Homilía del cardenal Lazzaro You Heung-sik

Homilía del Prefecto del Dicasterio para el Clero, en la ordenación diaconal de 25 fieles de la prelatura del Opus Dei. Basílica de san Eugenio (Roma), 19 de noviembre de 2022.

Queridos ordenandos, sacerdotes concelebrantes, familiares, hermanos y hermanas en Cristo:

Saludo con especial afecto al prelado del Opus Dei, Monseñor Fernando Ocáriz, que ha tenido la amabilidad de invitarme a presidir esta Liturgia. Estamos reunidos para celebrar los santos misterios de nuestra fe y, al mismo tiempo, para acompañar y ser testigos de la ordenación diaconal de estos queridos hermanos nuestros que el Señor ha elegido para servirle en su Iglesia.

Cada liturgia de ordenación, ya sea diaconal o sacerdotal, nos devuelve a la inmensa alegría del día en que también los sacerdotes fuimos llamados a decir "sí" al Señor, postrándonos en tierra. La postración de los elegidos y la de todo el pueblo, que se arrodilla, es el signo de la total disposición a recibir la gracia del Espíritu Santo para el ejercicio del ministerio ordenado.

Dentro de unos instantes, seréis llamados a presentaros, como elegidos, ante la Iglesia y el santo pueblo de Dios: "Preséntense los que han de ser ordenados diáconos". He aquí que ha llegado el momento que quizás ninguno de vosotros esperaba, vuestras vidas estaban ya encaminadas a servir en otros ámbitos de santificación, todos venís de experiencias vitales y profesionales que parecían definitivas, pero sabemos bien cómo nuestros caminos no siempre coinciden con los del Señor, y vosotros, dejándolo todo como los primeros discípulos, disteis el primer paso, el día que la Obra os invitó, en nombre de la Iglesia, a emprender el camino valiente y gozoso de la sequela Christi.

Estos hermanos nuestros proceden de una docena de países, y cada uno de ellos tiene su propia historia, su propio bagaje cultural y social, lo que favorece el enriquecimiento mutuo y nos recuerda la universalidad de la Iglesia y su misión de anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. En este sentido, permítanme un recuerdo personal: cuando era obispo de Daejeon, Corea, dispuse que algunos sacerdotes pasaran un periodo de especialización en estudios y colaboración pastoral en otros países: Italia, Estados Unidos, Taiwán, Francia, Chile... A su regreso, se podía ver un crecimiento, una apertura del corazón y de la mente, que habían recibido más de esas comunidades de lo que habían dado. Así, la diversidad vivida en espíritu de comunión enriquece y contribuye al crecimiento de todos. Cada país tiene sus propios puntos fuertes, así como sus propios retos, y los que están en una situación diferente pueden dar y aprender mucho de los demás.

Os confieso, queridos amigos, que cada vez que se me concede la gracia de conferir las Órdenes Sagradas, siempre pienso en la pregunta que le hago al Rector del Seminario o al Superior: "¿Estás seguro de que son dignos?” Y entrando en mí, como el hijo pródigo, me pregunto: "¿Cómo se puede ser plenamente digno de recibir un ministerio tan alto y tan grande? Nosotros, pobres hombres, yo pobre Lázaro, llamados a participar en el Sacerdocio de Cristo"?

Hace unos días, después de encontrarme con vosotros en el Dicasterio, mientras pensaba en estas cosas y, sobre todo, en vosotros, mis queridos hermanos, tuve por casualidad en mis manos un viejo libro titulado "Eternal Priesthood", del cardenal Manning, una de las grandes figuras del catolicismo inglés del siglo XIX, primero "rival" y después amigo del santo cardenal Newman, en el que leí precisamente esto: “No hay acto más grande que la consagración del Cuerpo de Cristo, así como no hay orden más sublime que el Sacerdocio”. Y con el don del Diaconado abrimos la puerta a esta hermosa realidad de consagración y santidad. Dentro de unos meses, si Dios quiere, recibiréis el siguiente grado del Sacramento del Orden y os convertiréis en sacerdotes de la Nueva Alianza.

Hemos escuchado en la Palabra de Dios la doble dimensión del servicio propio del ministro ordenado: el que se presta a Dios, "prestando servicio a la Morada", como repite varias veces el libro de los Números, y el que se presta en favor de la comunidad, según las palabras de los Apóstoles, que consideraban necesario encontrar "hombres de buena reputación, llenos de Espíritu y de sabiduría, a quienes confiar la tarea" de asistir a los necesitados (cf. Hch 6,2-3).

