Betania está a tres kilómetros de Jerusalén. Jesús y sus discípulos están a la mesa en casa de una familia amiga. Allí se encuentra una mujer que juega con un pequeño frasco de alabastro entre sus manos, mientras espera con impaciencia el instante oportuno para actuar. Estos recipientes eran pequeñas vasijas de piedra, muchas veces decorados, con el cuello muy estrecho para que solamente pudieran pasar pocas gotas del líquido que contenían dentro; esta forma los hacía especialmente útiles para dispersar fragancias o ungüentos. La mujer había llenado el pequeño frasco con “perfume de nardo puro de mucho precio” (Mc 14,3).
Ahora piensa que ha llegado el momento. Se levanta y, acercándose a Jesús, rompe el frasco probablemente por aquella parte más angosta. La vistosa vasija, que podía haberse utilizado también como decoración, no estaba destinada a conservarse en algún rincón de su casa. El perfume, que sería la envidia de sus conocidas, tampoco era para utilizarlo en ella misma. Podía haber optado por derramar sobre Cristo tan solo una parte, unas cuantas gotas, sin necesidad de romper su recipiente: la justa medida para que constara públicamente su adhesión al Maestro. Pero su corazón le pide verterlo todo, derramar sobre Jesús todo lo que tenía entre manos. Detrás de este gesto habría mucho trabajo, horas, pensamientos, sacrificios, afectos, sueños: todo era para su Maestro.
En el aire de la habitación se mezclan el aroma de nardo y el amor de esta mujer. Por eso Jesús se ve movido a decir: «Yo os aseguro: dondequiera que se proclame esta buena nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que esta ha hecho» (Mt 26,13).
Con todas mis fuerzas
Esas mismas palabras de Cristo podemos aplicarlas a la beata Guadalupe Ortiz de Landázuri y a todos los santos y santas de la Iglesia Católica: en el mundo entero se habla de lo que han hecho. Benedicto XVI, en una ocasión, recordó a las mujeres que Jesús encontró en el camino y que pusieron su vida al servicio del Evangelio: la profetisa Ana, la samaritana, la mujer siro-fenicia, la hemorroísa, la pecadora perdonada, María Magdalena, Juana, Susana, las que no abandonaron a Jesús durante su Pasión y «otras muchas» (Lc 8,3), además de todas las cristianas de aquellos primeros años que vienen mencionadas en el Nuevo Testamento[1]. Esto ha sido constante a lo largo de la historia: la Iglesia siempre ha estado adornada por mujeres santas, entre las que además se cuentan cuatro Doctoras de la Iglesia. En este largo catálogo aparece ahora también Guadalupe por haber vivido, impulsada por el Espíritu Santo, las virtudes de manera heroica y discreta siguiendo el espíritu del Opus Dei. La santidad de todas estas mujeres, en palabras del Papa Francisco, «es el rostro más bello de la Iglesia»[2], su imagen más auténtica, porque se trata del desarrollo de la vida del mismo Cristo dentro de cada persona.
El 19 de marzo de 1944, Guadalupe, como la mujer de Betania, rompió el frasco que contenía lo más valioso que tenía: su propia vida. Desde aquel día, vivió para ungir a Jesús con el perfume de su libertad
Muchas de estas mujeres podrían recordar el momento en el que Dios quiso meterse en su vida de un modo nuevo, con una intensidad especial, tal vez porque estaban ya preparadas para lanzarse a una aventura divina. En este sentido, el Decreto sobre las virtudes de Guadalupe, después de repasar brevemente su años de infancia y juventud, da cuenta de su encuentro con san Josemaría, el 25 de enero de 1944. Era la tarde invernal de un martes. Acudió por recomendación de un amigo, con el que había coincidido en el tranvía después de Misa. Guadalupe recuerda lo que experimentó, pasado un breve intercambio de palabras con el fundador del Opus Dei: «Tuve la sensación clara de que Dios me hablaba a través de aquel sacerdote (…). Sentí una fe grande, fuerte reflejo de la suya… y me puse interiormente en sus manos para toda mi vida»[3]. Durante los días que siguieron a aquel encuentro –señala el Decreto– Guadalupe «entendió con claridad que Dios la llamaba para servir a la Iglesia a través del trabajo hecho por amor y del apostolado en las circunstancias de la vida ordinaria»[4].
