Un poeta imaginaba cómo las aves de las zonas costeras, sostenidas por la brisa, vuelan ebrias por el gozo de contemplar siempre la espuma del mar y la belleza del cielo. Si no tenemos la suerte de vivir al borde del océano, tal vez podemos recordar la impresión que se apodera de nosotros cada vez que volvemos de visita; no solo por la inmensidad del mar, por sus colores o por el ambiente que genera, sino también por su sonido. De hecho, ya son infinidad las grabaciones del sonido del mar que permiten, desde cualquier rincón del mundo, ganar un pequeño acceso a ese conjunto de voces —del agua, de las rocas, de las aves, de la arena— tan tonificadoras para quien las escucha. San Josemaría imaginaba las virtudes precisamente como cada uno de estos sonidos, tan distintos en timbre e intensidad, pero que en conjunto forman la música marina: «Así como el clamor del océano se compone del ruido de cada una de las olas, así la santidad de vuestro apostolado se compone de las virtudes personales de cada uno de vosotros»[1].
Ser perfectos no es ser iguales
Escribe san Jerónimo que «Jesucristo no manda cosas imposibles, sino perfectas»[2]. Ante esto podríamos objetar que justamente lo perfecto se nos aparece muchas veces como imposible. ¿Quién se atreve a decir sobre sí mismo que sus acciones son «perfectas»? Además, los testimonios de los santos van precisamente en dirección contraria: ellos, conforme se acercan a la luz de Dios, son cada vez más conscientes de sus imperfecciones. La perplejidad aumenta si caemos en la cuenta de que el fragmento del Evangelio al que se refiere san Jerónimo es precisamente un mandato de Jesús: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). ¿Qué misterio esconden estas palabras?
Una primera aclaración necesaria tiene que ver quizá con nuestra comprensión de «perfecto» como algo insuperable en su especie, algo que ya no puede mejorar más. Aplicada a la conducta de una persona, una tal idea de «perfección» puede alejarla tanto de nuestra experiencia común que incluso puede llegar a generarnos cierta repulsión. Sin embargo, el sentido más frecuente con el que se utiliza esta palabra en la Biblia tiene que ver con algo completo, realizado, que da todo lo que puede dar de sí. Se entiende así mejor que la invitación de Cristo a «ser perfectos» no es como el colofón de una lista de criterios a cumplir en todos los ámbitos de la vida, sino la coronación de un discurso en el que se habla de amar a todos, amigos y enemigos, como los ama Dios (cfr. Mt 5,43-48). «Ser santos no es hacer cada vez más cosas o cumplir ciertos estándares que nos hayamos impuesto. El camino a la santidad, como nos explica san Pablo, consiste en corresponder a la acción del Espíritu Santo, hasta que Cristo esté formado en nosotros (cfr. Ga 4,19)»[3].
En continuidad con este sentido de «perfección», el Catecismo de la Iglesia habla de las virtudes humanas señalando en primer lugar cómo «permiten a la persona no solo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma»[4]. Así como, para generar el sonido del mar, se mezclan todas las olas, siempre una distinta de la otra, en una vida santa suenan en armonía cada una de las virtudes: juntas dan forma a la mejor versión de cada uno. Y como en el mundo no hay dos personas iguales, tampoco hay dos maneras iguales de conjugar cada una de las virtudes. Para hacernos santos, es decir, para llevarnos hacia él, Dios cuenta con cada una de nuestras características, únicas, que él conoce mucho mejor que nosotros. Corresponde a cada uno adentrarse en «el misterio del proyecto único e irrepetible que Dios tiene para cada uno y que se realiza en medio de los más variados contextos y límites»[5]: hacer realidad, con la gracia de Dios y con nuestra libertad, al hijo amado, a la hija amada con los que el Señor ha soñado desde la eternidad. Por eso, desde muy pronto, decía san Josemaría a quienes se acercaban al Opus Dei: «Habéis de ser tan varios, como variados son los santos del cielo, que cada uno tiene sus notas personales especialísimas»[6].
La santidad es un traje a la medida
Las distintas virtudes no solo nos ayudan a optar por el bien en lugar del mal en una acción concreta; eso es bastante, pero es todavía poco. En realidad, ese dominio sobre nosotros mismos que constituyen las virtudes, la ordenación de nuestras fuerzas hacia el amor, nos impulsa a escoger lo mejor por encima de lo mediocre. A veces, una comprensión reductiva de la virtud ha hecho que la pensemos como un compromiso entre dos extremos negativos, como una mitad geométrica entre dos polos que queremos evitar. Así, en lugar de mirar hacia la cima, nos cuidamos más de no caer en el barranco de la derecha o de la izquierda. Y, sin embargo, Dios nos ha dado a cada uno nuestra propia cima, que corresponde a nuestro propio paisaje geológico, en el que emprendemos el camino; y en ese paisaje tenemos que descubrir tanto los distintos obstáculos o peligros que nos acechan como los terrenos en los que nuestras pisadas se agarran mejor al suelo.
Al comentar la ética aristotélica, santo Tomás señala que «lo medio para nosotros es lo que no excede ni falta de la debida proporción para nosotros. Por eso, este medio no es el mismo para todos»[7]. El santo dominico lo explica con la imagen del calzado, para el que cada persona tiene que encontrar su propia talla; el filósofo griego, por su parte, se sirve de la imagen de la comida, en el sentido de que no son sobrios de la misma manera un atleta y alguien que no realiza apenas ejercicio físico. Al no existir una manera única de vivir las virtudes, no parece un buen camino intentar escribir recetas universales para que alguien se torne en una persona ordenada, generosa o humilde. Además, como también comprendió Aristóteles, uno no llega a ser virtuoso solo por realizar externamente una serie de actos, sino por realizarlos con unas disposiciones interiores específicas: «En primer lugar, si sabe lo que hace; luego, si las elige y las elige por ellas mismas; y, en tercer lugar, si las hace con firmeza e inquebrantablemente»[8]. Por eso, si el ambiente formativo no impulsa a que las personas comprendan el interés de adquirir tal o cual virtud, y la escojan libremente movidos por el amor, los actos externos que supuestamente trabajan en esa dirección corren el riesgo de estar obrando en vano.
