Sumario
• La fe en la resurrección
• El sentido cristiano de la muerte
• La vida eterna en comunión íntima con Dios
• El infierno como rechazo definitivo de Dios
• Purificarse para poder encontrar a Dios
• Bibliografía básica
Al final del Símbolo de los Apóstoles la Iglesia proclama: «Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna». En esta fórmula se contienen, brevemente enunciados, los elementos fundamentales de la esperanza escatológica de la Iglesia, es decir, de lo que espera el hombre al final de su vida. La base de la esperanza cristiana es la promesa divina.
La fe en la resurrección
En muchas ocasiones la Iglesia ha proclamado su fe en la resurrección de todos los muertos al final de los tiempos. Se trata de algún modo de la “extensión” de la Resurrección de Jesucristo, «el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29), a todos los hombres, justos y pecadores, que tendrá lugar cuando Él venga al final de los tiempos para juzgar a vivos y a muertos. Con la muerte, como sabemos, el alma se separa del cuerpo, pero con la resurrección, cuerpo y alma se unen de nuevo entre sí en la gloria, para siempre (cf. Catecismo, 997). El dogma de la resurrección de los muertos, al mismo tiempo que habla de la plenitud de vida inmortal a la que está destinado el hombre, se presenta como un vivo recuerdo de su dignidad, especialmente en su vertiente corporal. Habla de la bondad del mundo, del cuerpo, del valor de la historia vivida día a día, de la vocación eterna de la materia. Por ello, contra los gnósticos del II siglo, los Padres de la Iglesia han insistido en la resurrección de la carne, es decir de la vida del hombre en su materialidad corpórea.
Santo Tomás de Aquino considera que la resurrección de los muertos es natural en lo que se refiere al destino del hombre (porque el alma inmortal está hecha para estar unida al cuerpo, y viceversa), pero es sobrenatural respecto a Dios que es quien lo lleva a cabo (Summa Contra Gentes, IV, 81), es decir, natural en cuanto a la “causa final”, sobrenatural en lo que se refiere a la “causa eficiente”.
El cuerpo resucitado será real y material; pero no terreno, ni mortal. San Pablo se opone a la idea de una resurrección como transformación humana dentro de la historia, y por ende habla del cuerpo resucitado como “glorioso” (cf. Flp 3,21) y “espiritual” (cf. 1 Co 15,44). La resurrección del hombre, como la de Cristo, tendrá lugar, para todos, después de la muerte, al final de los tiempos.
La Iglesia no promete a los cristianos una vida de éxito seguro en esta tierra, lo que se llama una utopía, pues nuestra vida terrena está siempre marcada por la Cruz. Al mismo tiempo, por la recepción del Bautismo y de la Eucaristía, el proceso de la resurrección ha comenzado ya aquí en la tierra de algún modo (cf. Catecismo, 1000). Según Santo Tomás, en el estado resucitado, el alma informará el cuerpo tan profundamente, que en éste quedarán reflejadas todas sus cualidades morales y espirituales (Summa Theologiae, III. Suppl., qq. 78-86). En este sentido la resurrección final, que tendrá lugar con la venida de Jesucristo en la gloria, hará posible el juicio definitivo de vivos y muertos.
Respecto a la doctrina de la resurrección se pueden hacer cuatro observaciones prácticas:
1) La doctrina de la resurrección final excluye las teorías de la reencarnación, según las cuales el alma humana, después de la muerte, emigra hacia otro cuerpo, repetidas veces si hace falta, hasta quedar definitivamente purificada. La vida humana es única… no se repite; esto da espesor a todo lo que hacemos cotidianamente. Al respecto, el Concilio Vaticano II ha hablado de «único curso de nuestra vida» (Lumen gentium, 48).
2) Una manifestación clara de la fe de la Iglesia en la resurrección del propio cuerpo es la veneración de las reliquias de los santos, tan central en la piedad de los creyentes.
