Humildad

Homilía pronunciada por san Josemaría el 6 de abril de1965 y publicada en el libro "Amigos de Dios".

Vamos a considerar por unos instantes los textos de esta Misa del martes de Pasión, para que sepamos distinguir el endiosamiento bueno del endiosamiento malo. Vamos a hablar de humildad, porque ésa es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza.

Nuestra miseria resalta con demasiada evidencia. No me refiero a las limitaciones naturales: a tantas aspiraciones grandes con las que el hombre sueña y que, en cambio, no efectuará nunca, aunque sólo sea por falta de tiempo. Pienso en lo que realizamos mal, en las caídas, en las equivocaciones que podrían evitarse y no se evitan. Continuamente experimentamos nuestra personal ineficacia. Pero, a veces, parece como si se juntasen todas estas cosas, como si se nos manifestasen con mayor relieve, para que nos demos cuenta de cuán poco somos. ¿Qué hacer?

Expecta Dominum, espera en el Señor; vive de la esperanza, nos sugiere la Iglesia, con amor y con fe. Viriliter age, pórtate varonilmente. ¿Qué importa que seamos criaturas de lodo, si tenemos la esperanza puesta en Dios? Y si en algún momento un alma sufre una caída, un retroceso —no es necesario que suceda—, se le aplica el remedio, como se procede normalmente en la vida ordinaria con la salud del cuerpo, y ¡a recomenzar de nuevo!

¿No os habéis fijado en las familias, cuando conservan una pieza decorativa de valor y frágil —un jarrón, por ejemplo—, cómo lo cuidan para que no se rompa? Hasta que un día el niño, jugando, lo tira al suelo, y aquel recuerdo precioso se quiebra en varios pedazos. El disgusto es grande, pero enseguida viene el arreglo; se recompone, se pega cuidadosamente y, restaurado, al final queda tan hermoso como antes.

Pero, cuando el objeto es de loza o simplemente de barro cocido, de ordinario bastan unas lañas, esos alambres de hierro o de otro metal, que mantienen unidos los trozos. Y el cacharro, así reparado, adquiere un original encanto.

Llevemos esto a la vida interior. Ante nuestras miserias y nuestros pecados, ante nuestros errores —aunque, por la gracia divina, sean de poca monta—, vayamos a la oración y digamos a nuestro Padre: ¡Señor, en mi pobreza, en mi fragilidad, en este barro mío de vasija rota, Señor, colócame unas lañas y —con mi dolor y con tu perdón— seré más fuerte y más gracioso que antes! Una oración consoladora, para que la repitamos cuando se destroce este pobre barro nuestro.

Que no nos llame la atención si somos deleznables, que no nos choque comprobar que nuestra conducta se quebranta por menos de nada; confiad en el Señor, que siempre tiene preparado el auxilio: el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?. A nadie: tratando de este modo a nuestro Padre del Cielo, no admitamos miedo de nadie ni de nada.

Para oír a Dios

Si acudimos a la Sagrada Escritura, veremos cómo la humildad es requisito indispensable para disponerse a oír a Dios. Donde hay humildad hay sabiduría, explica el libro de los Proverbios. Humildad es mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios: ésta es nuestra grandeza.

¡Qué bien lo entendía Nuestra Señora, la Santa Madre de Jesús, la criatura más excelsa de cuantas han existido y existirán sobre la tierra! María glorifica el poder del Señor, que derribó del solio a los poderosos y ensalzó a los humildes. Y canta que en Ella se ha realizado una vez más esta providencia divina: porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava, por tanto ya desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones.

María se muestra santamente transformada, en su corazón purísimo, ante la humildad de Dios: el Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por cuya causa el santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios. La humildad de la Virgen es consecuencia de ese abismo insondable de gracia, que se opera con la Encarnación de la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima en las entrañas de su Madre siempre Inmaculada.

