin embargo, no había considerado la variable más segura de la vida: la muerte. "Necio", dice el Evangelio, "esta misma noche se te pedirá la vida. Y lo que has preparado, ¿de quién será?" (Lc 12,20).

En otros casos, son los ladrones quienes prestan este servicio. Incluso en los Evangelios hacen un buen número de apariciones, y aunque sus acciones son censurables, pueden convertirse en una advertencia saludable. Es lo que predica Jesús en el Sermón de la Montaña: "No acumuléis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corroen, y donde los ladrones entran por la fuerza y roban; sino acumulad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corroen, y donde los ladrones no entran por la fuerza ni roban" (Mt 6, 19-20). 

De nuevo en los relatos de los padres del desierto, se cuenta la historia de un ladrón que sorprende al monje mientras duerme y le roba las pocas posesiones que guardaba en su celda. Cuando se despierta, nada turbado por lo sucedido, el monje se pone tras la pista del ladrón y, una vez que lo encuentra, en lugar de reclamar los bienes robados, le entrega las pocas cosas que le quedan diciéndole: "¡Te olvidaste de llevarte esto!

Nosotros, hermanos, podemos ser señores de los bienes que poseemos, pero a menudo sucede lo contrario: son ellos los que acaban poseyéndonos a nosotros. Algunos ricos ya no son libres, ya ni siquiera tienen tiempo para descansar, tienen que mirar por encima del hombro porque la acumulación de posesiones también exige su custodia. 

Están siempre angustiados porque un patrimonio se construye con mucho sudor, pero puede desaparecer en un momento. Olvidan la predicación evangélica, que no afirma que las riquezas sean en sí mismas un pecado, pero sí un lastre. Dios no es pobre: es el Señor de todas las cosas, pero -escribe san Pablo- "de rico que era, se hizo pobre por vosotros, para que os enriquecierais con su pobreza" (2 Co 8,9).

Esto es lo que el avaro no comprende. Podría haber sido una fuente de bendición para muchos, pero en lugar de eso se ha deslizado hacia el callejón sin salida de la miseria. Y la vida del avaro es fea. Recuerdo el caso de un señor que conocí en la otra diócesis, un hombre muy rico, y tenía una madre enferma. Estaba casado. Los hermanos se turnaban para cuidar a mamá, y mamá se tomaba un yogur por la mañana. Este señor le daba la mitad por la mañana para darle la otra mitad por la tarde y ahorrarse medio yogur. Así es la avaricia, así es el apego a las posesiones. 

Este señor murió, y los comentarios de la gente que fue al velatorio fueron estos: 'Pero, se ve que este hombre no lleva nada encima, lo ha dejado todo'. Y luego, burlándose un poco, decían: 'No, no, no pudieron cerrar el ataúd porque se lo quería llevar todo'. Esto, de avaricia, hace reír a los demás: que al final hay que entregar el cuerpo y el alma al Señor y hay que dejarlo todo. ¡Seamos prudentes! Y seamos generosos, generosos con todos y generosos con los que más nos necesitan. Gracias.

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