Desde aquel día comenzó a frecuentar el primer centro de mujeres del Opus Dei, ubicado en la calle Jorge Manrique, en Madrid, donde poco a poco incorporaba a su vida sencillas costumbres de piedad. El 19 de marzo de 1944, después de hacer un curso de retiro, pasados menos de dos meses desde que había conocido al fundador del Opus Dei, Guadalupe pidió la admisión en la Obra. «Dios, en su gran bondad, quiere que trabaje en ella con todas mis fuerzas»[5], escribió en una carta dirigida a san Josemaría. Aquel día Guadalupe, como la mujer de Betania, quiso romper el frasco que contenía lo más valioso que tenía: su propia vida. Aquel día –y todos los que vinieron a continuación– Guadalupe quiso ungir a Jesús con el perfume de su libertad.
Lo que llevo dentro
El Decreto sobre las virtudes se explaya al repasar múltiples facetas de su personalidad: «la alegría contagiosa, la fortaleza para afrontar las adversidades, el optimismo cristiano en circunstancias difíciles y su entrega a los demás». Se recuerdan detalles de su generosidad con quienes la rodeaban, especialmente cuando se trataba de entregar su tiempo; se da cuenta de su amabilidad, de su obediencia, sobriedad y tenacidad. El mismo documento no deja de resaltar su fe, manifestada en «la aceptación alegre de la voluntad de Dios», su esperanza y su caridad.
Esta lista puede hacernos pensar que Guadalupe era una persona fuera de lo común. Alguien que tiene todas esas virtudes probablemente contrasta con la impresión que tenemos de nuestra propia vida, en la que muchas veces no sabemos ni siquiera por dónde empezar a luchar. Ante esto podemos recordar que la santidad es, sobre todo, una obra que realiza Dios en nosotros. Y, por otro lado, también es bueno ser conscientes de que Guadalupe no la alcanzó de la noche a la mañana. El Señor cuenta con nuestra historia, con nuestras tareas, con la relación con quienes nos rodean, para moldear poco a poco esa santidad única en cada persona. San Josemaría, con su experiencia de sacerdote, decía que «las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo»[6].
En ese sentido, las cartas enviadas por Guadalupe al fundador del Opus Dei a lo largo de los años, en las cuales descubría con delicadeza su alma, son testigos de los defectos que día a día ella misma detectaba en su carácter[7]. Aunque muchas veces estas debilidades se repetían diariamente, esto no era una razón para resignarse. Su amor a Dios supo sobreponerse ante ellas. La fuerza que ofrece el Señor a través de los sacramentos y a través de la vida de piedad es la que resplandece detrás de aquella descripción de las virtudes de Guadalupe. Faltando pocos días para abordar el avión que la llevaría hasta tierras americanas, para poner allí las primeras semillas del apostolado del Opus Dei, señalaba: «En la oración y en la Misa me esfuerzo mucho (…). Cada vez noto más que lo hago todo por lo que llevo dentro, y eso me da mucha paz»[8].
¿Será este el camino hacia al Cielo?
Fueron muy variadas las actividades a las que, según el documento de la Congregación para las causas de los santos, se dedicó la beata Guadalupe. Todas estas tareas constituyen el ambiente dentro del cual puede fraguar la santidad: una residencia universitaria, un dispensario médico, en medio de talleres manuales o de escritura, moviéndose de pueblo en pueblo, en las oficinas desde donde se orienta el apostolado del Opus Dei, en las aulas de química o de ciencias domésticas, o en la habitación de un hospital[9]. En la agitación de ese traqueteo diario, lo más común es no ser totalmente conscientes del trabajo que realiza el Espíritu Santo en nuestra alma. De hecho, de ordinario el alma se calienta poco a poco. Sucede en la vida espiritual como cuando los niños aprenden a hablar: lentamente, metidos en la conversación diaria, a fuerza de uso, su lenguaje se va enriqueciendo imperceptiblemente. Así se metió Dios en la vida de Guadalupe.
