Siempre os he enseñado, hijas e hijos queridísimos, que la raíz y el centro de vuestra vida espiritual es el Santo Sacrificio del Altar. Numerosas veces enseñó san Josemaría Escrivá, tanto de palabra como por escrito, que la Eucaristía es el centro y la raíz de la vida del cristiano. El autor del presente estudio, Ángel García Ibáñez, considera en primer lugar, el contenido teológico de la expresión utilizada por san Josemaría; después, sirviéndose también de sus enseñanzas, muestra qué implica dicha expresión en la existencia cotidiana del cristiano.
De modo particular solía abordar este tema cuando en su predicación exponía la doctrina católica sobre el Sacrificio Eucarístico, y cuando trataba de la vocación cristiana como un vivir en Cristo, con alma sacerdotal. «Si el Hijo de Dios —escribía en 1940— se hizo hombre y murió en una Cruz, fue para que todos los hombres seamos una sola cosa con Él y con el Padre. Todos, por tanto, estamos llamados a formar parte de esta divina unidad. Con alma sacerdotal, haciendo de la Santa Misa el centro de nuestra vida interior, buscamos estar con Jesús, entre Dios y los hombres»2.
A todos exhortaba a ser consecuentes con la centralidad de la Eucaristía en la vida de la Iglesia y de cada cristiano, llevando cotidianamente la entera existencia al Sacrificio Eucarístico: «Lucha por conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto —prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente—, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar...»3. Y su predicación iba acompañada con el ejemplo de la propia vida. Así lo testimonia Mons. Álvaro del Portillo: «Durante cuarenta años, día tras día, he sido testigo de su empeño por transformar cada jornada en un holocausto, en una prolongación del Sacrificio del Altar. La Santa Misa era el centro de su heroica dedicación al trabajo y la raíz que vivificaba su lucha interior, su vida de oración y de penitencia. Gracias a esa unión con el Sacrificio de Cristo, su actividad pastoral adquirió un valor santificador impresionante: verdaderamente, en cada una de sus jornadas, todo era operatio Dei, Opus Dei, un auténtico camino de oración, de intimidad con Dios, de identificación con Cristo en su entrega total para la salvación del mundo»4.
La Eucaristía, perpetuación en el tiempo de la Iglesia de la corriente de Amor trinitario por los hombres
Quiénes se acercan a los textos de san Josemaría en seguida constatan el profundo sentido de la filiación divina que en ellos se refleja, y la perspectiva trinitaria presente en todos sus escritos5. Por lo que se refiere a la Eucaristía, en la Homilía La Eucaristía, misterio de fe y de amor, pronunciada el 14 de abril de 1960, Jueves Santo, nos introduce en la consideración del Misterio Eucarístico en los siguientes términos:
«El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones.
»La alegría del Jueves Santo arranca de ahí: de comprender que el Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y —en lo que nos es posible entender— porque, movido por su Amor, quien no necesita nada, no quiere prescindir de nosotros. La Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza; lo ha redimido del pecado —del pecado de Adán que sobre toda su descendencia recayó, y de los pecados personales de cada uno— y desea vivamente morar en el alma nuestra... Esta corriente trinitaria de amor por los hombres se perpetúa de manera sublime en la Eucaristía»6.
La presencia y la actuación de la Trinidad en el Sacrificio eucarístico constituye el núcleo central de sus reflexiones. «La Santa Misa... es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano»7. Para san Josemaría la Eucaristía nos manifiesta y nos hace partícipes del amor del Padre, que en su plan salvífico envió a su Hijo unigénito al mundo para redimirnos y darnos la vida eterna. Nos muestra y nos ofrece el amor del Hijo, el Pan bajado del cielo que, obediente a la voluntad del Padre, entregó su vida por nosotros. Nos revela y nos comunica el amor del Espíritu Santo, por obra del cual el Verbo se hizo carne, y continúa haciéndose presente entre nosotros en cada celebración de la Eucaristía, ofreciéndonos su carne vivificada por el Espíritu.
