La vida cristiana es un constante buscar a Jesús y seguirle, sabiendo que quien le ha visto, ha visto al Padre[1]; y es también dejarse mirar por Él. El Señor se ha quedado en su Iglesia, y espera que le miremos. En la liturgia eucarística se alzan el pan y el vino consagrados para que Le miren los fieles. Cada día procuramos encontrarle en el Santísimo Sacramento, realmente presente, con su Carne y con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad[2]; y en las páginas del Evangelio, que relatan su paso entre los hombres.
¡Cómo sería la mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre, que no puede contener su alegría –«Magnificat anima mea Dominum!» –y su alma glorifica al Señor, desde que lo lleva dentro de sí y a su lado. ¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con Él y de tenerlo[3].
La mirada de Dios
«Si buscamos el principio de esta mirada, es necesario volver atrás al libro del Génesis, a aquel instante en que, tras la creación del hombre varón y mujer Dios vio que era muy bueno. Esta primera mirada del Creador se refleja en la mirada de Cristo»[4].
El Verbo encarnado nos contempla con ojos y rostro humanos. En la mirada de Jesucristo encontramos la fuente de nuestra alegría, el amor incondicional, la paz de sabernos queridos. Más todavía: en sus ojos vemos nuestra imagen auténtica, conocemos nuestra verdadera identidad. Somos fruto del amor de Dios, existimos porque Dios nos ama, y estamos destinados a verle un día cara a cara, viviendo su misma vida. Quiere hacernos totalmente suyos, hasta el punto de ser uno con el Hijo, como el Hijo es uno con el Padre[5].
«¡Deseo que experimentéis una mirada así! –decía Juan Pablo II en 1985– ¡Deseo que experimentéis la verdad de que Cristo os mira con amor! (...). Se puede también decir que en esta “mirada amorosa” de Cristo está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva»[6].
Jesús mira a cada uno y a la humanidad entera; se compadece de las multitudes, pero no las contempla como masa anónima; de todos pide amor, en singular. Fija sus ojos en el joven rico, inquieto ante la entrega; en Pedro, después de la traición; en la anciana pobre y generosa que deposita su limosna en el templo, pensando que nadie la ve. Jesús reposa su mirada en cada uno de nosotros.
La mirada de Cristo invita a la entrega, porque Él se da totalmente y nos quiere junto a sí; nos enseña a levantar los ojos hacia cosas grandes, libres de ataduras terrenas: una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme[7], pide al joven rico.
Si nos atrevemos a mirar al Redentor, sentiremos el dolor por nuestros pecados y la necesidad de conversión, penitencia y apostolado. Cuando Pedro, después de haberle negado, se encontró con la mirada del Señor, cayó en la cuenta de lo que había hecho: y salió afuera y lloró amargamente[8]. Aquel dolor se convirtió después en audacia de apóstol, en decisión de no ocultar más el Nombre de Jesucristo, y en gozo, hasta con las dificultades en el apostolado: salían gozosos de la presencia del Sanedrín, porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del Nombre[9].
Cuando nos sentimos ciegos, incapaces de verle a nuestro lado, le pedimos con humildad: ut videam!, ¡haz que vea, Señor!
Sus ojos devuelven la paz y la confianza, aunque nos dirijamos a Él tímidamente, como aquella mujer enferma que quiso sólo tocar su manto: Jesús se volvió y mirándola le dijo: –Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado. Y desde ese mismo momento quedó curada la mujer[10].
Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes. Con estas palabras empezaba San Josemaría sus ratos diarios de oración. Para la oración, es importante mirarle y saber que nos mira. En el cielo lo contemplaremos eternamente y sin sombras; pero también podemos descubrirlo en esta tierra, en la vida ordinaria: en el trabajo, en el hogar, en los demás, especialmente en quienes sufren. Para alimentar esa claridad, repetimos con fe, delante del Sagrario: creo firmemente que me ves siempre. Y cuando nos sentimos ciegos, incapaces de verle a nuestro lado, le pedimos con humildad: ut videam!, ¡haz que vea, Señor!
La mirada de Santa María
«La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable (...). Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo (...). Su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?” (Lc 2, 48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cfr. Jn 2, 5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la “parturienta”, ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cfr. Jn 19, 26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés (cfr. Hch 1, 14)»[11].
