Meditaciones: domingo de la 11.ª semana del tiempo ordinario (ciclo B)

Reflexión para meditar el domingo de la undécima semana de tiempo ordinario. Los temas propuestos son: los ritmos de Dios; la fuerza de la semilla; el contraste entre la pequeñez y la grandeza.

- Los ritmos de Dios.

- La fuerza de la semilla.

- El contraste entre la pequeñez y la grandeza.


«ESCÚCHAME, Señor, que te llamo. Tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación»[1]. Estas peticiones de socorro, que se atribuyen al rey David (Sal 26,7.9), son el pórtico de la liturgia de hoy. Llenos de confianza elevamos un canto al Señor en este domingo para que atienda nuestras necesidades y nos acompañe en las dificultades que puedan surgir en nuestro caminar diario. Como señalaba Santa Teresa de Lisieux, nuestra oración es «un impulso del corazón (...), un grito de agradecimiento y de amor, tanto en medio del sufrimiento como en medio de la alegría. En una palabra, es algo grande, algo sobrenatural»[2] que nos dilata el alma y nos une a Jesús.

El Evangelio de este domingo nos propone dos breves parábolas: la de la semilla que germina y crece sola, y la del grano de mostaza (cfr. Mc 4,26-34). Son imágenes familiares tomadas del mundo rural, comprensibles para todos sus seguidores. «El Reino de Dios viene a ser como un hombre que echa la semilla sobre la tierra. Es como un grano de mostaza» (Mc 26.31). Tomando como ejemplo el modo en que crece la semilla, Jesús quiere explicar que no es posible juzgar la acción misteriosa de Dios por la pequeñez de sus primeros pasos. Aunque el Reino parezca algo discreto en los comienzos, en realidad contiene una enorme fuerza que se irá desplegando con el paso del tiempo.

A simple vista la semilla es muy pequeña. A veces, incluso, apenas es posible percibirla. Su valor parece casi insignificante. Sin embargo, una vez enterrada la semilla crece y crece, sin que nadie pueda pararla, dando un fruto que llega sin saberse muy bien cómo, superando las expectativas que el agricultor hubiera podido tener. La acción de Dios en el mundo y en la historia no suele ser espectacular ni trae consigo generalmente resultados inmediatos. De hecho, en ocasiones viene envuelta en aparentes fracasos. Pero en esa semilla, pequeña y discreta, se esconde ya la promesa de lo que está por venir. Cuando vemos que los frutos tardan en llegar, que nuestros deseos de conversión no siempre son eficaces, podemos mirar al Señor para depositar en él toda nuestra seguridad. Es cierto que a simple vista las cosas mejoran más lentamente de lo que deseamos, y que podemos sentirnos solos y sin medios humanos. Jesús nos recuerda que los comienzos son pequeños, porque la semilla primero tiene que crecer para adentro, en el seno de la tierra. Después, cuando Dios quiera, llegará el momento de recoger sus frutos, pues sus ritmos no son necesariamente como los nuestros.


LA PRIMERA parábola centra nuestra atención en la dinámica de la siembra. La semilla que se echa en la tierra brota tanto si el agricultor duerme como si está despierto, y crece por sí misma. En la siembra, el labrador confía en que su trabajo no será infructuoso; conoce el poder que tiene la semilla cuando recibe el agua necesaria para su desarrollo. Él no tiene más que esconder bien la pequeña simiente en el suelo y regarla cada cierto tiempo. Le sostiene también en su labor la confianza de la bondad de esa tierra que abraza la semilla que él ha depositado. «Porque la tierra produce fruto ella sola: primero hierba, después espiga y por fin trigo maduro en la espiga» (Mc 4,28).

«Ahora es el tiempo de la siembra, y el Señor asegura su crecimiento. Todo cristiano, por tanto, sabe bien que debe hacer todo lo que esté a su alcance, pero que el resultado final depende de Dios: esta convicción lo sostiene en el trabajo diario, especialmente en las situaciones difíciles»[3]. Colaborar en la siembra de la palabra divina en el corazón de los demás se parece mucho al trabajo del campo. El fruto no se percibe inmediatamente, y quizá incluso no lleguemos a verlo con nuestros propios ojos. Pero tenemos la seguridad de que la semilla está creciendo de un modo que supera nuestras expectativas. «No olvidemos nunca, cuando anunciamos la Palabra, que también donde parece que no sucede nada, en realidad el Espíritu Santo está trabajando y el reino de Dios ya está creciendo, a través y más allá de nuestros esfuerzos»[4].