«Toda la Trinidad está presente en el Sacrificio del Altar. Por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora»8. Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía, el Señor se hace presente en los signos sacramentales del pan y del vino, en el acto de ofrecer la propia vida al Padre para liberar la entera humanidad de la esclavitud del pecado. En Cristo y con Cristo se hace presente su obra salvífica, el Sacrificio de nuestra redención en la plenitud del Misterio Pascual, es decir, de su Pasión, Muerte y Resurrección. No se trata de una presencia estática, puramente pasiva, del Señor, ya que Él se hace presente con el dinamismo salvífico de su Muerte y Resurrección gloriosa; se hace presente como Persona que viene a nuestro encuentro para redimirnos, para manifestarnos su amor, para darnos su misma vida con el Pan de la vida eterna y el Cáliz de la eterna salvación, para unirnos a Sí y hacer posible que en Él —en Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo— restituyamos al Padre, en acción de gracias, todo lo que del Padre proviene.
«El amor de la Trinidad a los hombres hace que, de la presencia de Cristo en la Eucaristía, nazcan para la Iglesia y para la humanidad todas las gracias»9. De esta corriente trinitaria de amor que nos ofrece el Santísimo Sacramento, proviene la fuerza que permite a los cristianos vivir en Cristo, animados por un solo Espíritu, como hijos del Único Padre, amando hasta el don total de sí mismos, plenamente comprometidos en la edificación de la Iglesia y en la transformación del mundo según el proyecto divino. No es, pues, la Eucaristía un misterio que tan sólo podamos admirar a la luz de la fe; es infinitamente más, porque en este sacramento Jesucristo nos invita a acoger la salvación que nos ofrece, a recibir los dones sacrificiales de su Cuerpo y de su Sangre como alimento de vida eterna, permitiéndonos entrar en comunión con Él, con su Persona y su Sacrificio, y en comunión con todos los miembros de su Cuerpo Místico, la Iglesia.
La participación en el Sacrificio Eucarístico en las enseñanzas de san Josemaría Escrivá
En los escritos de san Josemaría se manifiesta una visión profundamente unitaria de los diversos aspectos del Misterio Eucarístico. De modo particular subraya la dimensión sacrificial de la liturgia eucarística, considerándola en la perspectiva adecuada, es decir, en el orden de la sacramentalidad de la Iglesia: la Santa Misa es «el Sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor»33. Con la Tradición de la Iglesia, identifica dicho sacrificio sacramental con el Sacrificio único de nuestro Redentor: «Es el Sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención»34. Y al contemplar con los ojos de la fe y del amor esta realidad, descubre que «en este Sacrificio [la Santa Misa] se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros»35. Lo que Él desea, cuando participamos en la liturgia eucarística y en todo momento de nuestra existencia.
En efecto, nuestro Padre Dios quiere que vivamos según lo que somos, como hijos en el Hijo, identificados con Cristo en el amor y la obediencia filial. Y dicha identificación se realiza de modo singular gracias a la Eucaristía. En Cristo Jesús, en comunión con su ser teándrico, podemos vivir en constante relación de amor filial con el Padre; y el Padre vuelca sobre nosotros su paternidad rebosante de amor. Además, mediante la comunión con el cuerpo de Cristo, con su humanidad vivificada por el Espíritu y vivificante, entramos también en comunión con la tercera Persona de la Trinidad, recibiendo la fuerza del amor del Espíritu Santo, que todo crea, renueva, enciende y santifica. Él nos cristifica y nos hace sentir nuestra filiación divina en Cristo. En esta línea escribía san Josemaría: «En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación. Cuando participamos de la Eucaristía, escribe san Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús. La efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida; y consummati in unum (Jn 17,23), hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres lo que S. Agustín afirma de la Eucaristía: signo de unidad, vínculo del Amor»36.
En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación
La contemplación del amor que Cristo nos manifiesta en la Eucaristía y, sobre todo, la identificación con Él —por la fe, la gracia cristoconformante del sacramento y la acción del Paráclito en el alma— no puede dejar indiferente ni pasivo a ningún cristiano que participa en el Sacrificio Eucarístico. «Corresponder a tanto amor —afirma san Josemaría— exige de nosotros una total entrega, del cuerpo y del alma»37. Exige que nos entreguemos como Él: por amor, con una donación total, incondicionada, humilde, escondida, perseverante.