La santidad es una obra que hace el Espíritu Santo en nosotros. Y para ello cuenta con nuestra historia, nuestras tareas, con la relación con quienes nos rodean, para ir moldeando esa imagen suya que es única en cada uno
En marzo de 1950 habían salido hacia México las tres primeras mujeres del Opus Dei que vivirían en ese país. Serían años de extender su apostolado por varias ciudades, a través de diversas iniciativas educativas y sociales. Por ejemplo, desde 1951, se habían hecho cargo de rehabilitar una antigua casa de campo –Montefalco– que utilizarían para impulsar socialmente la zona, además de organizar allí actividades destinadas a dar formación cristiana[10]. Guadalupe estuvo allí, entre otros muchos momentos, en abril de 1955 para vivir unas jornadas de retiro espiritual. Días después confiaba por carta su experiencia a san Josemaría, quien se encontraba en Roma. Le decía que no había tenido «ni altos ni bajos», pero que estaba encontrando a Dios con naturalidad en las cosas que hacía. Al final le transmitía también una inquietud: «Esa seguridad de Dios en mi camino, junto a mí, me da ilusión en todo, me hace fácil las cosas que antes no me gustaba hacer, de modo que, sin pensarlo, las hago. Padre, tengo una preocupación: ¿será de verdad el camino que llevo el del Cielo? Lo encuentro demasiado cómodo, pues no tengo problemas personales, casi nunca»[11].
La realidad es que, aunque la impresión de Guadalupe podía ser distinta, no faltaban problemas. Había pasado poco tiempo desde que la descripción de Montefalco era la de tener dos habitaciones con camas plegables, dos baños para casi cuarenta personas, además de las constantes instrucciones para no gastar ni una gota de agua de más, porque se terminaba rápidamente. Se insiste en no lavar «ni un pañuelo» en la casa[12]. Además, era Guadalupe quien estaba al frente de la preparación de las mujeres que pudieran encargarse de los apostolados del Opus Dei en varias ciudades mexicanas e incluso en varios países en los que se pensaba iniciar el trabajo. A todo esto, tampoco tenía dinero: había escrito a algunas de la Obra que estaban en Estados Unidos para pedirles un poco de ropa, ya que a las mexicanas se les habían terminado todos los préstamos al comprar los billetes de una que debía viajar a Roma. Nada de esto era demasiado cómodo ni era una real ausencia de problemas. Pero desde sus 27 años, el espíritu el Opus Dei le había ayudado a encontrar en la multitud de pequeñas dificultades una oportunidad para identificarse con la Cruz de Jesús. A san Josemaría le gustaba pensar que la santidad en la vida ordinaria es como un plano inclinado en el que, imperceptiblemente, se puede ascender hasta la más elevada unión con Dios.
Dios se metió en la vida de Guadalupe lentamente, de modo casi imperceptible, hasta hacerse tan imprescindible que la nueva beata lo encontraba con naturalidad en todas las cosas que hacía
También en este sentido, el fundador del Opus Dei, bastantes años después, con la conciencia de haber empleado su vida en transmitir ese espíritu que Dios le había confiado, decía a sus hijos durante una reunión familiar el 2 de enero de 1971: «Con la gracia del Señor, os he enseñado un camino, un modo de llegar al Cielo. Os he dado un medio para arribar al fin, de una manera contemplativa. El Señor nos concede esa contemplación, que de ordinario apenas sentís»[13].
Adonde vayas iré
El Padre, en su carta del 9 de enero de 2018, nos recordaba la historia de Rut, una de las grandes mujeres que protagonizaron la historia de la Salvación. Se fijaba, concretamente, cómo en su vida «libertad y entrega echan raíces en un profundo sentido de pertenencia a la familia»[14]. Rut era moabita pero contrajo matrimonio con un joven judío que había llegado a tierras extranjeras en busca de un mejor futuro. En su nueva familia, Rut encontró el sentido de su existencia: encontró al único Dios, sus palabras, su culto, su pueblo. Al poco tiempo, sin embargo, murieron los tres varones de la familia. Entonces Noemí, la suegra de Rut, entre lágrimas de tristeza, la anima a volver a su tierra, a sus dioses y allí rehacer su vida. Noemí, una mujer ya mayor, sabía que no podría ofrecer un futuro seguro ni con comodidades para sus nueras. Pero Rut le respondió: «No me obligues a marcharme y a alejarme de ti, pues adonde vayas iré y donde pases las noches las pasaré yo; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios» (Rt 1,16).