Nuestro optimismo y nuestro compromiso se fundan en esta sólida confianza. Se lo escuchamos decir al apóstol Pablo cuando escribe a los cristianos de Corinto: no lo dudéis, «es Dios el que hace crecer» (1Co 3,7), nosotros somos simples «colaboradores» suyos (cfr. 1Cor 3,6-9). Nos da tranquilidad saber que el fruto no depende de lo que sepamos hacer con nuestras escasas fuerzas. En realidad, Dios se contenta con que hagamos lo que buenamente podamos. En esta línea, san Josemaría animaba a poner todos los medios humanos como si no existieran los sobrenaturales y, al revés, a poner todos los medios sobrenaturales como si no hubiera medios humanos al alcance de nuestras manos[5]. «Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios»[6]. La obra de Dios en la historia es fecunda, porque él es el Señor del Reino. Muchas veces lo que nos toca a nosotros es trabajar esperando pacientemente los frutos. La victoria del Señor es segura.


EL PEQUEÑO grano de mostaza, cuenta la segunda parábola, «una vez sembrado, crece y llega a hacerse mayor que todas las hortalizas, y echa ramas grandes, hasta el punto de que los pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra» (Mc 4,32). Una realidad tan pequeña se convierte con el paso de los días y de los meses en algo difícil de imaginar. Ese grano, que está lleno de vida, al partirse es capaz de romper el terreno y salir a la luz del sol y crecer hasta convertirse en árbol, alcanzando hasta tres metros de altura. «Solamente cuando se le tritura es cuando esparce su fuerza»[7].

Como sucedía en la primera parábola, aquí también brilla el contraste que existe entre la pequeñez de la semilla y la grandeza de lo que produce. Quizá es algo que también experimentamos en nuestra propia vida. Sabemos que el Señor nos ha llamado para cosas grandes, pero tal vez sentimos que no estamos a la altura. En realidad, Cristo no nos ha llamado por nuestros méritos, sino porque le ha dado la gana. Él no espera de nosotros que hagamos cosas extraordinarias, sino que tengamos la humildad de dejarle crecer en nuestra vida y confiar cada día en su oferta incondicional de amor. «La debilidad es la fuerza de la semilla, el partirse es su potencia. Así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña, compuesta por los pobres de corazón, por los que no confían solo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios, por quienes no son importantes a los ojos del mundo; y, sin embargo, precisamente a través de ellos irrumpe la fuerza de Cristo y transforma aquello que es aparentemente insignificante»[8].

No importa demasiado nuestra pequeñez. Nuestra fragilidad no es un obstáculo insalvable a la acción de la gracia. Dios hace crecer todo lo grande con la sobreabundancia de sus dones. «Echa lejos de ti esa desesperanza que te produce el conocimiento de tu miseria. –Es verdad: por tu prestigio económico, eres un cero..., por tu prestigio social, otro cero..., y otro por tus virtudes, y otro por tu talento… Pero, a la izquierda de esas negaciones, está Cristo... Y ¡qué cifra inconmensurable resulta!»[9]. La Virgen María acogió como «tierra buena» la semilla de la palabra divina. Podemos pedirle que fortalezca en nosotros esta confianza ante la evidente «desproporción entre los medios y los frutos que Dios suscita. Su poder salvífico no ha disminuido, pero espera de cada una y de cada uno de nosotros, así como de las personas que se cobijan a la sombra de este árbol frondoso, una correspondencia generosa, la mayor de la que seamos capaces, con su ayuda»[10].


[1] Antífona de entrada.

[2] Santa Teresa de Lisieux, Historia de un alma, p. 184.

[3] Benedicto XVI, Ángelus, 17-VI-2012.

[4] Francisco, Ángelus, 16-VII-2023.

[5] Cfr. Ernst Burkhart - Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, Rialp, Madrid 2013, vol. III, p. 187.

[6] San Ignacio de Loyola, citado en Pedro de Ribadeneira, Vida de san Ignacio de Loyola.

[7] San Ambrosio de Milán, Sobre el evangelio de Lucas, VII, 179-182: SC 52.

[8] Benedicto XVI, Ángelus, 17-VI-2012.

[9] San Josemaría, Camino, n. 473.

[10] Mons. Javier Echevarría, Carta pastoral, 1-X-2016.