Cuando San Pablo evoca este misterio, prorrumpe también en un himno gozoso, que hoy podemos saborear detenidamente: porque habéis de abrigar en vuestros corazones los mismos sentimientos que Jesucristo en el suyo, el cual, teniendo la naturaleza de Dios, no fue por usurpación, sino por esencia, el ser igual a Dios; y no obstante, se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres y reducido a la condición de hombre. Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de Cruz.

Jesucristo, Señor Nuestro, con mucha frecuencia nos propone en su predicación el ejemplo de su humildad: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Para que tú y yo sepamos que no hay otro camino, que sólo el conocimiento sincero de nuestra nada encierra la fuerza de atraer hacia nosotros la divina gracia. Por nosotros, Jesús vino a padecer hambre y a alimentar, vino a sentir sed y a dar de beber, vino a vestirse de nuestra mortalidad y a vestir de inmortalidad, vino pobre para hacer ricos.

Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia, enseña el Apóstol San Pedro. En cualquier época, en cualquier situación humana, no existe más camino —para vivir vida divina— que el de la humildad. ¿Es que el Señor se goza acaso en nuestra humillación? No. ¿Qué alcanzaría con nuestro abatimiento el que ha creado todo, y mantiene y gobierna cuanto existe? Dios únicamente desea nuestra humildad, que nos vaciemos de nosotros mismos, para poder llenarnos; pretende que no le pongamos obstáculos, para que —hablando al modo humano— quepa más gracia suya en nuestro pobre corazón. Porque el Dios que nos inspira ser humildes es el mismo que transformará el cuerpo de nuestra humildad y le hará conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz con que puede también sujetar a su imperio todas las cosas. Nuestro Señor nos hace suyos, nos endiosa con un endiosamiento bueno.

La soberbia, el enemigo

¿Y qué es lo que impide esta humildad, este endiosamiento bueno? La soberbia. Ese es el pecado capital que conduce al endiosamiento malo. La soberbia lleva a seguir, quizá en las cuestiones más menudas, la insinuación que Satanás presentó a nuestro primeros padres: se abrirán vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal. Se lee también en la Escritura que el principio de la soberbia es apartarse de Dios. Porque este vicio, una vez arraigado, influye en toda la existencia del hombre, hasta convertirse en lo que San Juan llama superbia vitæ, soberbia de la vida.

¿Soberbia? ¿De qué? La Escritura Santa recoge acentos, trágicos y cómicos a un tiempo, para estigmatizar la soberbia: ¿de qué te ensoberbeces, polvo y ceniza? Ya en vida vomitas las entrañas. Una ligera enfermedad: el médico sonríe. El hombre que hoy es rey, mañana estará muerto.

Cuando el orgullo se adueña del alma, no es extraño que detrás, como en una reata, vengan todos los vicios: la avaricia, las intemperancias, la envidia, la injusticia. El soberbio intenta inútilmente quitar de su solio a Dios, que es misericordioso con todas las criaturas, para acomodarse él, que actúa con entrañas de crueldad.

Hemos de pedir al Señor que no nos deje caer en esta tentación. La soberbia es el peor de los pecados y el más ridículo. Si logra atenazar con sus múltiples alucinaciones, la persona atacada se viste de apariencia, se llena de vacío, se engríe como el sapo de la fábula, que hinchaba el buche, presumiendo, hasta que estalló. La soberbia es desagradable, también humanamente: el que se considera superior a todos y a todo, está continuamente contemplándose a sí mismo y despreciando a los demás, que le corresponden burlándose de su vana fatuidad.

Oímos hablar de soberbia, y quizá nos imaginamos una conducta despótica, avasalladora: grandes ruidos de voces que aclaman y el triunfador que pasa, como un emperador romano, debajo de los altos arcos, con ademán de inclinar la cabeza, porque teme que su frente gloriosa toque el blanco mármol.

Seamos realistas: esa soberbia sólo cabe en una loca fantasía. Hemos de luchar contra otras formas más sutiles, más frecuentes: el orgullo de preferir la propia excelencia a la del prójimo; la vanidad en las conversaciones, en los pensamientos y en los gestos; una susceptibilidad casi enfermiza, que se siente ofendida ante palabras y acciones que no significan en modo alguno un agravio.