Lo que espera Dios de nosotros en cada celebración eucarística es que nos sepamos adherir plenamente a las palabras de Jesucristo: tomad y comed... esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros; tomad y bebed... éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. El mandato del Señor, haced esto (lo que Yo he hecho) en conmemoración mía, exige no sólo que el sacerdote celebrante repita sus palabras y gestos; Él desea que todos acojamos con fe y amor el don que nos ofrece y, unidos a Él, sepamos entregarnos al Padre, en el Espíritu, por la salvación del mundo.
Todos los fieles —todo el Pueblo de Dios sacerdotal y no sólo el sacerdote celebrante— están llamados a vivir de este modo la Eucaristía, es decir, a actualizar su entrega al Señor en el momento de la consagración de los dones, en que con la presencia de la Persona de Cristo se actualiza su acto de oferta sacrificial, y en el momento de la comunión, cuando llegamos a ser una sola cosa con la Víctima divina. En efecto, aunque sólo el ministro sacramentalmente ordenado —obispo o presbítero— está habilitado para actuar el Sacrificio eucarístico in persona Christi, la celebración eucarística afecta y compromete a cada uno de los fieles presentes, los cuales en virtud de su sacerdocio común (es decir de su participación en el sacerdocio de Cristo, recibida en el bautismo) están llamados a ofrecer al Padre un culto espiritual, el sacrificio de sus vidas, unidas al Sacrificio de Cristo. Los fieles no pueden permanecer como simples espectadores de un acto de culto realizado por el sacerdote celebrante. Todos pueden y deben participar en la oferta del Sacrificio.
San Josemaría insistió con fuerza en esta doctrina de la Iglesia, enseñando a renovar en la Santa Misa el ofrecimiento de la propia vida y de las obras de cada día, todo cuanto somos y poseemos: la inteligencia, la voluntad, y la memoria; el trabajo, las alegrías y las contradicciones. Todo quería ponerlo sobre el altar, para que el Señor lo asumiera y le diera valor salvífico «en este instante supremo —el tiempo se une con la eternidad— del Santo Sacrificio de la Misa»39. La entera existencia quería dirigirla, día tras día, al Sacrificio eucarístico, enseñando a todos a vivir con alma sacerdotal. Anticipaba así lo que el Concilio Vaticano II afirmará de los fieles cristianos: «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo, que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor»40.
Lo que hemos dicho hasta ahora de los fieles se aplica de modo especial al sacerdote celebrante: en cuanto en la celebración eucarística actúa in persona Christi, está llamado a identificarse de modo particular con Cristo, Víctima y Sacerdote. El ofrecimiento de la propia vida al Padre, por Cristo y en Cristo, debe ser una realidad para él en cada celebración de la Eucaristía. En este sentido se afirma en el Decreto Presbyterorum Ordinis que los presbíteros, «mientras se unen al acto [sacrificial] de Cristo sacerdote, se ofrecen diariamente por entero a Dios»41. Lo que realizan sacramentalmente sobre el altar compromete su vida entera: están llamados a entregarse plenamente, en Cristo y con Cristo, al Padre, permitiendo de este modo que el Señor asuma su entera existencia y le dé plenitud de sentido y valor redentor.
San Josemaría Escrivá era plenamente consciente de esta verdad, la recordaba con frecuencia a los sacerdotes, la vivía cada día en el Sacrificio del Altar:
«Por el sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad.
»En esto se fundamenta la incomprensible dignidad del sacerdote. Una grandeza prestada, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor. Quienes celebramos los misterios de la Pasión del Señor, hemos de imitar lo que hacemos. Y entonces la hostia ocupará nuestro lugar ante Dios, si nos hacemos hostias nosotros mismos»42.
Mons. Álvaro del Portillo, testigo privilegiado de la fe y del amor con que san Josemaría celebraba cada día la Santa Misa, nos dice:
«Al elevar el Pan eucarístico y la Sangre de Nuestro Señor, repetía siempre algunas oraciones —no en voz alta, porque las rúbricas no lo permiten, sino con la mente y el corazón—, con una perseverancia heroica que duró decenas de años.
