Con inmensa delicadeza, pero profundamente desconcertados, José de Arimatea y Nicodemo bajan al Señor de la cruz y lo dejan entre los brazos de su madre. Santa María acaricia a su Hijo con la ternura de aquella noche lejana en Belén; le cierra los ojos, lo besa en la frente. Llora, cree, espera… Y sostiene así, a través de esa prueba tan dura, a una Iglesia aún minúscula: al «pueblo que ha de nacer» (Sal 22,32), que está naciendo ya.
La mañana del domingo de Pascua disipará todas las tinieblas. Sin la resurrección, no solo la pasión y la muerte de Jesús, sino también todo el sufrimiento y el dolor de la historia, se habrían convertido en una broma cruel. Pero la victoria de Jesús sobre la muerte ha cambiado las coordenadas para siempre. Desde entonces es posible sufrir y entregarse por amor, con la confianza de Jesús: «Doy mi vida para tomarla de nuevo» (Jn 10,18); «os volveré a ver y se os alegrará el corazón» (Jn 16,22). Esa alegría a la hora de acoger y escoger la cruz, en lo pequeño y en lo grande, es una gracia especial de Jesús resucitado[1].
Fuente de vida
San Pablo explica que la muerte de Jesús crucifica al «hombre viejo» (Rm 6,6; Ef 4,22). Es una muerte que tiene solo sentido desde el punto de vista de la vida a la que va a dar lugar: la vida de la gracia, del Espíritu, el «hombre nuevo» (Ef 4,24). Del mismo modo, el sacrificio y la mortificación cristiana no tienen sentido por sí solos, como si renunciar a la propia vida fuera, sin más, algo bueno. La mortificación tiene sentido en la medida en que es vivificadora, fuente de nueva vida. El cristiano reconoce zonas de sí mismo que le quitan vida, que lo alienan, que crean división en su interior y a su alrededor… porque están todavía bajo el dominio del pecado: tendencias enfermas, torcidas o heridas que deben ser salvadas, resucitadas por Cristo. Por eso, advierte san Pablo: «si vivís según la carne, moriréis; pero, si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis» (Rm 8,13).
Es importante entender bien lo que el apóstol está diciendo aquí: frente a la llamada a vivir según el Espíritu, con mayúscula, está la tentación de vivir según la carne, es decir, según todo lo que en nosotros —alma y cuerpo— se opone a Dios[2]. Por eso, la vida «según la carne» no es quizá tanto la de un cuerpo salvaje que pisotea a un alma inocente como la de un alma frívola que corrompe y desfigura toda la persona, en su unidad de cuerpo y espíritu[3]. Como dice Jesús, el mal viene de muy adentro: «Lo que sale del hombre es lo que hace impuro al hombre. Porque del interior del corazón de los hombres proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, los deseos avariciosos (…). Todas estas cosas malas proceden del interior y hacen impuro al hombre» (Mc 7,20-23).
El cristiano no busca el dolor por el dolor, sino que desea liberar el corazón de todo lo que lo encadena
Se entiende así que para los cristianos el valor del sacrificio no está en el sufrimiento considerado en sí mismo, o en un ascético sometimiento del cuerpo, sino en el deseo de liberar el corazón de todo lo que lo encadena; en la aspiración a una vida más ligera, más luminosa, más entera: una vida que irradie sencillez y alegría. El cristiano no busca el dolor por el dolor; no es un masoquista. Sin embargo, descubre tantas veces, en sí mismo y en los demás, bajos fondos de egoísmo, de sensualidad, de codicia. Liberarse y ayudar a otros a liberarse de todo eso, sobre todo cuando ha echado raíces profundas, no es posible sin renuncia. Sí, abrir el corazón puede doler, como sucede cuando se recupera el flujo sanguíneo en un miembro entumecido por el frío: puede costar mucho, pero es necesario.
