Miguel nació en una familia cristiana y desde muy pequeño supo quién era Dios. Iba a la Iglesia y recibió los sacramentos, pero en la adolescencia se alejó de la práctica religiosa. Empezó a hacerse muchas preguntas y no encontraba respuesta. Y reconoce que, aunque un pepito grillo, la voz de su conciencia, le animaba a profundizar en su fe cristiana, al final la comodidad le hacía desistir. “Una parte de mí estaba inquieta –señala Miguel– pero otra decía “bah, no te compliques, esto es una rallada momentánea, ya se te pasará”.
Salir de la zona de confort no es fácil para nadie y para Miguel tampoco. El problema es que, como explica con claridad, “lo que al principio era una pequeña fractura en mi fe se fue convirtiendo en un abismo”.
Porque esas dudas, primero intelectuales, iban transformando su manera de vivir. “Al principio era ‘no tengo claro si Dios existe´ y luego ‘pues si no sé si Dios existe, es absurdo ir a misa los domingos’’.
La pescadilla que se muerde la cola. Con el tiempo, Miguel pensaba que quizás lo que tenía que hacer es volver a su fe y a la práctica religiosa pero cada vez se le hacía más costoso “me sentía incapaz de cambiar mi manera de vivir, de divertirme… en el fondo me podía mi comodidad. A veces también pensaba que era joven, que era el momento de pasarlo bien y que, si me hacía cristiano, me iba a aburrir más”.
Primera parada: Colegio Mayor Guadaira
En este proceso, hubo un punto de inflexión con nombre propio. Miguel deja Cáceres para estudiar en Sevilla y se fue a vivir al Colegio Mayor Guadaira, una obra corporativa del Opus Dei. Allí empieza a conocer a jóvenes como él que practican su fe. “En el colegio mayor había charlas de formación cristiana, me animaron a asistir porque veían que yo tenía inquietudes y hacía muchas preguntas, pero yo declinaba: no quería líos y además me pesaban los prejuicios”.
Pero a pesar de las negativas, el ejemplo de algunos residentes que sí eran cristianos empezó a calarle. “Eran como yo, tenían mi edad, salían… era todo igual, pero estaban con Dios y eran felices y yo, sin embargo, seguía con mis dudas y mis ralladas”.
Cuando se le pregunta a Miguel por sus ralladas no vacila. “Creo que todos nos preguntamos cuál es nuestro papel en el mundo, qué quiero hacer con mi vida, a qué aspiro. Yo lo pensaba y entendía que el fin de mi vida no podía ser ganar pasta o ser famoso porque son cosas vacías. A veces me preocupaba no estar orientando bien mi vida”.
Segunda parada: Roma y algo más que una amiga
Hay un segundo hito en este camino. Miguel se fue una temporada a Roma y la distancia le ayudó a poner negro sobre blanco. “En Roma mi vacío continuaba. Y además me di cuenta que echaba mucho de menos el colegio, a mis amigos. Volví más humilde reconociendo que me faltaba algo y que quizás había llegado el momento de probar algo nuevo, de retomar mi formación cristiana”.
En esta decisión pesó también una razón, digamos, afectiva: “influyó que me hice amigo de una chica, que ahora es mi novia, que tenía una fe muy sólida. Ella me animó a tomarme en serio la fe y a vivir de otra manera. Me alentaba a no ser cómodo: ‘con lo fácil que tienes crecer en tu formación cristiana´, me decía.
Así que Miguel decidió hablar con el capellán del colegio mayor. “Él venía de Rusia, había vivido cosas muy fuertes y me ayudó mucho. Recuerdo en especial que yo tenía un problema serio para perdonar a algunas personas que me habían hecho daño y él me repetía: ‘si no eres capaz de perdonar no vas a ser feliz’ y me lo ilustró con el ejemplo de un hombre que había sufrido el asesinato de su hija. Yo no tenía que perdonar tanto, pero me sentía incapaz. Cuando conseguí dar el paso me dí cuenta que el sacerdote tenía razón: perdonar te cura el corazón”.
A partir de ese momento, Miguel volvió a los sacramentos y la práctica religiosa, a vivir esa fe que languidecía desde hacía mucho tiempo. Empezó a rezar y descubrió el Evangelio. “De repente entendí que lo que estaba allí escrito era para mí, me hablaba de mi vida”.
Tercera parada: Roma, again
Y hay todavía un tercer jalón en esta carrera de fondo porque, como dice Miguel varias veces a lo largo de la entrevista, “la vida cristiana es un maratón, no un 100 metros lisos”.
“Ese año decidí ir al Univ que es un viaje a Roma para, entre otras cosas, vivir cerca del Papa la Semana Santa acompañado de jóvenes de todo el mundo. Allí conocí a chicos que se tomaban en serio su fe, que cogían un avión para asistir a una charla de formación y yo pensaba… ‘tengo esas charlas en mi colegio mayor y a veces me da pereza’.
El contacto con la universalidad de la Iglesia y con las huellas de los primeros cristianos fue definitivo para asentar una conversión recién estrenada. Miguel es realista y sabe que una cosa es empezar el camino y otra recorrerlo pero ahora, al menos, no tiene dudas sobre la orientación de ese camino.
“¿Qué ha cambiado? Soy feliz. He entendido que es imposible ser feliz si no eres una buena persona y yo para ser buena persona necesito a Dios. Así que, en mi caso, para ser feliz necesito a Dios. Y eso que muchas veces son cosas pequeñas, detalles de ayuda a los demás, una pequeña oración antes de ponerme a trabajar, mirar con más cariño a la gente. Todo esto no sería posible sin la ayuda de Dios. Hay veces que me sorprendo con reacciones de comprensión o generosidad y pienso: `esto, el Miguel de hace 5 años no lo hubiera hecho’. Por eso ahora sé que Dios está aquí… y, en realidad, siempre lo ha estado, a lo largo de todo este recorrido”.
Vídeos: María Villarino y Pablo Serrano
Textos: Ana Sanchez de la Nieta e Inma de Juan
Producción: Carmen García Herrería