»Concretamente, mientras tenía la Hostia consagrada entre las manos, decía: Señor mío y Dios mío, el acto de fe de santo Tomás Apóstol. Después, inspirándose en una invocación evangélica, repetía lentamente: Adauge nobis fidem, spem et charitatem; pedía al Señor para toda la Obra la gracia de crecer en la fe, la esperanza y la caridad. Inmediatamente después repetía una plegaria dirigida al Amor Misericordioso, que había aprendido y meditado desde joven, pero que no utilizaba nunca en su predicación, y que durante muchos años sólo muy de tarde en tarde nos dijo que la recitaba: Padre Santo, por el Corazón Inmaculado de María, os ofrezco a Jesús, Vuestro Hijo muy amado, y me ofrezco a mí mismo en Él, por Él, y con Él, a todas sus intenciones, y en nombre de todas las criaturas. Después añadía la invocación: Señor, danos la pureza y el gaudium cum pace, a mí y a todos, pensando, como es natural, en sus hijos del Opus Dei. Por último, mientras hacia la genuflexión, después de haber elevado la Hostia o el Cáliz, recitaba la primera estrofa del himno eucarístico Adoro te devote, latens deitas, y decía al Señor: ¡Bienvenido al altar!
»Todo esto, repito, no lo hacía de vez en cuando, sino a diario, y nunca mecánicamente, sino con todo su amor y vibración interior»43.
Resulta fácil comprender la alegría de san Josemaría al leer en el Decreto Presbyterorum ordinis algo que él llevaba predicando desde hacía muchos años: que la celebración del Sacrificio eucarístico «es el centro y la raíz de toda la vida del presbítero, de forma que el alma sacerdotal se esfuerza en reproducir en sí misma lo que se realiza en el ara del sacrificio»44.
San Josemaría vivió y enseñó a vivir esta entrega de la propia vida al Señor en la Santa Misa («nuestra Misa, Jesús», escribirá en Camino45), con una radicalidad total, sin limitarla a un propósito interior, formulado en el momento de la celebración litúrgica. «Hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como El trabajaba y amar como El amaba?»46. Por su parte procuraba hacer del día entero una Misa continuada, viviendo cotidianamente una existencia «totalmente eucarística»47. A este respecto afirmaba en 1945: «De este modo, muy unidos a Jesús en la Eucaristía, lograremos una continua presencia de Dios, en medio de las ocupaciones ordinarias propias de la situación de cada uno en este peregrinar terreno, buscando al Señor en todo tiempo y en todas las cosas. Teniendo en nuestras almas los mismos sentimientos de Cristo en la Cruz, conseguiremos que nuestra vida entera sea una reparación incesante, una asidua petición y un permanente sacrificio por toda la humanidad, porque el Señor os dará un instinto sobrenatural para purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en instrumento de apostolado. Sólo así seremos almas contemplativas en medio del mundo, como pide nuestra vocación, y llegaremos a ser almas verdaderamente sacerdotales, haciendo que todo lo nuestro sea una continua alabanza a Dios»48.
Concretamente enseñó a poner de manera práctica la Santa Misa en el centro de la vida cotidiana: dividía las 24 horas del día en dos partes: «Hasta el mediodía vivía la presencia de Dios centrándola en la acción de gracias por la Misa celebrada y, tras el rezo del Angelus, comenzaba a prepararse para la Misa del día siguiente»49. Y en este tiempo de preparación multiplicaba actos de fe, esperanza y de amor al Señor; le pedía perdón por sus pecados y por los de todos los hombres; pedía incansablemente “almas de apóstol” y renovaba la intención de poner todas sus oraciones, trabajos, pensamientos y afectos, alegrías y sufrimientos, sobre la patena, para que el Señor todo lo asumiera y le diese valor redentor. San Josemaría consideró esta enseñanza sobre la participación de los fieles en el Sacrificio Eucarístico parte esencial del ministerio sacerdotal. «Todos los afectos y las necesidades del corazón del cristiano encuentran, en la Santa Misa, el mejor cauce: el que, por Cristo, llega al Padre, en el Espíritu Santo. El sacerdote debe poner especial empeño en que todos lo sepan y lo vivan. No hay actividad alguna que pueda anteponerse, ordinariamente, a ésta de enseñar y hacer amar y venerar a la Sagrada Eucaristía»50. Y más adelante, subrayando la unidad de consagración y misión en el presbítero, dirá: «Un sacerdote que vive de este modo la Santa Misa —adorando, expiando, impetrando, dando gracias, identificándose con Cristo—, y que enseña a los demás a hacer del sacrificio del Altar el centro y la raíz de la vida del cristiano, demostrará realmente la grandeza incomparable de su vocación»51.