3) Aunque la cremación no es ilícita, a no ser que se elija por razones contrarias a la fe (CIC, 1176), la Iglesia aconseja vivamente conservar la piadosa costumbre de sepultar los cuerpos[1]; el cuerpo en su materialidad, es parte integrante de la persona, resucita al final de los tiempos, ha tenido contacto con los sacramentos instituidos por Cristo y que ha sido templo del Espíritu Santo; se entiende entonces que en el momento de la sepultura sea respetada en su materialidad al máximo nivel posible; el desprecio moderno hacia la corporeidad humana como criatura de Dios destinada a la resurrección aconseja de evitar la cremación en un modo particular hoy en día;
4) La resurrección de los muertos coincide con lo que la Sagrada Escritura llama la venida de «los nuevos cielos y la tierra nueva» (Catecismo, 1042; 2 P 3,13; Ap 21,1). No sólo el hombre llegará a la gloria, sino que el entero cosmos, en el que el hombre vive y actúa, será transformado. «La Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús y en la cual conseguimos la santidad por la gracia de Dios, no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (cf. Hch 3,21) y cuando, junto con el género humano, también la creación entera, que está íntimamente unida con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovada en Cristo (cf. Ef 1,10; Col 1,20; 2 P 3,10-13)» (Lumen gentium, n. 48). Habrá continuidad ciertamente entre este mundo y el mundo nuevo, pero también una importante discontinuidad marcada por la perfección, la permanencia y la felicidad completa.
El sentido cristiano de la muerte
El enigma de la muerte del hombre se comprende solamente a la luz de la resurrección de Cristo y de nuestra resurrección en Él. En efecto, la muerte, la pérdida de la vida humana, la separación de alma y cuerpo, se presenta como el mal más grande en el orden natural. Pero será superada de modo completo cuando Dios en Cristo resucite a los hombres al final de los tiempos.
Es cierto que la muerte se presenta como natural en el sentido que el alma puede separarse del cuerpo. Marca el término de la peregrinación terrena. Después de la muerte el hombre no puede merecer o desmerecer más; ya no tendrá la posibilidad de arrepentirse. Justo después de la muerte irá el alma al cielo, al infierno o al purgatorio, pasando por lo que se llama el juicio particular (cf. Catecismo, 1021-1022). La inexorabilidad de la muerte sirve al hombre para enderezar su vida, para aprovechar el tiempo y los demás talentos que Dios le ha dado, para obrar rectamente, para gastarse en el servicio de los demás.
Por otro lado, la Escritura enseña que la muerte ha entrado en el mundo a causa del pecado (cf. Gn 3,17-19; Sb 1,13-14; 2,23-24; Rm 5,12; 6,23; St 1,15; Catecismo, 1007). En este sentido la muerte se considera como castigo por el pecado: el hombre que quería vivir al margen de Dios, debe aceptar el sinsabor y las consecuencias de la ruptura con Él, con la sociedad y consigo mismo como fruto de su alejamiento.
Sin embargo, Cristo con su obediencia venció la muerte y ganó la resurrección y la salvación para la humanidad. Para quien vive en Cristo por el Bautismo, la muerte sigue siendo dolorosa y repugnante, pero ya no es un recuerdo vivo del pecado sino una oportunidad preciosa de poder corredimir con Cristo, mediante la mortificación y la entrega a los demás. «Si morimos con Cristo, también viviremos con Él» (2 Tm 1,11). Por esta razón, «gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo» (Catecismo, 1010). La gradual muerte a sí mismo que lleva consigo la vida cristiana (la mortificación) sirve para la definitiva unión con Cristo por medio de la muerte.
La vida eterna en comunión íntima con Dios
Al crear y redimir al hombre, Dios le ha destinado a la eterna comunión con Él, a lo que San Juan llama la “vida eterna”, lo que se suele llamar “el cielo”. Así Jesús comunica la promesa del Padre a los suyos: «bien, siervo bueno y fiel, porque has sido fiel en lo poco entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25,21). Y ¿en qué consiste la vida eterna? No es como «un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo —el antes y el después— ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría» (Benedicto XVI, Spe salvi, 12).
A fin de cuentas la vida eterna es lo que da sentido último y permanente a la vida humana, al empeño ético, a la entrega generosa, al servicio abnegado, al esfuerzo por comunicar la doctrina y el amor de Cristo a todas las almas. La esperanza cristiana en el cielo no es individualista, “para mí”, sino referida a todos los hombres (cf. Spe salvi, 13-15, 28, 48). En base a la promesa de la vida eterna el cristiano se convence firmemente de que “vale la pena” vivir la vida cristiana en plenitud. «El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (Catecismo, 1024).