El corazón de Guadalupe, aunque aquejado de graves problemas médicos, no conocía fronteras: fue un corazón enamorado, por eso la nueva beata fue tan feliz
Son numerosas las generaciones que han hablado de la fidelidad de Rut, así como de la mujer que derramó aquel perfume sobre Jesús. Muchos artistas han visto en su historia de fidelidad un motivo de inspiración. Las palabras citadas bien las podemos aplicar a los momentos en los que Guadalupe descubrió su llamada a la santidad en el Opus Dei: «Tu pueblo será mi pueblo». En sus cartas se manifiesta claramente esta convicción que caló muy pronto en su alma: la de estar dispuesta a lo que fuera por su familia y buscar siempre la felicidad de quienes la rodeaban. Escribía en diciembre de 1950: «Hoy he escrito para la Navidad a todas las nuestras de España, Roma, Chicago e Irlanda»[15]. En otra ocasión, enviaba unas letras a la directora de un centro del Opus Dei: «A querernos nosotras también, aunque a veces cueste un poquito, ¿de acuerdo? Ocúpate mucho de las nuestras (de todas)»[16]. Su corazón, aunque aquejado de graves problemas médicos, no conocía fronteras. Lo mismo sucedía con las personas que se acercaban a los medios de formación del Opus Dei. Esa aparente falta de dificultades en su vida era también fruto de estar pensando continuamente en los demás.
En junio de 1975 Guadalupe es internada en la Clínica de la Universidad de Navarra para una larga sucesión de chequeos médicos. Esto no hace que pierda su buen humor y, en sus cartas, compare sus sosegadas rutinas en el hospital a las del un balneario[17]. Fue finalmente operada el 1 de julio, pocos días después del fallecimiento de san Josemaría. En plena fase de recuperación, escribe a Roma para agradecer todas las oraciones por su salud: «Aquí me tenéis. Todos tenemos un poco de parte en este asunto. El Padre, el primero, y por su intercesión, vuestra petición constante ha sido oída, y aquí aparezco con un corazón que hace ‘pon, pon…’ rítmicamente y con fuerza»[18]. Probablemente estas fueron las últimas letras escritas por Guadalupe Ortiz de Landázuri. Cuando las tuvo en sus manos el beato Álvaro del Portillo, escribió al lado: “Guadalupe Ortiz de Landázuri está, con el Padre, en el Cielo”. Y ahora su corazón tiene más ritmo y fuerza que nunca.
Andrés Cárdenas M.
[1] Cfr. Benedicto XVI, Audiencia 14-II-2007.
[2] Francisco, Ex. ap. Gaudete et exsultate (19-III-2018), n. 9.
[3] Manuscrito autógrafo, VII-1975, citado en Mercedes Eguíbar, Guadalupe Ortiz de Landázuri, Ediciones Palabra, Madrid, 2001, p. 45.
[4] Decreto sobre las virtudes de Guadalupe Ortiz de Landázuri, 4-V-2017.
[5] Carta a san Josemaría, 19-III-1944.
[6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 78.
[7] Cfr. Letras a un santo, Oficina de información del Opus Dei, 2018.
[8] Carta a san Josemaría, 28-II-1950.
[9] Cfr. Decreto sobre las virtudes de Guadalupe Ortiz de Landázuri, 4-V-2017.
[10] «Montefalco, 1950: una iniciativa pionera para la promoción de la mujer en el ámbito rural mexicano», en Studia et documenta, n.2, EDUSC, Roma, 2008, p. 214.
[11] Carta a san Josemaría, 24-IV-1955.
[12] Cfr. Mercedes Montero, En Vanguardia, Rialp, Madrid, 2019, pp. 183-184.
[13] San Josemaría, En diálogo con el Señor, edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 2017, p. 286.
[14] Del Padre, Carta, 9-I-2018, n. 9.
[15] Carta a san Josemaría, 18-XII-1950.
[16] Carta a Cristina Ponce, II-1954.
[17] Cfr. Carta a Mercedes Peláez, 22-VI-1975.
[18] Carta a Carmen Ramos, 13-VII-1975.