En la Jornada Mundial del Enfermo

El pasado 11 de febrero se celebró la XIV Jornada Mundial del Enfermo. Incluimos en esta sección el mensaje de Benedicto XVI para esta Jornada y dos testimonios de Juan Pablo II y San Josemaría sobre el sentido cristiano de la enfermedad.

Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI

XIV Jornada Mundial del Enfermo

Adelaida, Australia, 11 de febrero de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

El 11 de febrero del 2006, memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen de Lourdes, se celebrará la 14ª Jornada Mundial del Enfermo. El año pasado la Jornada se desarrolló en el Santuario mariano de Mvolyé en Yaoundé, y en esa ocasión, en nombre de todo el Continente africano, los fieles y sus Pastores reafirmaron su compromiso pastoral a favor de los enfermos. La próxima Jornada se celebrará en Adelaide, Australia, y las manifestaciones culminarán con la Celebración eucarística en la Catedral dedicada a San Francisco Javier, incansable misionero de las poblaciones de Oriente. En esa oportunidad, la Iglesia desea inclinarse con particular solicitud sobre las personas que sufren, llamando la atención de la opinión pública sobre los problemas ligados con la dificultad mental, que afecta a un quinto de la humanidad y constituye una real y verdadera emergencia socio-sanitaria. Al recordar la atención que mi venerado predecesor Juan Pablo II dedicaba a esta manifestación anual, también yo, queridos hermanos y hermanas, quisiera estar presente espiritualmente en la Jornada Mundial del Enfermo para detenerme a reflexionar en sintonía con los participantes sobre la situación de los enfermos mentales en el mundo y solicitar el compromiso de las Comunidades eclesiales dando testimonio de la tierna misericordia del Señor.

En muchos Países aún no existe una legislación al respecto y en otros falta todavía una política bien definida sobre la salud mental. Asimismo, hay que notar que la prolongación de conflictos armados en varias regiones de la tierra, el acontecimiento de terribles catástrofes naturales, la expansión del terrorismo, además de causar un número impresionante de muertos, han generado en no pocos supérstites traumas psíquicos, de los que difícilmente se recuperan. En los Países que cuentan con un elevado desarrollo económico, los expertos reconocen también como origen de nuevas formas de transtorno mental la influencia negativa de la crisis de los valores morales. Esto aumenta el sentido de soledad, minando e incluso disgregando las tradicionales formas de cohesión social, comenzando por el instituto de la familia y marginando a los enfermos, especialmente aquellos mentales, a menudo considerados como un peso para la familia y para la comunidad. Quisiera hacer resaltar aquí el mérito de quienes, en formas y niveles diferentes, trabajan para que no disminuya el espíritu de solidaridad, y se persevere más bien en la atención a estos hermanos y hermanas nuestros, inspirándose en ideales y principios humanos y evangélicos.

Por tanto, animo los esfuerzos de quienes trabajan para que se otorgue a todos los enfermos mentales el acceso a los cuidados necesarios. Lamentablemente, en muchas partes del mundo los servicios a favor de estos enfermos son carentes, insuficientes o en ruina. El contexto social no siempre acepta a los enfermos de mente con sus limitaciones, y también debido a esto hay dificultad para lograr los necesarios recursos humanos y financieros. Se advierte la necesidad de integrar mejor el binomio terapia adecuada y nueva sensibilidad frente a la dificultad, de modo que se permita a los agentes del sector salir al encuentro con mayor eficacia de los enfermos y de las familias que por sí solos no tienen la capacidad de seguir adecuadamente a sus familiares en dificultad. La próxima Jornada Mundial del Enfermo es una circunstancia oportuna para manifestar solidaridad a las familias que tienen a su cargo a personas enfermas de mente.

Deseo dirigirme ahora a vosotros, queridos hermanos y hermanas afligidos por la enfermedad, para invitarles a ofrecer junto con Cristo vuestra condición de sufrimiento al Padre, con la seguridad de que cada prueba acogida con resignación tiene merecimiento y atrae la benevolencia divina sobre toda la humanidad. Manifiesto mi aprecio hacia quienes les asisten en los centros residenciales, en los Day Hospital, en los Departamentos de diagnósticos y cuidados, y los exhorto para que hagan todo lo posible a fin de que nunca falte al necesitado la asistencia médica, social y pastoral que respete la dignidad propia de cada ser humano. La Iglesia, especialmente mediante la obra de los capellanes, no dejará de ofrecerles su ayuda, ya que está totalmente convencida de que está llamada a manifestar el amor y la solicitud de Cristo hacia los que sufren y los que se ocupan de ellos. A los agentes pastorales, a las asociaciones y organizaciones del voluntariado recomiendo que sostengan, con formas e iniciativas concretas, a las familias que tienen a su cargo enfermos mentales, a favor de los cuales auspicio que aumente y se difunda la cultura de la acogida y de la comparticipación, gracias también a leyes adecuadas y a planos sanitarios que prevean recursos suficientes para su aplicación concreta. Urge la formación y la actualización del personal que trabaja en un sector tan delicado de la sociedad. Cada cristiano, según su propia tarea y su responsabilidad, está llamado a brindar su aporte a fin de que se reconozca, se respete y se promueva la dignidad de estos hermanos nuestros.