Todo esto sí que puede ser, que es, una tentación corriente. El hombre se considera, a sí mismo, como el sol y el centro de los que están a su alrededor. Todo debe girar en torno a él. Y no raramente recurre, con su afán morboso, hasta la simulación del dolor, de la tristeza y de la enfermedad: para que los demás lo cuiden y lo mimen.

La mayor parte de los conflictos, que se plantean en la vida interior de muchas gentes, los fabrica la imaginación: que si han dicho, que si pensarán, que si me consideran... Y esa pobre alma sufre, por su triste fatuidad, con sospechas que no son reales. En esa aventura desgraciada, su amargura es continua y procura producir desasosiego en los demás: porque no sabe ser humilde, porque no ha aprendido a olvidarse de sí misma para darse, generosamente, al servicio de los otros por amor de Dios.

Un borrico por trono

Acudamos de nuevo al Evangelio. Mirémonos en nuestro modelo, en Cristo Jesús.

Santiago y Juan, por intermedio de su madre, han solicitado de Cristo colocarse a su izquierda y a su derecha. Los demás discípulos se indignan con ellos. Y Nuestro Señor, ¿qué contesta?: quien quisiere hacerse mayor, ha de ser vuestro criado; y quien quisiere ser entre vosotros el primero, debe hacerse siervo de todos; porque aun el Hijo del hombre no vino a que le sirviesen, sino a servir, y a dar su vida por la redención de muchos.

En otra ocasión yendo a Cafarnaúm, quizá Jesús —como en otras jornadas— iba delante de ellos. Y estando ya en casa les preguntó: ¿de qué ibais tratando en el camino? Pero los discípulos callaban, y es que habían tenido —una vez más— una disputa entre sí, sobre quién de ellos era el mayor de todos. Entonces Jesús, sentándose, llamó a los doce, y les dijo: si alguno pretende ser el primero, hágase el último de todos y el siervo de todos. Y cogiendo a un niño le puso en medio de ellos y después de abrazarle, prosiguió: cualquiera que acogiere a uno de estos niños por amor mío, a mí me acoge, y cualquiera que me acoge, no sólo me acoge a mí, sino también al que a mí me ha enviado.

¿No os enamora este modo de proceder de Jesús? Les enseña la doctrina y, para que entiendan, les pone un ejemplo vivo. Llama a un niño, de los que correrían por aquella casa, y le estrecha contra su pecho. ¡Este silencio elocuente de Nuestro Señor! Ya lo ha dicho todo: Él ama a los que se hacen como niños. Después añade que el resultado de esta sencillez, de esta humildad de espíritu es poder abrazarle a Él y al Padre que está en los cielos.

Cuando se acerca el momento de su Pasión, y Jesús quiere mostrar de un modo gráfico su realeza, entra triunfalmente en Jerusalén, ¡montado en un borrico! Estaba escrito que el Mesías había de ser un rey de humildad: anunciad a la hija de Sión: mira que viene a ti tu Rey lleno de mansedumbre, sentado sobre una asna y su pollino, hijo de la que está acostumbrada al yugo.

Ahora, en la Ultima Cena, Cristo ha preparado todo para despedirse de sus discípulos, mientras ellos se han enzarzado en una enésima contienda sobre quién de ese grupo escogido sería reputado el mayor. Jesús se levanta de la mesa y quítase sus vestidos, y habiendo tomado una toalla, se la ciñe. Echa después agua en un lebrillo y pónese a lavar los pies de los discípulos y a limpiárselos con la toalla que se había ceñido.

De nuevo ha predicado con el ejemplo, con las obras. Ante los discípulos, que discutían por motivos de soberbia y de vanagloria, Jesús se inclina y cumple gustosamente el oficio de siervo. Luego, cuando vuelve a la mesa, les comenta: ¿comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, debéis también vosotros lavaros los pies uno al otro. A mí me conmueve esta delicadeza de nuestro Cristo. Porque no afirma: si yo me ocupo de esto, ¿cuánto más tendríais que realizar vosotros? Se coloca al mismo nivel, no coacciona: fustiga amorosamente la falta de generosidad de aquellos hombres.