En la vida se suceden alegrías y penas, esperanzas y desilusiones, gozos y amarguras; el Señor espera que le busquemos en cada circunstancia exterior o interior. Aprendamos de María a mirarle con mirada interrogadora, dolorida, ardorosa o radiante; siempre llena de confianza. Aprendamos de Ella, sirviéndonos también de las imágenes de la Virgen que acompañan nuestra vida. La costumbre de buscar y de mirar esas imágenes, y el amor con que lo hagamos, prepararán el encuentro con el Hijo, fruto bendito de su vientre. Busquemos el rostro de Jesús, guiados por su Madre: rostro de niño en Belén, lacerado en el Calvario, glorioso después de la Resurrección. Esa búsqueda es en realidad la búsqueda del rostro de Dios, que lleva a orientar la existencia entera al encuentro con Jesús.
«Contemplando este rostro nos disponemos a acoger el misterio de la vida trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría del Espíritu Santo. Se realiza así también en nosotros la palabra de San Pablo: “Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más: así es como actúa el Señor, que es Espíritu” (2 Co 3, 18)»[12]. El cristiano tiene la apasionante misión de reflejar a Cristo para mostrar la mirada que Dios dirige a cada persona, como han hecho los santos. Al adorar al Señor en la Sagrada Eucaristía, por ejemplo durante las bendiciones con el Santísimo, vemos al que hemos traspasado, lleno de sangre y de heridas, y descubrimos el misterio del amor de Dios, el verdadero rostro de Dios[13].
Mirar al prójimo
La mirada no es solamente un acto físico; es una acción humana, que expresa las disposiciones del corazón. San Josemaría animaba a contemplar a los demás con las pupilas dilatadas por el amor, porque saber mirar es saber amar. Ciertamente hay miradas de amor y de indiferencia; miradas que muestran apertura y disponibilidad para comprender, acoger y servir; y miradas posesivas, cegadas por el egoísmo. Nosotros queremos mirar con ojos limpios, animados por la predicación del Maestro: bienaventurados los que tienen puro su corazón, porque ellos verán a Dios[14].
Hay miradas de amor y de indiferencia; miradas que muestran apertura y disponibilidad para comprender, acoger y servir.
Intentamos ejercitar las virtudes, conscientes de que hemos de luchar para santificar todos los aspectos de nuestra existencia, también la vista y los demás sentidos. Los ojos no son solamente una ventana por la que vemos el mundo y por donde entran imágenes, sino un cauce por el que expresamos las disposiciones, por donde salen nuestros deseos. La caridad, la compasión, la limpieza de corazón, la pobreza de espíritu y la disponibilidad para servir se desbordan a través de los ojos.
El afán apostólico comienza por descubrir las necesidades de los demás: la indefensión, las ataduras que ahogan la libertad, la confusión... Nos pondremos en el lugar del prójimo si estamos dispuestos a hacernos prójimo nosotros mismos[15]: a olvidar otros intereses menos nobles, a salir del torbellino de las preocupaciones personales para, como el buen samaritano, detenernos, gastar tiempo, e interesarnos por los problemas y preocupaciones de los demás. Es necesario abrir bien los ojos para adivinar y colmar la indigencia espiritual de quienes nos rodean.
El afán apostólico del cristiano lleva a no volver el rostro ante los problemas y las necesidades de todos hombres: la mirada de apóstol afirma el valor de cada hombre, considerado en sí mismo y no en la medida que satisface el propio interés. La verdad moral, como verdad del valor irrepetible de la persona, hecha a imagen de Dios, está cargada de exigencias para la libertad[16].
A su vez, el deseo impuro, el afán de poseer o la curiosidad morbosa, que crecen si no educamos positivamente la mirada, terminan por cegar el corazón. Guardamos la vista para Dios y para los demás. Rechazamos las imágenes que nos separan de Él porque alimentan al hombre viejo, de mirada triste y de corazón egoísta.
Aprender a mirar
Educar la mirada es una lucha importante, que influye en la apertura y la calidad de nuestro mundo interior. Se trata de descubrir a Dios en todo, y de huir de lo que pueda apartar de Él.
Aprender a mirar es, pues, un ejercicio de contemplación: si nos acostumbramos a contemplar lo más alto y hermoso, la mirada sentirá repulsa hacia lo bajo y sucio. Quien contempla asiduamente al Señor, en la Eucaristía y en las páginas del Evangelio, aprende a descubrirle también en los demás, detrás de las bellezas de la naturaleza o de las obras de arte. Disfruta más de lo bueno y adquiere sensibilidad para rechazar lo que enturbia.