Duc in altum! Esta invitación de Cristo a Pedro y a los Apóstoles la dirijo a las Comunidades eclesiales esparcidas en el mundo y, de manera especial, a los que están al servicio de los enfermos, porque con la ayuda de María Salus infirmorum, den testimonio de la bondad y de la paternal solicitud de Dios. La Virgen Santa consuele a los que están marcados por la enfermedad y sostenga a los que, como el buen Samaritano, suavizan las llagas corporales y espirituales. A cada uno aseguro un recuerdo en la oración, mientras gustoso imparto a todos mi Bendición.

Desde el Vaticano, 8 de diciembre de 2005.

Juan Pablo II: un enfermo más en Lourdes

11 de febrero 2004. Juan Pablo II acude como un enfermo más a ponerse en manos de la Virgen de Lourdes en el 150 aniversario del dogma de la Inmaculada Concepción. Recogemos un extracto del último mensaje que dedicó en una Jornada Mundial del Enfermo.

La Jornada Mundial del Enfermo, celebración que anualmente tiene lugar en un continente diferente, asume en esta ocasión un significado singular. Se celebrará en Lourdes, Francia, localidad en la que la Virgen se apareció el 11 de febrero de 1858, y que desde entonces se ha convertido en meta de muchas peregrinaciones. La Virgen quiso manifestar en aquella región montañosa su amor maternal especialmente a los que sufren y a los enfermos. Desde entonces sigue haciéndose presente con constante esmero.

El dogma de la Inmaculada Concepción nos introduce en el corazón del misterio de la Creación y de la Redención (Cf. Efesios 1, 4-12; 3, 9-11). Dios ha querido entregar a la criatura humana la vida en abundancia (Cf. Juan 10, 10), condicionando, sin embargo, esta iniciativa suya a una respuesta libre y de amor. Al rechazar este don con la desobediencia que llevó al pecado, el hombre ha interrumpido trágicamente el diálogo vital con el Creador. Al «sí» de Dios, fuente de la plenitud de la vida, se le opuso el «no» del hombre, motivado por la orgullosa autosuficiencia, precursora de muerte (Cf. Romanos 5, 19).

Toda la humanidad quedó seriamente involucrada por esta cerrazón a Dios. Sólo María de Nazaret, en previsión de los méritos de Cristo, fue concebida sin culpa original y abierta totalmente al designio divino. De este modo, el Padre celeste pudo realizar en ella el proyecto que tenía para los hombres. La Inmaculada Concepción precede el intercambio armonioso entre el «sí» de Dios y el «sí» que María pronuncia con abandono total, cuando el ángel le lleva el anuncio celeste (Cf. Lucas 1, 38). Su «sí», en nombre de la humanidad, vuelve a abrir al mundo las puertas del Paraíso, gracias a la encarnación del Verbo de Dios en su seno, por obra del Espíritu Santo (Cf. Lucas 1, 35). El proyecto originario de la creación es restaurado de este modo y potenciado en Cristo, y en ese proyecto encuentra su lugar también ella, la Virgen Madre.

Aquí está el parte-aguas de la historia: con la Inmaculada Concepción de María comenzó la gran obra de la Redención, que tuvo lugar con la sangre preciosa de Cristo. En Él toda persona está llamada a realizarse en plenitud hasta la perfección de la santidad (Cf. Colosenses 1, 28).

Desde el día de la aparición a Bernadette Soubirous, María ha «curado» en ese lugar dolores y enfermedades, restituyendo también a muchos hijos suyos la salud del cuerpo. Sin embargo, ha realizado prodigios mucho más sorprendentes en el espíritu de los creyentes, abriéndoles al encuentro con su hijo, Jesús, respuesta auténtica a las expectativas más profundas del corazón humano. El Espíritu Santo, que la cubrió con su sombra en el momento de la Encarnación del Verbo, transforma el espíritu de innumerables enfermos que recurren a Ella. Incluso cuando no alcanzan el don de la salud corporal, pueden recibir siempre otro bien mucho más importante: la conversión del corazón, fuente de paz y de alegría interior. Este don transforma su existencia y les hace apóstoles de la cruz de Cristo, estandarte de esperanza, a pesar de las pruebas más duras y difíciles.

En la carta apostólica «Salvifici doloris» observaba que el sufrimiento pertenece a la vicisitud histórica del hombre, que tiene que aprender a aceptarlo y superarlo (Cf. n. 2: AAS 576 [1984], 202). Pero, ¿cómo puede lograrlo si no es gracias a la cruz de Cristo?

En la muerte y resurrección del Redentor, el sufrimiento humano encuentra su significado más profundo y su valor salvífico. Todo el peso de tribulaciones y dolores de la humanidad está condensado en el misterio de un Dios que, asumiendo nuestra naturaleza humana, se ha aniquilado hasta hacerse «pecado por nosotros» (2 Corintios 5, 21). En el Gólgota, cargó con las culpas de toda criatura humana y, en la soledad del abandono, gritó al Padre: «¿Por qué me has abandonado?» (Mateo 27, 46).

