Los cristianos sabemos que formamos parte de la gran familia de los hijos de Dios. Nuestra identidad más profunda, ser hijos del Padre, nos configura como hermanos de todos los hombres, creados a su imagen y semejanza. Sin embargo, también sabemos que las relaciones fraternas no son fáciles. A raíz del pecado original, el trato entre nosotros está marcado por la herida de la primera caída, que destruye la armonía de las relaciones entre los hombres, además de la relación del género humano con la creación[1]. Desde los primeros hermanos de los que nos habla la Biblia, Caín y Abel, y el fratricidio cometido por el mayor, siempre ha habido conflictos familiares: Esaú y Jacob pelearon por la primogenitura, José fue traicionado por sus hermanos mayores, Moisés sufrió a causa de Aarón y Miriam…
También en el Evangelio encontramos hermanos entre los cercanos a Jesús: Pedro y Andrés, Santiago y Juan, María, Marta y Lázaro. Y también allí se asoman los enfrentamientos entre hermanos, tanto en los ejemplos que Jesús propone a los que le escuchan –cuando el hijo pródigo de la parábola vuelve y su padre lo celebra con una fiesta, el hermano mayor se enfada, negándose a entrar en casa (cfr. Lc 15,28)– como entre las personas que lo rodean: “Maestro, di a mi hermano que comparta la herencia conmigo” (Lc 12,13); “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en las tareas de servir? Dile entonces que me ayude” (Lc 10,40).
Sin embargo, Jesús ha dado a las relaciones humanas una nueva dimensión: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40). Él, haciéndose uno de nosotros, se identifica con el más débil de nuestros hermanos los hombres, el que más sufre, el que más injusticias padece. Ningún cristiano puede permanecer indiferente ante otra persona, porque en ella ve no solo a un igual, sino al mismo Cristo. “En cada uno de ellos hemos de reconocer a Cristo, hemos de ver en cada uno de ellos a Jesús como nuestro hermano; y así nos será más fácil prodigarnos en servicios, en atención, en cariño, en paz y en alegría”[2], anima san Josemaría.
El primer mandamiento
Comentando la parábola del buen samaritano, el Papa Francisco explica que recoge un trasfondo de siglos: “Poco después de la narración de la creación del mundo y del ser humano, la Biblia plantea el desafío de las relaciones entre nosotros. Caín destruye a su hermano Abel, y resuena la pregunta de Dios: «¿Dónde está tu hermano Abel?» (Gn 4,9). La respuesta es la misma que frecuentemente damos nosotros: «¿Acaso yo soy guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). Al preguntar, Dios cuestiona todo tipo de determinismo o fatalismo que pretenda justificar la indiferencia como única respuesta posible. Nos habilita, por el contrario, a crear una cultura diferente que nos oriente a superar las enemistades y a cuidarnos unos a otros”[3].
Si nos preguntaran, seguramente afirmaríamos que intentamos ver en los desconocidos a otro Cristo. Pero el desapego del hermano nos puede suceder, con frecuencia, en situaciones ordinarias. Podemos criticar a los políticos que no nos gustan en cuanto aparecen en las noticias, desconfiar de quienes son distintos por su presencia o comportamiento, despreciar o ignorar a quienes pertenecen a otro estrato social o tienen una situación económica distinta, discutir por un resultado deportivo o por cómo deben dormir los bebés. Incluso podemos juzgar con dureza a otros cristianos por considerar –con razón o sin ella– que no actúan como tales.
No podemos olvidar que la parábola del buen samaritano surge a raíz de la pregunta “¿quién es mi prójimo?”, formulada a Jesús por un maestro de la ley, que se quería justificar después de haberle preguntado sobre la vida eterna. La respuesta a la cuestión original la sabían ya sus oyentes, pues estaba en la Torá: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10, 27; cfr. Dt 6,4 y Lv 19,18). Jesús va más allá al identificar ambos mandamientos: “Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas” (Mt 22,38-40). Al final de la parábola, cuando el maestro de la ley reconoce que la actitud adecuada es la de quien tiene misericordia del hombre malherido, Jesús le dice: “Pues anda, y haz tu lo mismo”.