«Entonces ya ayunarán»
«¿Acaso pueden estar de duelo los amigos del esposo mientras el esposo está con ellos? Ya vendrá el día en que les será arrebatado el esposo; entonces, ya ayunarán» (Mt 9,15). Estas palabras un tanto misteriosas de Jesús anuncian detalles importantes sobre el estilo de vida de sus discípulos. Por un lado, Él ha venido al mundo para quedarse, y ha venido a traer la alegría, la vida «en abundancia» (Jn 10,10): no solo no le molesta que disfrutemos de la vida, sino que se alegra de vernos sanos y felices[4]. Por otro, mientras dure la historia se notará la ausencia de Dios allí donde los hombres prefieren las tinieblas de su egoísmo a la luz de su amor (cfr. Jn 3,19-21). Y ese lugar es siempre, de entrada, el corazón de cada uno. En nuestro corazón, en nuestras relaciones, en nuestras casas, es necesario hacer espacio a Dios, porque nuestro yo tiende a ocuparlo todo. Y donde reina el yo, falta la paz y la alegría.
El ayuno es una de las formas que ha tomado desde el principio el combate de los cristianos para hacer espacio a Dios en sus vidas, porque el Señor mismo ayunaba (cfr. Mt 4,2) y nos exhortó a hacerlo, poniendo buena cara (Mt 6,16-18). El ayuno significa renunciar de una manera muy concreta, muy palpable, a nuestra tendencia a dominar y a disponer sobre las cosas. Por esta práctica, que nos alcanza en algo tan fundamental como la alimentación para la subsistencia, nos movemos «desde la tentación de “devorar” todo para saciar nuestra codicia hacia la capacidad de sufrir por amor, que puede llenar el vacío de nuestro corazón»[5]. San Josemaría decía que el ayuno es una «penitencia gratísima a Dios»; aunque, añadía, «entre unos y otros, hemos abierto la mano»[6]. En efecto, si uno se limitara estrictamente a las disposiciones mínimas en esta materia, podría acabar por ayunar muy poco. De ahí que la Iglesia, como una buena madre, deje gran margen para la generosidad y para el crecimiento espiritual de cada uno, atendiendo también a la salud del cuerpo.
en nuestras relaciones es necesario hacer espacio a Dios, porque nuestro yo tiende a ocuparlo todo
La lógica del ayuno, marcada por este deseo de que Dios crezca y que yo —con mi egoísmo, con mi afán de imponerme— disminuya (cfr. Jn 3,30), permite entender el sentido de tantas otras privaciones voluntarias: sacrificios que, aunque parecen empequeñecer la vida, de hecho la ensanchan; la hacen más libre. Al renunciar voluntariamente a ciertas cosas buenas, vamos grabando en nuestro corazón la convicción de que «solo Dios basta»[7]. Nos protegemos así de la idolatría, que «no presenta un camino, sino una multitud de senderos que no llevan a ninguna parte y forman más bien un laberinto»[8]. Quien no sabe renunciar a nada acaba por verse sujeto a todo, «obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: “Fíate de mí”»[9]; quien se atreve a hacerlo, en cambio, «se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios»[10].
Desde ese punto de vista, existen muchas formas posibles de «ayuno» o de renuncia. Con tal de que las escojamos de corazón, y no por un frío sentido del deber, todas ellas nos pueden hacer más libres, «libres para amar»[11]. Un ayuno digital intermitente, por ejemplo, por el que dejamos de lado el móvil en algunos momentos del día, nos permite mejorar nuestras relaciones interpersonales y sostener conversaciones más auténticas, a salvo de distracciones que intoxican. El hecho de renunciar a disponer inmediatamente de todo con unos pocos movimientos del dedo —informaciones, productos, experiencias— nos libera de una tendencia a poseer o consumir que acaba por dejarnos vacíos. Prescindir de un servicio o escoger a veces algo menos cómodo o agradable nos ayuda a disfrutar de lo sencillo y nos fortalece frente a las contrariedades, que no faltan en la vida de nadie. Evitar que nuestra atención se disperse durante el trabajo nos permite hacer de él un verdadero servicio, y gozar con los resultados. Renunciar a ratos libres para ocuparnos de un enfermo o de alguien que necesita ayuda nos ensancha el corazón e impide que se endurezca; nos enseña incluso a convivir con nuestra propia imperfección y fragilidad.