Según las enseñanzas de san Josemaría, la centralidad de la Eucaristía en la existencia cotidiana del cristiano debe manifestarse, de modo particular, en el cuidado de la liturgia eucarística, en la fe y en el amor con que tratamos a Dios y las cosas de Dios.
La procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del mundo. Pero esa presencia, repito, no debe ser cosa de un día, ruido que se escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario
«Yo pido a todos los cristianos que recen mucho por nosotros los sacerdotes, para que sepamos realizar santamente el Santo Sacrificio. Les ruego que muestren un amor tan delicado por la Santa Misa, que nos empuje a los sacerdotes a celebrarla con dignidad —con elegancia— humana y sobrenatural: con limpieza en los ornamentos y en los objetos destinados al culto, con devoción, sin prisas.
»¿Por qué prisa? ¿La tienen acaso los enamorados, para despedirse? Parece que se van y no se van; vuelven una y otra vez, repiten palabras corrientes como si las acabasen de descubrir... No os importe llevar los ejemplos del amor humano noble y limpio, a las cosas de Dios. Si amamos al Señor con este corazón de carne —no poseemos otro—, no habrá prisa por terminar ese encuentro, esa cita amorosa con El»52.
Su ejemplo quedó bien grabado en la vida de sus hijas y de sus hijos en el Opus Dei. «Desde el principio de su ministerio sacerdotal, se esforzó por no dar cabida ni a la rutina ni a la precipitación al celebrar el Santo Sacrificio, a pesar de la habitual escasez de tiempo para realizar sus múltiples actividades pastorales. Al contrario, tendía espontáneamente a decir la Misa con mucho sosiego, penetrando en cada texto y en el sentido de cada gesto litúrgico, hasta el punto que, por muchos años, tuvo que esforzarse positivamente —de acuerdo con cuanto le confirmaban en la dirección espiritual— por ir más deprisa, para no llamar la atención y por saberse al servicio de los fieles que contaban, para la Misa, con un tiempo mucho menor. En este contexto, se entiende lo que escribió en 1932, como un suspiro que se escapó de su alma: “Al decir la Santa Misa, deberían pararse los relojes”»53.
Quienes fueron testigos de cómo san Josemaría Escrivá celebraba la Santa Misa coinciden en afirmar que externamente nunca hubo nada extraordinario o singular en su Misa, aunque era imposible no apreciar su profunda devoción54. Su piedad se alimentaba de los textos litúrgicos y se manifestaba en multitud de gestos —indicados en la misma liturgia eucarística— como los besos a la mesa del altar, símbolo de Cristo, las inclinaciones de cabeza, las genuflexiones pausadas con las que adoraba al Santo de los Santos55. Vivía la Santa Misa, y enseñó a todos a vivirla, como un encuentro personalísimo con Cristo, Amor nuestro, y con todo su Cuerpo Místico, la Iglesia: «Vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua; convencernos de que, para cada uno de nosotros, es éste un encuentro personal con Dios: adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purificamos, nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos»56. «Esa intensidad —ha escrito Mons. Álvaro del Portillo— con la que se unía personalmente al Sacrificio del Señor en la Eucaristía, culminó en algo que no dudo en considerar un peculiar don místico, y que el mismo Padre contó, con gran sencillez, el día 24 de octubre del 1966: “A mis sesenta y cinco años, he hecho un descubrimiento maravilloso. Me encanta celebrar la Santa Misa, pero ayer me costó un trabajo tremendo. ¡Qué esfuerzo! Vi que la Misa es verdaderamente Opus Dei, trabajo, como fue un trabajo para Jesucristo su primera Misa: la Cruz. Vi que el oficio del sacerdote, la celebración de la Santa Misa, es un trabajo para confeccionar la Eucaristía; que se experimenta dolor, y alegría, y cansancio. Sentí en mi carne el agotamiento de un trabajo divino”»57.