Al prójimo como a ti mismo
En el Nuevo Testamento, por lo tanto, no hay dudas sobre qué se nos pide a quienes queremos seguir a Jesús. “Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: todo el que se llene de ira contra su hermano será reo de juicio; y el que insulte a su hermano será reo ante el Sanedrín; y el que le maldiga será reo del fuego del infierno” (Mt 5,21-22). Transcurridos algunos años de esas enseñanzas, Juan exhortaba a los primeros cristianos a vivir la caridad fraterna como parte indispensable del amor a Dios: “Si alguno dice: «Yo amo a Dios», y al mismo tiempo odia a su hermano, es un mentiroso. Pues si uno no ama a su hermano, a quien ve, tampoco puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4,20).
Nosotros queremos “ver” al prójimo, tal como dice san Juan, y reconocer en él a Cristo mismo, especialmente en el caso de quienes sufren. A veces uno mismo ha estado en una situación dolorosa o de vulnerabilidad, otras veces nos hemos encontrado con ella: alguien que carece de vivienda con quien nos cruzamos habitualmente en la calle; compañeros de trabajo que sufren discriminación por su país de origen o el color de su piel; conocidos con una enfermedad degenerativa o problemas de movilidad que requerirían esfuerzos y gastos extraordinarios para llevar una vida digna; mujeres que encuentran obstáculos en su trayectoria educativa o profesional, por el solo hecho de serlo; niños y jóvenes que asisten a clase sin los recursos necesarios para realizar con éxito sus estudios; amigos enganchados a la pornografía, al juego o a la droga... Por no hablar de las guerras, el hambre, las epidemias o los desastres naturales que a muchos nos afectan o nos pueden afectar en el futuro.
Dignidad humana y responsabilidad cristiana
A lo largo de los siglos, muchos valores cristianos han penetrado en la sociedad y la han hecho más humana. Poco a poco hemos aprendido a reconocer en el otro a alguien con dignidad, que merece ser tratado con respeto y cuyos derechos valen tanto como los míos. La filosofía, la sociología y el derecho, entre otras disciplinas, han ido explorando el valor de cada vida humana y la forma de protegerla, tanto a nivel individual como colectivo. El desarrollo en campos como la ingeniería, la economía y la medicina ha permitido mejorar las condiciones de vida de grandes sectores de la población mundial, aunque todavía queda mucho por hacer y no dejan de aparecer continuamente nuevos retos.
A veces percibimos que muchos echan en cara a los cristianos la falta de coherencia entre principios evangélicos y actuación pública o consideran que la fe es un refugio que permite evadir responsabilidades. Como si rezar fuera sinónimo de pasividad, o esperar la vida eterna llevara a desentenderse del mundo, olvidando a quienes nos necesitan. “En realidad, la fe colma de motivaciones inauditas el reconocimiento del otro, porque quien cree puede llegar a reconocer que Dios ama a cada ser humano con un amor infinito y que «con ello le confiere una dignidad infinita». A esto se agrega que creemos que Cristo derramó su sangre por todos y cada uno, por lo cual nadie queda fuera de su amor universal. Y si vamos a la fuente última, que es la vida íntima de Dios, nos encontramos con una comunidad de tres Personas, origen y modelo perfecto de toda vida en común”[4].
El mundo en heredad
El prelado del Opus Dei anima frecuentemente a sentir todo el mundo, con lo que contiene, como algo muy nuestro, siguiendo las palabras de san Pablo: “ya sea el mundo, la vida o la muerte; ya sea lo presente o lo futuro; todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios” (1 Cor 3,22-23).
“Ante esta realidad –todas las cosas son vuestras–, nos alegramos con las alegrías de los demás, disfrutamos de todas las cosas buenas que nos rodean y nos sentimos interpelados por los desafíos de nuestro tiempo. A la vez, sentimos muy dentro del alma la situación del mundo, particularmente la triste realidad de la guerra, y de otras situaciones de grandes necesidades y sufrimientos de tantísimas personas, especialmente de las más débiles”[5].
