Meditaciones: miércoles de la 12.ª semana del tiempo ordinario

Reflexión para meditar el miércoles de la duodécima semana de tiempo ordinario. Los temas propuestos son: los falsos profetas; Unidad de vida; Amar el lugar en el que estamos.

Los falsos profetas.

Unidad de vida.

Amar el lugar en el que estamos.


JESÚS no tuvo reparos en rodearse de personas que no gozaban de buena fama entre el pueblo judío. Comía con publicanos, estaba dispuesto a entrar en casa de gentiles e, incluso, se acercaba y tocaba a los leprosos. Con sus gestos y sus palabras manifestaba una apertura a todos los hombres que, probablemente, sorprendería a sus contemporáneos. Él no amaba el pecado, pero sí al pecador. Por eso, en una ocasión quiso advertir a la gente de que el mayor peligro con el que se enfrentarían no sería tanto rodearse de gente que la sociedad rechaza. La mayor amenaza –dicho con palabras de hoy– sería la de aquellos que, teniéndose por justos, buscarán solamente su propio bienestar, su éxito y su posición. «Guardaos bien de los falsos profetas, que se os acercan disfrazados de oveja, pero por dentro son lobos voraces» (Mt 7,15).

Esos falsos profetas de los que hablaba el Señor eran aquellos que habían traicionado su verdadera identidad. En lugar de velar por el pueblo de Israel habían puesto su esperanza en las riquezas y en las alabanzas. En cambio, los auténticos profetas eran aquellos que hacían suyos los sufrimientos del pueblo. «Los grandes saben escuchar y de la escucha hacen, porque su confianza y su fuerza están en la roca del amor de Jesucristo»[1]. Conocer las preocupaciones y las ilusiones de las personas que la providencia de algún modo nos confía es una de las principales cualidades del Buen Pastor. Esto era lo que hacía el Señor: no huía de la compañía de nadie. Escuchaba los lamentos más profundos de las personas y les liberaba de sus miedos. En nuestra oración podemos preguntarnos: ¿conozco las alegrías y las tristezas de las personas que me rodean?


TODA la existencia de un cristiano está llamada a hacerse adoración de Dios (cfr. Jn 4,23), de modo que la luz de la gracia convierta los distintos espacios de nuestra vida en lugares habitables para el Señor y los demás. La unidad de vida permite que todas nuestras acciones estén encaminadas a Dios y a los demás en él. Esa unificación refuerza cada vez más nuestra identidad de hijos suyos en Cristo, por la fuerza del Espíritu Santo, que lo vivifica todo a través de la caridad y nos impulsa a la santidad y al apostolado en las ocupaciones de nuestra jornada.

La incoherencia de vida, en la que caen los «falsos profetas», es una falta de paz que quiebra el equilibrio personal. En la unidad de vida, por el contrario, hallamos progresivamente una mayor armonía, pues no dejamos que sean las circunstancias o el ambiente quienes dicten nuestra manera de ser o decidir: a la luz de la fe, podemos encontrar sentido a cada faceta de nuestra vida y de lo que nos sucede, tanto de lo bueno como de lo que parece malo o rechazable; aprendemos a reconciliarnos con el pasado y a hacernos amigos del presente. La amistad con Dios nos brinda la confianza necesaria para expresar nuestra identidad de cristianos en cualquier situación y para integrar la realidad en nuestra vida, sin vivir entre agujeros negros, esos espacios densos y cerrados en los que incluso la luz queda atrapada.

El fundamento de la unidad de vida se encuentra en la conciencia de nuestra filiación divina. Esto «nos lleva a rezar con confianza de hijos de Dios, a movernos por la vida con soltura de hijos de Dios, a razonar y decidir con libertad de hijos de Dios, a enfrentar el dolor y el sufrimiento con serenidad de hijos de Dios, a apreciar las cosas bellas como lo hace un hijo de Dios»[2]. Por eso san Josemaría decía que la filiación divina acaba informando la existencia entera: «Está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos»[3].


PARTE de la unidad de vida consiste en amar el lugar y el tiempo en el que vivimos. Creación y redención se realizan aquí, hoy y ahora, siempre que vibremos por conocer y comprender nuestro mundo, para amarlo como han hecho los santos. San Josemaría, por ejemplo, invitaba a no soñar «sueños vanos»[4], a huir de cualquier «mística ojalatera»[5]. La unidad de vida se disfruta en el lugar donde vivimos junto a Dios y con las personas que tenemos alrededor, procurando soñar con las actividades en las que estamos inmersos –para llenarlas de los dones de Dios– y sin tender a evadirnos a otros mundos más bellos pero irreales. San Pablo invita a los Tesalonicenses a trabajar y ganarse el sustento y a que se ayuden mutuamente a comportarse de ese modo (cfr. 2 Tes 3,6-15). Esta coherencia de vida nos permite al mismo tiempo ser flexibles ante lo imprevisible, porque al rezar y vivir para Dios y los demás, experimentamos que la caridad une lo que se presenta dividido y ordena lo que estaba disgregado Así, podemos asistir a una cita aunque hubiéramos preferido realizar un plan aparentemente mejor, o podemos pagar el billete del transporte público aunque el estado de ese servicio invite a rebelarse y no pagar, buscando alternativas en el modo de proponer mejoras.

Vivir así es luchar para poner en práctica la exhortación del Señor: «Que vuestro modo de hablar sea: “sí, sí”; “no, no”. Lo que exceda de esto, viene del Maligno» (Mt 5,37). Cristo señala un modo de hablar: un estilo de vida cristiano que se actualiza mediante la presencia de Dios, una «atención respetuosa a su presencia, reconocida o menospreciada en cada una de nuestras afirmaciones»[6], que se concreta en no mentir nunca, aunque en un momento dado eso nos pudiera sacar de algún apuro; comportarnos con dignidad, aunque nadie nos vea; no dar rienda suelta a la ira cuando nos ponemos al volante o jugamos un partido de fútbol. Como enseña el Concilio Vaticano II, los bautizados cumplen «fielmente sus deberes temporales, guiados por el Espíritu del Evangelio. […] Por su misma fe están más obligados a cumplirlos, cada uno según la vocación a la que ha sido llamado»[7]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a adquirir esa unidad de vida para que sepamos transmitir con autenticidad la alegría de vivir junto a su Hijo.


[1] Francisco, Homilía, 25-VI-2015.

[2] Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 3.

[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 146.

[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 8.

[5] San Josemaría, Conversaciones, n. 88.

[6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2153.

[7] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 43.