(...)
Gracias a la Eucaristía el cristiano puede ser verdaderamente cristóforo, portador de Cristo, Cristo que pasa entre los hombres. Así lo consideraba san Josemaría en la homilía pronunciada el 28 de abril de 1964, fiesta del Corpus Christi:
«La procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del mundo. Pero esa presencia, repito, no debe ser cosa de un día, ruido que se escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario. Junto a esa procesión solemne de este jueves, debe estar la procesión callada y sencilla, de la vida corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de haber recibido la fe y la misión divina de conducirse de tal modo que renueve el mensaje del Señor en la tierra. No nos faltan errores, miserias, pecados. Pero Dios está con los hombres, y hemos de disponernos para que se sirva de nosotros y se haga continuo su tránsito entre las criaturas.
»Vamos, pues a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía, que nuestro trato personal con Él se exprese en alegría, en serenidad, en afán de justicia. Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se cumplirá entonces la promesa de Jesús: “Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí”»61.
En la Eucaristía encontramos el principio que impulsa la evangelización del mundo, el fundamento de la eficacia del apostolado que realizan los discípulos de Cristo62. Injertados en la corriente de vida y amor del Dios Uno y Trino, tratan de cumplir, en el Hijo y por el Espíritu Santo, la voluntad del Padre, que quiere que todos los hombres se salven.
La Eucaristía al unirnos a Cristo, al único Pan del que participan todos los cristianos, nos une entre nosotros y con Él, edificando la Iglesia como un solo Cuerpo. Por esto, participando en la celebración eucarística «nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos»63. La Eucaristía nos hace estar más unidos con toda la familia de Dios que es la Iglesia.
La Eucaristía, en cuanto contiene al Verbo encarnado, al crucificado que ha resucitado y está glorioso a la diestra del Padre, posee una eficacia salvífica que transciende el tiempo y penetra en la realidad escatológica. «La felicidad eterna, para el cristiano que se conforta con el definitivo maná de la Eucaristía, comienza ya ahora. Lo viejo ha pasado: dejemos aparte todo lo caduco; sea todo nuevo en nosotros: los corazones, las palabras y las obras... Esta es la Buena Nueva, porque, de alguna manera y de un modo indescriptible, nos anticipa la eternidad»64.
«Jesús, en la Eucaristía, es prenda segura de su presencia en nuestras almas; de su poder, que sostiene el mundo; de sus promesas de salvación, que ayudarán a que la familia humana, cuando llegue el fin de los tiempos, habite perfectamente en la casa del Cielo, en torno a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo: Trinidad Beatísima, Dios Único»65. En la Eucaristía está presente in nuce, de un modo sólo incoado, la realización del plan salvífico universal de Dios: con Cristo resucitado se hace también presente la nueva creación, “los nuevos cielos y la nueva tierra”, la nueva humanidad. En efecto, en la transfiguración gloriosa de Jesucristo ya se ha inaugurado la renovación escatológica del mundo: en el Señor resucitado, el eschaton —Aquél que representa las realidades últimas— ya está presente el octavo día, la eternidad que prorrumpe en el presente, haciéndonos pregustar cuanto encontraremos en la vida eterna66.
En este sentido podemos decir que cada celebración eucarística es Pascua, tránsito de la Iglesia y de la entera creación hacia su fin. En cada Eucaristía «Jesús con gesto de sacerdote eterno, atrae hacia sí todas las cosas, para colocarlas, divino afflante Spiritu, con el soplo del Espíritu Santo, en la presencia de Dios Padre»67.
Notas
1) SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 2-II-1945, n. 11. En adelante, todas las citas en que no se mencione al autor son de san Josemaría Escrivá.
2) Carta 11-III-1940, n. 11.
3) Forja, n. 69.
4) ÁLVARO DEL PORTILLO, Sacerdotes para una nueva evangelización, en AA.VV. La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, (XI Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra), Pamplona 1990, p. 995.
5) Cfr. F. OCÁRIZ, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, en AA.VV., Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, 2ª ed., Pamplona 1985, pp. 175-214; C. FABRO, La tempra di un Padre della Chiesa, en C. FABRO-S. GAROFALO-M.A. RASCHINI, Santi nel mondo. Studi sugli scritti de san Josemaría Escrivá, Milano 1992, pp. 106-110.