Dentro de unos momentos, seremos testigos de vuestra ofrenda a Dios, a su Iglesia y a la Obra; a partir de ahora, ya no seréis "dueños" de vosotros mismos, sino que perteneceréis al Señor y a su santo pueblo para dedicaros al gran ministerio de la caridad, del amor. No es casualidad que la página del Evangelio de este día tan importante para ti nos dé el mandamiento del amor; "permaneced en mi amor" (Jn 15,9) dice el Señor en la intimidad del Cenáculo, confiando a sus amigos, los discípulos, el mandamiento nuevo "amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 13,34).

¿Cómo se ama como Jesús, con una dedicación ilimitada a todos? En realidad, el Maestro no nos propone el camino del esfuerzo supremo hasta el sacrificio de la vida, sino una actitud diferente: la de configurarnos con Él, de pertenecer a Él, de ser su imagen viva, para poder transmitir su amor a los hermanos que encontremos en nuestro camino.

Jesús advierte a sus amigos que los demás se darán cuenta de que son sus discípulos "si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13,35) y, por tanto, lo que nos hace creíbles ante el mundo es, en primer lugar, la forma en que vivimos la caridad con el prójimo.

Haciendo aún más tuyo el grito del Arcángel Miguel: "¡Serviam, Serviré!", para que ya no seamos siervos, sino amigos del Señor, sirviendo y amando como nos recuerda tu Santo Fundador Josemaría: "Debes enamorarte de la humanidad santísima de Cristo (...) y cuando estés ante nuestro Redentor, dile: te adoro, Señor; te pido perdón; lávame, purifícame, inflámame, enséñame a amar".

Nuestro querido Papa Francisco, durante la celebración del Jubileo de los Diáconos en el Año Santo de la Misericordia, dijo: “El diácono es apóstol y servidor. El que anuncia a Jesús está llamado a servir y el que sirve anuncia a Jesús. Jesús mismo "se hizo nuestro servidor" (Flp 2,7), "no vino a ser servido, sino a servir" (Mc 10,45). "Se hizo diácono de todos", como escribió el Padre de la Iglesia, san Policarpo. El siervo aprende cada día a "desprenderse de disponer de todo para sí mismo y disponer de sí mismo como quiera". Se entrena cada mañana para "dar su vida", para pensar que "cada día no será suyo, sino que será vivido como una entrega de sí mismo". El que sirve no es un "celoso custodio de su tiempo", sino que "renuncia a ser el dueño de su propio día". Sabe que el tiempo que vive no le pertenece, sino que es un don que recibe de Dios para ofrecerlo a su vez: sólo así dará verdaderamente fruto. El siervo no es esclavo de la agenda que él mismo establece, sino que, dócil de corazón, está abierto a lo no programado: listo para su hermano y abierto a lo inesperado, que nunca falla y a menudo es la sorpresa diaria de Dios. El siervo está abierto a la sorpresa, a las sorpresas diarias de Dios" (Cf. Homilía del 29 de mayo de 2016).

Queridos hermanos diáconos, para devolver la esperanza a este mundo herido, debemos partir de nuestro deseo de identificarnos con Cristo, de servir al prójimo con el corazón, la mirada, los gestos y las palabras de Jesús. En la medida en que nos sintamos mirados amorosamente por Él, seremos capaces de ayudar a los demás, movidos por una auténtica caridad.

Necesitamos que nuestra relación con Jesucristo vaya más allá de una "realidad virtual". Nuestra vida debe partir de una relación interior, del conocimiento de Jesús, de la adoración a la Santísima Trinidad, de un vínculo más profundo que el de una madre con su hijo. Para que esto sea posible, son indispensables los momentos de desierto, como hizo Jesús cuando se retiró a rezar por la noche o por la mañana temprano.

Concluyo dirigiéndome a los padres, familiares y amigos de los ordenandos: os doy las gracias y os felicito porque en vuestras familias habéis dejado actuar al Espíritu Santo, que también ha marcado a través de vosotros, con vuestro amor incondicional, un camino de felicidad para vuestros hijos.

Confío vuestro ministerio y vuestras vidas a María Santísima. Que la que siempre ha sabido servir y amar sin reservas, te ayude a ser siempre fiel a tu llamada y te conceda la perseverancia de una vida santa: Sancta Maria, Spes nostra, Sedes Sapientiae, ora pro nobis. Amén.