escoger a veces algo menos cómodo o agradable nos ayuda a disfrutar de lo sencillo
También en esta lógica de libertad del corazón —libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8,21)— se inscriben distintas costumbres de mortificación del cuerpo y de la sensibilidad, que han ido adoptando formas varias entre los cristianos a lo largo de la historia. Como el ayuno, estas prácticas responden a la convicción de que es necesario rezar también con el cuerpo, y de que se hace inevitable una cierta lucha por reintegrar las distintas esferas de nuestra persona. Así, cuando un cristiano trata su cuerpo o sus sentidos con más exigencia, no lo hace porque vea en ellos algo malo o sospechoso, sino porque percibe la tendencia de su corazón a dispersarse en mil direcciones, y sobre todo el coste real de esa dispersión: la incapacidad de amar. O más aún, porque siente el deseo, manso y humilde, de asociarse al sufrimiento de Jesús en su pasión. San Pablo habla de llevar la muerte del Señor en nuestro cuerpo, para resucitar con él (cfr. 2Cor 4,10); y a ese recorrido, a esa pascua, obedecen también este tipo de sacrificios. Es verdad que a veces se pueden haber prestado a excesos, y también a la incomprensión de quienes no conciben que se pueda sufrir para que Jesús viva en nosotros. Sin embargo, entre quienes por un lado exageran y quienes por otro se escandalizan, se alza la serenidad, la sencillez y la libertad de espíritu con la que muchos cristianos expresan, también de este modo, su amor a Jesús: «corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!»[12].
Dar la vida por sus amigos
«Misericordia quiero, y no sacrificio», dice Dios a través del profeta Oseas (Os 6,6). Jesús retoma esas palabras en el Evangelio (cfr. Mt 9,13), no para invalidar la práctica del ayuno y de la mortificación, sino para subrayar que todo sacrificio debe ordenarse al amor. San Josemaría lo explicaba así: «Prefiero las virtudes a las austeridades, dice con otras palabras Yahvé al pueblo escogido, que se engaña con ciertas formalidades externas. —Por eso, hemos de cultivar la penitencia y la mortificación, como muestras verdaderas de amor a Dios y al prójimo»[13]. En ese sentido, solía decir que las mortificaciones preferidas de Dios eran las que hacían la vida más agradable a los demás[14]. También en esto, se hacía eco de las palabras del Señor: «Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,13).
La disposición a dar la vida por los demás, si es sincera, no necesita ni puede esperar a situaciones extraordinarias, porque encuentra multitud de ocasiones en la vida misma. San Josemaría enumeraba algunas: «Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes...»[15].
En esas, y en muchas otras situaciones, la mirada del cristiano, como la de Jesús, no está centrada en el propio sufrimiento, sino en el bien que hace de la cruz una realidad amable. «¡Sacrificio, sacrificio! —Es verdad que seguir a Jesucristo —lo ha dicho Él— es llevar la cruz. Pero no me gusta oír a las almas que aman al Señor hablar tanto de cruces y de renuncias: porque, cuando hay Amor, el sacrificio es gustoso —aunque cueste— y la cruz es la Santa Cruz.—El alma que sabe amar y entregarse así, se colma de alegría y de paz. Entonces, ¿por qué insistir en “sacrificio”, como buscando consuelo, si la cruz de Cristo —que es tu vida— te hace feliz?»[16].
