Imitar a Cristo: el sentido de la mortificación cristiana

La mortificación, el cilicio y la disciplina, son un medio, un camino, no un fin: el sacrificio por amor culmina en un amor pleno, sin ningún atisbo de dolor o tristeza: en Dios mismo, que es Amor, Alegría, Gozo, Felicidad, Gloria.

“Dios es Amor", afirma San Juan en su primera carta; y continúa: “En esto se demostró entre nosotros el Amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que recibiéramos por Él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó, y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados".

La gran manifestación del infinito amor de Dios por el hombre, por cada una y cada uno, es la pasión y muerte de Jesucristo en la Cruz.

Devolver amor por Amor

Es propio de una persona enamorada y agradecida devolver amor por amor; y el amor se manifiesta con palabras y con obras. Cuanto mayor es el amor, más encendidas son las palabras y más generosas y sacrificadas las obras.

Por eso, los cristianos enamorados de todos los tiempos se han esforzado por manifestar su amor a Dios con las palabras (oración) y los hechos (sacrificio), respondiendo así al amor de Dios manifestado en su Palabra (predicación, evangelio, enseñanza) y su Sacrificio en la Cruz.

Pero también es propio de personas enamoradas querer parecerse al máximo a la persona amada, seguir de cerca sus pasos, responder de la misma forma que el otro lo ha hecho, en la medida de lo posible.

Ayuno, abstinencia, vigilias, disciplinas y cilicios

Por eso, desde el inicio del cristianismo, lo enamorados de Cristo se decantaron por aquellos sacrificios que se acercaban más al mismo sacrificio de Cristo: al ayuno de Jesús respondieron con ayuno y abstinencia; a su no tener “donde reclinar la cabeza" con vigilias, dormir en el suelo o sobre lechos y cabezales duros; a su flagelación, con flagelación (disciplinas); a su coronación de espinas, con cinturones de pinchos o similares (cilicios); a su “via crucis", cargando con una cruz (nazarenos), etc.

Todo ello con generosidad de enamorados, y con la humildad y la prudencia del que sabe que debe hasta su misma vida a ese amor de Jesús: por eso, a los mismos que imitaron e imitan flagelación, coronación de espinas o “via crucis", no se les ocurrió ni se les ocurre (salvo pocos exaltados, siempre reprobados por la Iglesia) clavarse en una cruz con clavos de verdad, o poner en peligro su vida y su salud llevando al extremo esas mortificaciones corporales.

Sin peligro para la salud

Ha habido muchos mártires, orgullosos de ser torturados y asesinados por Jesucristo como Él murió por nosotros; pero ningún santo ha muerto o se ha puesto en peligro de muerte por usar voluntariamente cilicios o disciplinas, o por ayunar (a diferencia, por ejemplo, de algunos huelguistas de hambre).

Un significativo botón de muestra: uno de los santos más austeros y mortificados de toda la historia, modelo de enteras generaciones de penitentes, San Antonio Abad, murió con 105 años de edad, en una época en que la esperanza de vida apenas superaba los 20 años.

La mortificación cristiana: un camino, no un fin

El amor de Dios y a Dios es, pues, la razón más profunda y decisiva de cualquier tipo de sacrificio cristiano. Un amor que incluye la conciencia de los propios pecados y miserias, y que busca el perdón de Aquél que fue flagelado, coronado de espinas y crucificado, para perdonarnos de esos mismos pecados. Un amor que quiere acompañar, aunque sea modestamente, el dolor de la persona amada: el dolor purificador del que cargó con los pecados de todos los hombres.

Pero el Sacrificio de Jesús culmina en su Resurrección, en la Gloria, en el Cielo, en la Felicidad total, definitiva y eterna.

La mortificación, el cilicio y la disciplina, son un medio, un camino, no un fin: el sacrificio por amor culmina en un amor pleno, sin ningún atisbo de dolor o tristeza: en Dios mismo, que es Amor, Alegría, Gozo, Felicidad, Gloria.


Javier Sesé es Doctor en Sagrada Teología por la Universidad de Navarra.

Javier Sesé