Dos pecadoras La contrición y el amor misericordioso
Simón el fariseo tenía gran interés en invitar al Maestro. Y resulta que una mujer, pecadora conocida, viene a turbar ese encuentro. Ella está llorando y con esas lágrimas lava los pies de Jesús y los seca con sus cabellos. Rompe un vaso de alabastro y extiende sobre Cristo el perfume que contenía.
Simón no lo entiende. Si el Maestro no es capaz de adivinar que esa mujer es una pecadora, no es un profeta. Pero Jesús es más que un profeta, es la palabra que escruta los corazones, es juez. Toma aparte a su anfitrión: «Tengo algo que decirte». Una parábola hace comprender a Simón lo que está pasando: «Te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le son perdonados, porque ha mostrado mucho amor». Después dice a la mujer: «Tus pecados quedan perdonados». ¿Quién es éste para perdonar los pecados?, se preguntan los convidados. Sólo Dios puede hacerlo. Luego Jesús manifiesta su divinidad. La pecadora había tenido confianza en la misericordia todopoderosa de Jesús. «Tu fe te ha salvado, vete en paz» (cf. Lc 7, 36-50). Su llanto se transforma en lágrimas de alegría.
Bajo el signo de la paz –«la paz esté con vosotros»– y en la alegría de la resurrección, Jesús instituye el sacramento de la penitencia soplando sobre los apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (n 20, 19.22-23).
Josemaría llamaba a la penitencia el sacramento de la alegría. La condición para obtener el perdón es la contrición, que nace del amor de Dios, Uno y Trino, por el hombre: del Padre misericordioso, de Jesús, el Amigo que ama con toda la locura divina de su corazón (cf. Forja 2), y del Espíritu de Amor, que consuela en el dolor.
Sólo es necesaria la contrición: el dolor del alma, un dolor que no es necesariamente sensible, y la firme resolución de no volver a pecar, con la gracia de Dios. Para Josemaría la vida cristiana es una lucha para comenzar y recomenzar (cf. Amigos de Dios 219); su encuentro amoroso con Jesús en el sacramento de la reconciliación era al menos semanal. Lo que le empujaba era más el amor de Dios que cualquier otro pensamiento sobre sí mismo. Salía conmovido como un niño, asombrado por las divinas maravillas del Corazón misericordioso de Nuestro Señor (Amigos de Dios 73).
En medio del tumulto, escribas y fariseos le traen a una mujer sorprendida en adulterio y –san Juan lo precisa– la ponen bien a la vista (cf. n 8, 3). La pobre mujer se encuentra entre muchos hombres y baja los ojos para evitar encontrarse con sus miradas, que no son puras. No es más que un juguete en manos de aquellos hombres, un objeto que llevan y traen. Ella no les interesa, lo que quieren es poner al Maestro en apuros.
La mujer no se había movido. Ahora se encuentra sola ante Jesús. No declara su inocencia, espera a que Jesús hable, sabe que Jesús lo sabe todo y su silencio es como una confesión. El Salvador le pregunta qué ha pasado con los que la acusaban. Ninguno ha osado condenarla. «Tampoco yo te condeno. Vete y no peques más» (Jn 8, 11).
Dolor de Amor. –Porque Él es bueno. –Porque es tu Amigo, que dio por ti su Vida. –Porque todo lo bueno que tienes es suyo. –Porque le has ofendido tanto... Porque te ha perdonado...¡¡a ti!! –Llora, hijo mío, de dolor de Amor (Camino 436).
Agradecemos a la editorial Ciudad Nueva que nos haya permitido reproducir algunos párrafos del libro “15 días con Josemaría Escrivá”, escrito por D. Guillaume Derville.
- 15 días con Josemaría Escrivá (textos anteriormente publicados)