Como a los primeros doce, también a nosotros el Señor puede insinuarnos y nos insinúa continuamente: exemplum dedi vobis, os he dado ejemplo de humildad. Me he convertido en siervo, para que vosotros sepáis, con el corazón manso y humilde, servir a todos los hombres.

Frutos de la humildad

Cuanto más grande seas, humíllate más y hallarás gracia ante el Señor. Si somos humildes, Dios no nos abandonará nunca. Él humilla la altivez del soberbio, pero salva a los humildes. Él libera al inocente, que por la pureza de sus manos será rescatado. La infinita misericordia del Señor no tarda en acudir en socorro del que lo llama desde la humildad. Y entonces actúa como quien es: como Dios Omnipotente. Aunque haya muchos peligros, aunque el alma parezca acosada, aunque se encuentre cercada por todas partes por los enemigos de su salvación, no perecerá. Y esto no es sólo tradición de otros tiempos: sigue sucediendo ahora.

Al leer la Epístola de hoy, veía a Daniel metido entre aquellos leones hambrientos, y, sin pesimismo —no puedo decir que cualquier tiempo pasado fue mejor, porque todos los tiempos han sido buenos y malos—, consideraba que también en los momentos actuales andan muchos leones sueltos, y nosotros hemos de vivir en este ambiente. Leones que buscan a quien devorar: tanquam leo rugiens circuit quærens quem devoret.

¿Cómo evitaremos esas fieras? Quizá no nos ocurra como a Daniel. Yo no soy milagrero, pero amo esa grandiosidad de Dios, y entiendo que le hubiera sido más fácil aplacar el hambre del profeta, o ponerle delante un alimento; y no lo hizo. Dispuso, en cambio, que desde Judea se trasladara milagrosamente otro profeta, Habacuc, a llevarle la comida. No le importó obrar un prodigio grande, porque Daniel no se hallaba en aquel pozo porque sí, sino por una injusticia de los secuaces del diablo, por ser servidor de Dios y destructor de ídolos.

Nosotros, sin portentos espectaculares, con normalidad de ordinaria vida cristiana, con una siembra de paz y de alegría, hemos de destruir también muchos ídolos: el de la incomprensión, el de la injusticia, el de la ignorancia, el de la pretendida suficiencia humana que vuelve arrogante la espalda a Dios.

No os asustéis, ni temáis ningún daño, aunque las circunstancias en que trabajéis sean tremendas, peores que las de Daniel en la fosa con aquellos animales voraces. Las manos de Dios son igualmente poderosas y, si fuera necesario, harían maravillas. ¡Fieles! Con una fidelidad amorosa, consciente, alegre, a la doctrina de Cristo, persuadidos de que los años de ahora no son peores que los de otros siglos, y de que el Señor es el de siempre.

Conocí a un anciano sacerdote, que afirmaba —sonriente— de sí mismo: yo estoy siempre tranquilo, tranquilo. Y así hemos de encontrarnos siempre nosotros, metidos en el mundo, rodeados de leones hambrientos, pero sin perder la paz: tranquilos. Con amor, con fe, con esperanza, sin olvidar jamás que, si conviene, el Señor multiplicará los milagros.

Os recuerdo que si sois sinceros, si os mostráis como sois, si os endiosáis, a base de humildad, no de soberbia, vosotros y yo permaneceremos seguros en cualquier ambiente: podremos hablar siempre de victorias, y nos llamaremos vencedores. Con esas íntimas victorias del amor de Dios, que traen la serenidad, la felicidad del alma, la comprensión.