Dios nos ha dado el mundo por heredad (cfr. Sal 2,8), por lo que está en nuestra mano transformarlo. No hemos elegido el momento histórico o el lugar en el que vivimos, pero las circunstancias que nos han tocado son precisamente la ocasión con la que Dios cuenta para que saquemos adelante lo que Él mismo ha puesto en nuestras manos.
Los cristianos queremos un corazón a la medida del de Cristo, un corazón que sienta las necesidades ajenas como propias, y que nos lleve a actuar en consecuencia. Esto es un don de Dios: “llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”[6], pedimos al Espíritu Santo para nosotros y para todos en la Iglesia. A la vez, “obras son amores, y no buenas razones”: un cristiano comprometido con el amor de Dios es necesariamente un cristiano que busca activamente transformar la sociedad, luchando por hacerla cada vez más conforme con la lógica de Dios y su amor a los hombres.
Personal y responsable
Este compromiso se muestra, en primer lugar, en una oración encendida y constante, la insistencia filial de quien pide algo bueno para las personas a las que quiere: “En la oración debemos ser capaces de llevar ante Dios nuestros cansancios, el sufrimiento de ciertas situaciones, de ciertas jornadas, el compromiso cotidiano de seguirlo, de ser cristianos, así como el peso del mal que vemos en nosotros y en nuestro entorno, para que él nos dé esperanza, nos haga sentir su cercanía, nos proporcione un poco de luz en el camino de la vida”[7].
Además de la actitud de presentar a Dios todas estas necesidades, es un deber de justicia actuar para transformar el mundo, hacerlo más humano, más cristiano, más divino, mostrando la verdad, el bien y la belleza del plan de Dios para la felicidad de hombres y mujeres. Codo a codo con los demás, el cristiano busca, con la creatividad del amor, nuevas formas para que el mensaje que Cristo nos dejó en el evangelio se haga realidad en las circunstancias en las que nos movemos, aquí y ahora.
Esto se puede hacer de muchas formas: dependerá de las circunstancias del lugar, del momento histórico, del carácter personal, de las posibilidades que se tienen por las circunstancias familiares y laborales… y de las propias preferencias políticas, económicas o sociales a la hora de ponderar las soluciones. “Por la propia naturaleza de la creación”, enseña la Iglesia, “todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte”[8]; a la vez, “los cristianos todos deben tener conciencia de la vocación particular y propia que tienen en la comunidad política; en virtud de esta vocación están obligados a dar ejemplo de sentido de responsabilidad y de servicio al bien común”[9].
Hay muchas maneras de hacer el bien, y la Iglesia anima a sus hijos a actuar desde la libertad y la pluralidad, sin imponer una determinada escuela. Movidos por el mismo ideal, los cristianos pueden agruparse en asociaciones religiosas o civiles; en la mayoría de los casos, sin embargo, trabajan en iniciativas públicas o privadas que no son promovidas por instituciones católicas, pero que se orientan a mejorar un determinado aspecto social.
La caridad “da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas”[10]. Por eso, cada uno busca la forma de contribuir a resolver los problemas sociales que ve a su alrededor. San Josemaría alentaba a quienes se acercaban a él a ser ciudadanos responsables, capaces de transformar la sociedad, mejorándola mediante el propio trabajo. “La actuación de cada uno de nosotros, hijos, es personal y responsable”[11].
Muchas veces se puede hacer un gran bien con pequeños gestos, que van configurando una actitud vital ante los demás. Estar disponible para escuchar al hijo adolescente puede facilitar la apertura al diálogo con la cultura contemporánea. Tratar a los abuelos mayores con atención y cariño, contribuye a educar la mirada ante los frágiles y vulnerables. Rechazar en el trabajo las conversaciones en las que se critica o difama a quien no está presente y no puede defenderse, fomenta los ambientes de respeto y confianza.