Al mismo tiempo, como la vida en esta tierra es una lucha, estamos siempre expuestos a volver al barro. Aprender a mirar es también aprender a no mirar. No conviene mirar lo que no es lícito desear[17].
Las ofensas a Dios se presentan de diferentes modos ante nuestros ojos: algunas veces nos repugnan humanamente, y nos sale sincero y natural el rechazo, por ejemplo ante cosas violentas; otras veces el mal toma la forma de tentación, y se presenta con el atractivo de la carne, el egoísmo o el lujo.
En cualquier caso, siempre se puede convertir la actitud defensiva en actitud constructiva, con el valor redentor de los actos de desagravio. Desagraviar supone que veamos esas realidades en cuanto ofensa a Dios. No sólo como algo desagradable, que nos molesta; ni sólo como una tentación, que rechazamos; sino sobre todo en cuanto que ofenden a Dios.
Cuando Jesús dice que todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón[18], deja claro que el desorden en la mirada no consiste sobre todo en el mal uso de un sentido externo, sino que se mueve en un nivel más hondo: ese deseo muestra una visión equivocada de la persona, que deja de ser vista como digna de respeto, como hija de Dios. La mirada que dirijo sobre el otro decide sobre mi humanidad[19].
Si miramos a los demás con ojos limpios, con respeto, descubriremos en ellos nuestra propia dignidad de hijos de Dios, nos sentiremos siempre hijos de Dios Padre. Si, por el contrario, la vista se enturbia, también se deforma nuestra imagen interior. «Así como puedo aceptar o reducir al otro a cosa para usar o destruir, del mismo modo debo aceptar las consecuencias del propio modo de mirar, consecuencias que repercuten en mí»[20] La mirada es decisiva; tal como uno mira se siente mirado, porque tal como uno ama se siente amado.
* * *
San Josemaría nos ha enseñado a dirigir el corazón –con una jaculatoria, un beso, una inclinación de cabeza o un golpe de vista– a las cruces, y a no dejar de saludar, al menos con una mirada, a las imágenes de Nuestra Señora. Pequeños gestos que nos ayudan a vivir como contemplativos, con la esperanza de ver un día el rostro de Dios, cara a cara.
Vultum tuum, Domine, requiram (Sal 26, 8), buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no como en un espejo, y bajo imágenes oscuras... sino cara a cara (1 Co 13, 12). Sí, mi corazón está sediento de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo vendré y veré la faz de Dios? (Sal 41, 3)[21].
Estas palabras de San Josemaría describen el anhelo profundo del cristiano, que se mueve todavía entre sombras, y anhela de todo corazón la claridad de la luz de Dios, motivo de su esperanza.
C. Ruiz / M. de Sandoval
--------------------
[1] Cfr. Jn 14, 7.
[2] San Josemaría, Surco, n. 684.
[3] San Josemaría, Surco, n. 95.
[4] Juan Pablo II, Carta a los jóvenes en el Año Internacional de la Juventud, 31-III-1985, n. 7.
[5] Cfr. Jn 17, 21.
[6] Juan Pablo II, Carta a los jóvenes en el Año Internacional de la Juventud, 31-III-1985, n. 7.
[7] Mc 10, 21.
[8] Lc 22, 62.
[9] Hch 5, 41-42.
[10] Mt 9, 22.
[11] Juan Pablo II, Litt. apost. Rosarium Virginis Mariæ, 16-X-2002, n. 10.
[12] Ibid., n. 9.
[13] Cfr. J. Ratzinger, Intervención en el Congreso Il volto nascosto e trasfigurato di Cristo, Roma, 20-X-2001.
[14] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 175; Mt 5, 8.
[15] Cfr. J. Ratzinger, L’Europa di Benedetto nella crisi delle culture, p. 84; cfr. Lc 10, 29-37.
[16] Cfr. ibid., p. 81-82.
[17] S. Gregorio Magno, Moralia, 21, 2, 4.
[18] Mt 5, 28.
[19] Cfr. J. Ratzinger, L’Europa di Benedetto nella crisi delle culture, pp. 81-91.
[20] Ibid., pp. 86-87.
[21] San Josemaría, Santo Rosario, Apéndice, IV misterio de luz.