6) Es Cristo que pasa, nn. 84-85.
7) Ibid., n. 87.
8) Ibid.
9) Ibid., n. 86.
(...)
33) Conversaciones, n. 113.
34) Es Cristo que pasa, n. 86.
35) Es Cristo que pasa, n. 88.
36) Es Cristo que pasa, n. 87.
37) Es Cristo que pasa, n. 86.
(...)
39) Es Cristo que pasa, n. 94.
40) CONCILIO VATICANO II, Cons. dog. Lumen gentium, n. 34.
41) CONCILIO VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 13.
42) Homilía, Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973, en Amor a la Iglesia, Madrid 1986, p. 71.
43) ÁLVARO DEL PORTILLO, Entrevista sobre el fundador del Opus Dei, realizada por Cesare Cavalleri, Madrid 1993, pp. 137-138.
44) CONCILIO VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 14. Sobre la relación de este texto con la predicación de san Josemaría Escrivá cfr. ÁLVARO DEL PORTILLO, Sacerdotes para una nueva evangelización, cit., p. 995.
45) Camino, n. 533.
46) Es Cristo que pasa, n. 154.
47) Forja, n. 826. El tema de la Misa que se prolonga durante toda la jornada, se ha formulado de diversos modos a lo largo de la historia. Sobre este punto se puede apreciar una clara sintonía entre las enseñanzas de san Josemaría y la doctrina expuesta en la escuela francesa de espiritualidad; por ejemplo, F. Mugnier, siguiendo autores como J. Bossuet, P. de Bérulle y Ch. de Condren, se expresaba del siguiente modo: «Faire ainsi de ma journée comme une messe en action, continuant, s’il se peut, la sainte messe quotidiennement entendue et pratiquée, ce devrait être la vie normale de tout chrétien» ( F. MUGNIER, Roi, Prophéte, Prêtre avec le Christ, Paris 1937, p. 215).
48) Carta 2-II-1945, n. 11.
49) ÁLVARO DEL PORTILLO, Entrevista sobre el fundador del Opus Dei, cit., p. 136.
50) Homilía, Sacerdote para la eternidad, cit. p. 78.
51) Homilía, Sacerdote para la eternidad, cit. p. 81.
52) Homilía, Sacerdote para la eternidad, cit. p. 77-78.
53) ÁLVARO DEL PORTILLO, Sacerdotes para una nueva evangelización, cit., p. 996.
54) Cfr. J.M. CASCIARO, Vale la pena. Tres años cerca del Fundador del Opus Dei: 1932-1942, 2ª ed., Madrid 1998, pp. 113-114. Veanse también los testimonios que aparecen en los Artículos del Postulador, nn. 379-384.
55) Cfr. Es Cristo que pasa, nn. 85-91.
56) Ibid., n. 88. Años antes san Josemaría escribió: «No os acostumbréis nunca a celebrar o a asistir al Santo Sacrificio: hacedlo, por el contrario, con tanta devoción como si se tratase de la única Misa de vuestra vida; sabiendo que allí está presente Cristo, Dios y Hombre, Cabeza y Cuerpo, y por tanto, junto con Nuestro Señor, toda su Iglesia» (Carta 28-III-1955, n. 5).
57) ÁLVARO DEL PORTILLO, Sacerdotes para una nueva evangelización, cit., pp. 996-997.
60) Es Cristo que pasa, n. 156.
61) Es Cristo que pasa, n. 156.
62) El Concilio Vaticano II afirma explícitamente que la Eucaristía es «fuente y culmen de toda la evangelización»: Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 5; cfr. Decr. Ad gentes, 7-XII-1965, n. 36.
63) Es Cristo que pasa, n. 88.
64) Es Cristo que pasa, n. 152.
65) Es Cristo que pasa, n. 153.
66) Cfr. S. BASILIO MAGNO, De Spiritu Sancto, 27, 66: SChr 17bis, 237.
67) Es Cristo que pasa, n. 94.
Resumen del artículo publicado en el Boletín Romana, n° 28 (enero - junio 1999), p. 148. La versión completa se puede consultar en www.romana.org.