Otras veces, la capacidad transformadora vendrá por nuestra formación profesional o nuestra posición en la sociedad, mediante el propio trabajo, la movilización ciudadana o la decisión de dedicarse a la política: influir en proyectos de ley que faciliten a las familias el acceso a los recursos que necesitan, denunciar abusos de corrupción económica, acabar con costumbres que segregan a algún sector de la población… Un médico, una parlamentaria, el CEO de una empresa o una periodista pueden hacer bien su trabajo sin “meterse en líos”, pero también pueden “complicarse la vida” para contribuir con su labor a la construcción de un mundo más justo.
La doctrina social de la Iglesia en diálogo con el mundo
La Iglesia proclama los principios morales en el ámbito social cuando están en juego los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas[12]. Instituida por Cristo para llevar a todos los hombres el mensaje de salvación, no puede quedarse de brazos cruzados ante todo lo que es humano. A partir del siglo XIX, para facilitar que la actuación de los cristianos fuera justa ante los nuevos modelos económicos, políticos y sociales, estableció algunos parámetros que ayudaran a no perder de vista el mensaje del Evangelio ante esas situaciones novedosas. Por eso, el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia recoge algunos principios que sirven de guía.
El principio del bien común defiende que debe haber un conjunto de “condiciones de la vida social” que permitan “a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección”[13]. El principio del destino universal de los bienes nos recuerda que “los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa”, en justicia y caridad[14]. Por el principio de subsidiaridad, “todas las sociedades de orden superior deben ponerse en una actitud de ayuda («subsidium») —por tanto de apoyo, promoción, desarrollo— respecto a las menores”[15]; y así se cuida “la familia, los grupos, las asociaciones, las realidades territoriales locales, en definitiva, aquellas expresiones agregativas de tipo económico, social, cultural, deportivo, recreativo, profesional, político, a las que las personas dan vida espontáneamente y que hacen posible su efectivo crecimiento social”[16].
El principio de participación es consecuencia de lo anterior, y “se expresa, esencialmente, en una serie de actividades mediante las cuales el ciudadano […] contribuye a la vida cultural, económica, política y social de la comunidad civil a la que pertenece. La participación es un deber que todos han de cumplir conscientemente, en modo responsable y con vistas al bien común”[17]. Por último, el principio de solidaridad “implica que los hombres de nuestro tiempo cultiven aún más la conciencia de la deuda que tienen con la sociedad en la cual están insertos […]. Semejante deuda se salda con las diversas manifestaciones de la actuación social”[18].
Estos principios nos hacen descubrir que muchas de las iniciativas sociales que florecen a nuestro alrededor se apoyan en valores compartidos. Estudiarlos y darlos a conocer puede ser la ocasión de trabajar junto al resto de habitantes de nuestros países en la construcción de una sociedad más justa.
Verdad, libertad, justicia y caridad
Hay cuatro valores fundamentales sobre los que se apoyan los principios de la doctrina social de la Iglesia: la verdad, la libertad, la justicia y el amor.
El amor al prójimo debe impulsar la vida de los cristianos, tanto a nivel personal como social. “La Iglesia no solo debe anunciar la Palabra, sino también realizar la Palabra, que es caridad y verdad”[19]. Lo hemos visto tal vez de forma más clara en los últimos años: ante crisis globales, hay una respuesta de solidaridad que une a quienes sufren juntos. Hay familias que se reencuentran ante la enfermedad de un ser querido, o vecinos que empiezan a hablarse cuando se ven forzados a pasar más tiempo en casa. Son actitudes que podemos incorporar también cuando no son las circunstancias las que nos llevan a ello: ¿Sé los nombres de quienes viven en mi edificio, o en la casa más remota del pueblo? ¿He hablado alguna vez con cada uno, interesándome por sus circunstancias, buscando hacerme cercano?
Lo que desde fuera acaso parezca un simple gesto de buena educación o una muestra de amabilidad, puede de hecho reflejar el amor de Dios por cada uno: “El amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también civil y político, y se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor. Por esa razón, el amor no sólo se expresa en relaciones íntimas y cercanas, sino también en las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas”[20]. La unidad de vida de un cristiano coherente le lleva a actuar con caridad a todos los niveles, tanto en lo que le toca de cerca como en los temas más lejanos.