San Josemaría enfatiza el valor positivo del sacrificio que se hace por amor, señalándolo incluso como fuente de paz y de alegría. Y, por eso mismo, rechaza con firmeza los modos «doloristas» o «victimistas» de entender el sacrificio[17]. A veces hay quien parece insistir en el componente de renuncia que supone seguir al Señor, como buscando una mirada de consuelo, y olvidando que la renuncia es solo fuente de vida por su unión con la cruz de Jesús. En esos casos, la atención se pone en el dolor experimentado, en el propio esfuerzo espiritual. Pero el sacrificio cristiano no se propone probar una heroica capacidad de aguantar el sufrimiento, sino formar en nosotros un corazón como el de Cristo, un corazón traspasado, «completamente abierto»[18].
el sacrificio cristiano se propone formar en nosotros un corazón como el de Cristo, un corazón traspasado, «completamente abierto»
Jesús no explicó su muerte como una muestra de coherencia ante unos principios o como un despliegue de su resistencia espiritual, sino como una entrega por personas concretas: «mi cuerpo se entrega por vosotros» (Lc 22,19). Toda su atención está dirigida hacia nosotros, no hacia sí mismo. Por eso, si redujéramos el objetivo de nuestra mortificación a nuestro propio sufrimiento, no solo desarrollaríamos una espiritualidad negativa y triste, que no tiene nada que ver con el Evangelio, sino sobre todo una cierta soberbia espiritual que podría hacer estériles nuestros sacrificios. Es necesario mirar mucho más allá: comprender el sacrificio como un enorme sí a Dios y a los demás, como un gran sí a la Vida.
Hay una gran distancia entre quien centra el objetivo en sufrir y quien lo centra en amar, aunque el amor pueda doler. Por eso, la invitación de Jesús a tomar su cruz podría entenderse así: ama aunque duela —porque a veces va a doler—, y confía en la resurrección; busca sobre todas las cosas el reino de Dios y su justicia (cfr. Mt 6,33), y déjalo todo en manos del Padre (cfr. Lc 23,46). Esa es la disposición del corazón de Cristo, y del corazón de los suyos: iluminar un mundo a oscuras con una alegría radicada en la cruz[19]; caminar por la vida con «la cruz a cuestas, con una sonrisa en tus labios, con una luz en tu alma»[20].
[1] El profeta Isaías anticipaba ya, con unas palabras que impresionan a la vuelta de los siglos, esa gracia que surgiría de la Cruz y de la Resurrección, y que alcanza a todos los que abrazan ese camino: «Puesto que dio su vida en expiación, verá descendencia, alargará los días, y, por su mano, el designio del Señor prosperará. Por el esfuerzo de su alma verá la luz (...). Por eso, le daré muchedumbres como heredad, y repartirá el botín con los fuertes; porque ofreció su vida a la muerte, y fue contado entre los pecadores, llevó los pecados de las muchedumbres e intercede por los pecadores» (Is 53,10-12).
[2] Cfr. Rm 8,7-9: «[L]a tendencia de la carne es enemiga de Dios, ya que no se somete —y ni siquiera puede— a la Ley de Dios. Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Ahora bien, vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros».
[3] En ese sentido, san Pablo habla del respeto que se debe al cuerpo, aduciendo que es «miembro de Cristo» y «templo del Espíritu Santo» (1Co 6,15-19); «[N]adie aborrece nunca su propia carne, sino que la alimenta y la cuida, como Cristo a la Iglesia» (Ef 5,29).
[4] Cfr. Si 14,11.14: «Hijo, en la medida en que puedas, procúrate el bien (…). No te prives de un día feliz, y no se te escape porción alguna de un buen deseo».
[5] Francisco, Mensaje para la cuaresma, 2019.
[6] San Josemaría, Camino, n. 231.
[7] Santa Teresa de Jesús, Poesías, n. 30, en Obras Completas, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2012.
[8] Francisco, Enc. Lumen Fidei, n. 13.
[9] Ibídem.
[10] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 84.
[11] F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 6.
[12] San Josemaría, Via Crucis, 5a estación.
[13] San Josemaría, Surco, n. 992.
[14] Cfr. p. ej. Surco, n. 991; Forja, n. 150.
[15] Camino, n. 173.
[16] Surco, n. 249.
[17] Cfr. Camino, edición crítico-histórica, comentario al n. 175.
[18] J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca, 2007, p. 189.
[19] Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 43; Forja, n. 28.
[20] Via Crucis, 2.ª estación, n. 3.