Deslumbrada por el hecho de que, para hacernos santos, el Señor quiera contar con los rasgos personales de cada uno, rezaba una mujer sencilla: «Haznos vivir nuestra vida, no como un juego de ajedrez en el que todo se calcula, no como un partido en el que todo es difícil, no como un teorema que nos rompe la cabeza, sino como una fiesta sin fin donde se renueva el encuentro contigo, como un baile, como una danza entre los brazos de tu gracia»[9].
Músculos que se flexionan en cualquier dirección
Uno de los indicadores de una buena forma física es que los músculos tienen una gran elasticidad. A base de ejercicios de estiramiento y de un buen cuidado de las articulaciones, el cuerpo puede alcanzar posiciones incluso difíciles de imaginar. Mantener esta flexibilidad muscular ayuda a evitar problemas causados por malas posturas continuadas y reduce la probabilidad de lesionarse. Algo análogo sucede con las virtudes en la vida espiritual, y por eso san Josemaría solía decir que «la santidad tiene la flexibilidad de los músculos sueltos»[10]. En ese sentido, explica, del mismo modo que a veces el amor de Dios nos llevará a esforzarnos por hacer algo que nos cuesta, otras veces nos llevará a optar por algo más cómodo y a agradecérselo.
No es casualidad que la palabra «virtud» provenga del latín virtus, que significa capacidad o fuerza, precisamente como los músculos. Las virtudes, en la medida en que han pasado a formar parte de nosotros, no solo nos permiten realizar los actos buenos con gusto y facilidad, sino que nos hacen flexibles para adoptar la dirección que pueda requerir cada circunstancia. Es verdad que las virtudes nos llevan a hacer las cosas de manera ordenada; pero, más profundamente, nos llevan a ser nosotros mismos ordenados, aunque en alguna circunstancia pueda no parecerlo externamente, o no sea oportuno concretarlo en una determinada manera.
Se cuenta que san Carlos Borromeo, siendo un joven obispo, tenía fama de ser una persona muy austera, que comía y bebía solo pan y agua, en las cantidades indispensables; sin embargo, si eso favorecía la relación con algunos, no tenía problema en tomar vino con la frecuencia que fuera necesaria[11]. «Si los cristianos actuáramos de otro modo —apostillaba el fundador del Opus Dei—, correríamos el riesgo de volvernos tiesos, sin vida, como una muñeca de trapo»[12]. Precisamente una de las cosas que más llama la atención de las muñecas de trapo es que no pueden dejar de sonreír. A todos nos gusta estar rodeados de personas alegres, pero porque lo son libremente, en el momento adecuado y con la medida adecuada, no porque han llegado a incorporar mecánicamente un determinado comportamiento.
San Francisco de Sales, muy al principio de su correspondencia con la que un día sería santa Juana de Chantal, la ponía en guardia contra la posible falta de libertad de hija de Dios hacia la que podía deslizarse, incluso a través de sus anhelos de vida cristiana. «Un alma que se ha apegado al ejercicio de la meditación, interrúmpela, y la verás salir con pena, ansiosa y asombrada. Un alma que tiene verdadera libertad saldrá con rostro ecuánime y corazón bondadoso al importuno que la ha molestado, porque todo es uno, o servir a Dios meditando, o servirle soportando al prójimo; ambas cosas son voluntad de Dios, pero el soportar al prójimo es necesario en este momento»[13].
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«¡Sed valientes!», animaba el Papa Francisco a un grupo de jóvenes polacos. «El mundo necesita vuestra libertad de espíritu, vuestra mirada confiada en el futuro, vuestra sed de verdad, bondad y belleza»[14]. La fuerza y la flexibilidad que nos ganan las virtudes son como el clamor del océano que insiste en mostrarnos su novedad y su belleza; además, manifiestan al Espíritu Santo nuestra docilidad para que Cristo se forme en nuestra alma de una manera única en la historia. No es extraño que el Catecismo nos hable de las virtudes precisamente en el capítulo sobre «la vocación del hombre»[15]: porque estamos llamados a vivir esa vida divina, estamos llamados a levantar la mirada hacia el horizonte, como aquellas aves costeras, confiados en que Dios sostiene nuestra lucha.
[1] San Josemaría, Camino, n. 960.
[2] San Jerónimo, citado en Catena Aurea, comentarios a Mt 5, 43-48.
[3] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral 28-X-2020, n. 6.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1803.
[5] Francisco, Gaudete et exsultate, n. 170.
[6] San Josemaría, Camino, n. 947.
[7] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Ética a Nicómaco, Libro II, lección VI.
[8] Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1105a-1105b.
[9] Sierva de Dios Madeleine Delbrêl, “El baile de la obediencia”.
[10] San Josemaría, Forja, n. 156. Citado en mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 6.
[11] Cfr. carta de san Francisco de Sales a la baronesa de Chantal, 14-X-1604.
[12] Forja, n. 156.
[13] San Francisco de Sales, carta a la baronesa de Chantal, 14-X-1604.
[14] Francisco, Mensaje, 15-VIII-2018.
[15] Catecismo de la Iglesia Católica, Tercera parte, Primera sección.