La humildad nos empujará a que llevemos a cabo grandes labores; pero a condición de que no perdamos de vista la conciencia de nuestra poquedad, con un convencimiento de nuestra pobre indigencia que crezca cada día. Admite sin vacilaciones que eres un servidor obligado a realizar un gran número de servicios. No te pavonees por ser llamado hijo de Dios —reconozcamos la gracia, pero no olvidemos nuestra naturaleza—; no te engrías si has servido bien, porque has cumplido lo que tenías que hacer. El sol efectúa su tarea, la luna obedece; los ángeles desempeñan su cometido. El instrumento escogido por el Señor para los gentiles, dice: yo no merezco el nombre de Apóstol, porque he perseguido la Iglesia de Dios (1 Cor XV, 9)... Tampoco nosotros pretendamos ser alabados por nosotros mismos: por nuestros méritos, siempre mezquinos.

Humildad y alegría

Líbrame de todo lo malo y perverso que hay en el hombre. De nuevo el texto de la Misa nos habla del buen endiosamiento: destaca ante nuestros ojos la mala pasta de que estamos formados, con todas las malvadas inclinaciones; y después suplica: emitte lucem tuam, envía tu luz y tu verdad, que me han guiado y traído a tu monte santo. No me importa contaros que me he emocionado al recitar estas palabras del Gradual.

¿Cómo nos hemos de comportar para adquirir ese endiosamiento bueno? En el Evangelio leemos que Jesús no quería ir a Judea, porque los judíos le buscaban para matarle. Él, que con un deseo de su voluntad podría eliminar a sus enemigos, ponía también los medios humanos. Él, que era Dios y le bastaba una decisión suya para cambiar las circunstancias, nos ha dejado una lección encantadora: no fue a Judea. Sus parientes le dijeron: aléjate de este país y ve a Judea, para que tus discípulos admiren también tus obras. Pretendían que hiciese espectáculo. ¿Lo veis? ¿Veis que es una lección de endiosamiento bueno y endiosamiento malo?

Endiosamiento bueno: esperen en Ti —canta el Ofertorio— todos los que conocen tu nombre, Señor, porque nunca abandonas a los que te buscan. Y viene el regocijo de este barro lleno de lañas, porque no se ha olvidado de las oraciones de los pobres, de los humildes.

No concedáis el menor crédito a los que presentan la virtud de la humildad como apocamiento humano, o como una condena perpetua a la tristeza. Sentirse barro, recompuesto con lañas, es fuente continua de alegría; significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo. ¿Y hay mayor alegría que la del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios? ¿Por qué nos entristecemos los hombres? Porque la vida en la tierra no se desarrolla como nosotros personalmente esperábamos, porque surgen obstáculos que impiden o dificultan seguir adelante en la satisfacción de lo que pretendemos.

Nada de esto ocurre, cuando el alma vive esa realidad sobrenatural de su filiación divina. Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?. Que estén tristes los que se empeñan en no reconocerse hijos de Dios, vengo repitiendo desde siempre.

Para terminar, descubrimos en la liturgia de hoy dos peticiones que han de salir como saetas, de nuestra boca y de nuestro corazón: concédenos, Señor Todopoderoso, que realizando siempre los divinos misterios merezcamos acercarnos a los dones celestiales. Y, te rogamos, Señor, que nos concedas servirte constantemente según tu voluntad. Servir, servir, hijos míos, es lo nuestro; ser criados de todos, para que en nuestros días el pueblo fiel aumente en mérito y número.

Mirad a María. Jamás criatura alguna se ha entregado con más humildad a los designios de Dios. La humildad de la ancilla Domini, de la esclava del Señor, es el motivo de que la invoquemos como causa nostræ lætitiæ, causa de nuestra alegría. Eva, después de pecar queriendo en su locura igualarse a Dios, se escondía del Señor y se avergonzaba: estaba triste. María, al confesarse esclava del Señor, es hecha Madre del Verbo divino, y se llena de gozo. Que este júbilo suyo, de Madre buena, se nos pegue a todos nosotros: que salgamos en esto a Ella —a Santa María—, y así nos pareceremos más a Cristo.