Partiendo del respeto a todos, poniendo el bien de cada persona por encima de ideas u opiniones, los cristianos podemos intervenir en todo tipo de cuestiones, con responsabilidad y creatividad, sin atribuir a la Iglesia lo que es el modo de hacer de cada uno. “Los cristianos gozáis de la más plena libertad, con la consecuente responsabilidad personal, para intervenir como mejor os plazca en cuestiones de índole política, social, cultural, etcétera”[21].
“Quien ama con caridad a los demás, es ante todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es (…) intrínseca a ella. La justicia es la primera vía de la caridad”[22]. Y viceversa: la lucha por el bien común siempre estará guiada por la comprensión y el respeto. No tendría sentido buscar la justicia con dureza de corazón o alegrarnos de algo objetivamente malo porque confirma nuestra opinión.
Ante personas cercanas que sufren las consecuencias de acciones o modos de vida contrarios a la moral, o que rectifican y quieren acercarse a Dios o a otro estilo de vida, la única postura posible en un cristiano es el acompañamiento lleno de cariño y comprensión, nunca una respuesta autocomplaciente que mira a los demás por encima del hombro. Al igual que la Iglesia entra en diálogo con el mundo desde la caridad, nosotros, desde el mundo, buscamos una conversación abierta a todos, que incluya a todos y no se cierre ante propuestas que percibimos como amenazas, sino que sepa acoger distintos puntos de vista, aprendiendo de los demás.
Tampoco los apóstoles eran un conjunto uniforme. Venían de entornos distintos, tenían diferentes profesiones, caracteres a veces poco compatibles, opiniones opuestas… Pero los unía el amor a Cristo y la misión de llevar al mundo la Buena Nueva. Así, conjugando la primacía de Pedro y la colegialidad con su propia identidad, cumplieron el mandato de Cristo: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura” (Mc 16,15).
La promesa de Jesús
Esta obligación cristiana del amor al prójimo se realiza, como todas, partiendo del amor de Dios por los hombres. Es Él quien transforma los corazones y renueva el mundo: “La caridad y la justicia no son únicamente acciones sociales, sino que son acciones espirituales realizadas a la luz del Espíritu Santo”[23].
Sabemos que no podemos conseguir una justicia perfecta en la tierra, y contamos con la justicia de la vida eterna. Sin embargo, eso no nos lleva a descuidar nuestros deberes terrenos, porque sabemos que la vida eterna dependerá de lo que nos hayamos esforzado aquí por vivir ese “a mí me lo hicisteis” de Jesús. Esperamos transformar el mundo, contribuir a la felicidad de aquellos que nos rodean, y ser felices así también nosotros, porque oímos de labios de Jesús lo que prometió un día a quienes le escuchaban: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados” (Mt 5,6).
[1] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 400.
[2] San Josemaría, Carta n. 3 (“Sobre la misión del cristiano en la vida social”), n. 31.
[3] Francisco, Fratelli tutti, n. 57.
[4] Francisco, Fratelli tutti, n. 85.
[5] Fernando Ocáriz, Carta 19.III.2020, n. 7.
[6] Aleluya de la Solemnidad de Pentecostés, ciclo B.
[7] Benedicto XVI, Audiencia 1-II-2012.
[8] Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 36.
[9] Íd., n. 75.
[10] Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 2.
[11] San Josemaría, Carta n. 3, n. 37.
[12] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2032; 2420.
[13] Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 164.
[14] Cfr. íd, n. 171.
[15] Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 186.
[16] Íd., n. 185.
[17] Íd., n. 189.
[18] Íd., n. 195.
[19] Benedicto XVI, Audiencia general, 25-IV-2012.
[20] Francisco, Fratelli tutti, n. 181.
[21] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 11.
[22] Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 6.
[23] Benedicto XVI, Audiencia general, 25-IV-2012.