De la paradoja de la Cruz surge la respuesta a nuestros interrogantes más inquietantes. Cristo sufre por nosotros: carga sobre sí el sufrimiento de todos y lo redime. Cristo sufre con nosotros, dándonos la posibilidad de compartir con Él nuestros sufrimientos. Unido al de Cristo, el sufrimiento humano se convierte en medio de salvación. Por este motivo el creyente puede decir con san Pablo: «me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Colosenses 1, 24). El dolor, acogido con fe, se convierte en la puerta para entrar en el misterio del sufrimiento redentor del Señor. Un sufrimiento que ya no quita la paz y la felicidad, pues está iluminado por el fulgor de la resurrección.

IOANNES PAULUS II “Yo le estoy pidiendo que te cures, pero que se haga su Voluntad”

En la “Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei”, Mons. Álvaro del Portillo cuenta el siguiente relato en el que San Josemaría anima a una numeraria que está sufriendo una dolorosa enfermedad.

El 18 de diciembre de 1972, el Padre fue a visitar a una joven Numeraria de origen siciliano, Sofía Varvaro, ingresada en una clínica de Roma. Tenía un cáncer de hígado y estaba desahuciada por los médicos. El Padre la consoló y la animó hablándole del Cielo. El diálogo tuvo momentos de gran emoción.

–"Padre –le confió Sofía–, a veces tengo miedo de no saber llegar al final, porque soy muy poca cosa".

San Josemaría atendiendo a Isidoro Zorzano

El Padre le replicó inmediatamente: ¡Hija, no tengas miedo!: ¡que te espera Jesús! Yo le estoy pidiendo que te cures, pero que se haga su Voluntad. Cuesta a veces aceptar esa Voluntad divina, que no entendemos, pero el Señor se debe reír un poco de nosotros, porque nos quiere y nos cuida como un padrazo, con corazón de madre, ¿comprendes? Yo, mañana, con la Hostia santa, te pondré en la patena para ofrecerte al Señor. Y tú, aquí o en el Cielo, siempre muy unida al Padre, a las intenciones del Padre, porque os necesito a todos bien metidos en mi petición.

Sofía le dijo que había rezado mucho por los frutos de su reciente viaje a España y Portugal.

¡Hija mía, me habéis ayudado tanto! No me he encontrado nunca solo. Ahora, después de verte, sé que tú me ayudarás en el Cielo, y también en la tierra, si el Señor te deja aquí. Pide intensamente por esta Iglesia, que a mí me hace padecer tanto, para que termine esta situación. Me apoyo en vosotros, y me siento acompañado por vuestra oración y por vuestro cariño.

–"Padre, gracias por su ayuda, y por la ayuda de todos los de la Obra".

–¡No puede ser de otra manera! Estamos muy unidos, y yo me siento responsable de cada uno de vosotros. Sufro, cuando no estáis bien de salud: me cuesta mucho, pero amo la Voluntad del Señor. Como somos una familia de verdad, yo me encuentro feliz con vuestro cariño, y pienso que también a vosotros os tiene que dar alegría que el Padre os quiera tanto.

–"Padre, quiero llegar al final, pero a veces tengo muchos dolores, y me canso".

–Sí, hija mía, te entiendo muy bien. Acude a la Virgen, y dile: monstra te esse Matrem!, o con sólo que le digas ¡Madre!, es suficiente. Ella no nos puede dejar. Además, nunca estaremos solos, tú nos sostienes a los demás, y los demás están bien unidos a ti. Pide tu curación, aceptando la Voluntad de Dios, y estáte contenta con lo que Él disponga: la Iglesia necesita nuestra vida. Reza por los sacerdotes de toda la Iglesia y especialmente por los de la Obra, no porque debamos ser más santos que los demás, sino para que nos hagamos cargo de esta bendita responsabilidad de que hemos de gastarnos de verdad. Fuerza al Señor. Dile: ¡Jesús mío, por tu Iglesia!, y ofrécele todo. Por la Obra, para que podamos servirte siempre más. Tu unión con el Señor, hija mía, ha de ser cada día más grande.

–"Padre, hace mucho tiempo que no puedo asistir a la Santa Misa".

–Hija mía, ahora tu día entero es una Misa, consumiéndote bien unida al Señor. No te preocupes. El Señor está dentro de ti, no le dejes. Hay que rezar mucho. Dirígete a la Santísima Virgen y a San José. Acude con confianza a nuestro Padre y Señor San José, para que nos lleve por el camino de intimidad que él tuvo con su Hijo.

Al salir de la habitación de la clínica, sin esconder el propio dolor, el Padre repitió lentamente la jaculatoria: Fiat, adimpleatur, laudetur et in aeternum superexaltetur iustissima atque amabilissima Voluntas Dei super omnia. Amen. Amen!

He reconstruido todo este diálogo sirviéndome de los testimonios y recuerdos de algunas personas que estuvieron presentes, porque cada frase constituye un extraordinario ejemplo práctico de cómo en el Padre el cariño humano y la visión sobrenatural iban siempre íntimamente unidos.