Los que mueren en gracia serán para siempre semejantes a Dios, porque lo ven “tal cual es” (1 Jn 3,2), es decir “cara a cara” (1 Co 13,12), lo que se llama la “visión beatífica” de Dios. El cielo es la máxima expresión de donación de Dios al hombre.
Al mismo tiempo, en el cielo el hombre podrá amar a los que ha amado en el mundo con un amor puro y perpetuo. «No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra» (San Josemaría, Amigos de Dios, 221). El gozo del cielo llega a su culminación plena con la resurrección de los muertos.
Que el Cielo dure eternamente no quiere decir que en él el hombre deje de ser libre. Ciertamente en el cielo el hombre no peca; no puede pecar porque, viendo a Dios a cara a cara, en realidad el hombre no quiere pecar. Libre y filialmente, el hombre salvado se quedará en comunión con Dios para siempre, porque “le da la gana”. Con el cielo, su libertad alcanza la plena realización.
Finalmente, según Santo Tomás la vida eterna depende de la caridad que cada uno tenga: «Quien tiene más caridad participa más de la luz de la gloria, y más perfectamente verá a Dios y será feliz» (Summa Theologiae, I, q. 12, a. 6, c).
El infierno como rechazo definitivo de Dios
La Sagrada Escritura enseña que los hombres que no se arrepientan de sus pecados graves perderán el premio eterno de la comunión con Dios, sufriendo por el contrario la desgracia perpetua. «Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”» (Catecismo, 1033). No es que Dios predestine a nadie a la condenación perpetua; es el hombre quien, buscando su fin último al margen de Dios y de su voluntad, construye para sí un mundo aislado en el que no puede penetrar la luz y el amor de Dios. El infierno es un misterio, el misterio del Amor rechazado, es señal del poder destructor del hombre libre cuando se aleja de Dios. El infierno es “el no amar más”, decían muchos literatos.
La doctrina sobre el infierno en el Nuevo Testamento se presenta como un llamamiento a la responsabilidad en el uso de los dones y talentos recibidos, y a la conversión. Su existencia le hace vislumbrar al hombre la gravedad del pecado mortal, y la necesidad de evitarlo por todos los medios, principalmente, como es lógico, mediante la oración confiada y humilde. La posibilidad de la condenación perpetua recuerda a los cristianos además la necesidad de vivir una vida enteramente dedicada a los demás en el apostolado cristiano.
Purificarse para poder encontrar a Dios
«Los que se mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo» (Catecismo, 1031). Se puede pensar que muchos hombres, aunque no hayan vivido una vida santa en la tierra, tampoco se han encerrado definitivamente en el pecado. La posibilidad de ser limpiados, después de la muerte, de las impurezas e imperfecciones de una vida más o menos malograda, se presenta entonces como una nueva bondad de Dios, que quiere vivir en comunión íntima con él. «El purgatorio es una misericordia de Dios, para limpiar los defectos de los que desean identificarse con El» (San Josemaría, Surco, 889).
El Antiguo Testamento habla de la purificación ultraterrena (cf. 2 M 12,40-45). San Pablo en la primera carta a los Corintios (1 Co 3,10-15) presenta la purificación cristiana, en esta vida y en la futura, a través de la imagen del fuego; fuego que de algún modo emana de Jesucristo, Salvador, Juez, y Fundamento de la vida cristiana. Aunque la doctrina del Purgatorio no ha sido definida formalmente hasta la Edad Media (cf. DH 856, 1304), la antiquísima y unánime práctica de ofrecer sufragios por los difuntos, especialmente mediante el santo Sacrificio eucarístico, es indicio claro de la fe de la Iglesia en la purificación más allá de la muerte. No tendría sentido rezar por los difuntos si no podían ser ayudados.
El purgatorio puede ser considerado por lo tanto como un estado de temporánea y dolorosa lejanía de Dios, en el que se perdonan los pecados veniales, se purifica la inclinación al mal que el pecado deja en el alma, y se supera la “pena temporal” debida al pecado. En efecto, el pecado no sólo ofende a Dios y daña al mismo pecador, sino que, por medio de la comunión de los santos, daña a la Iglesia, al mundo, a la humanidad entera. Pero la oración de la Iglesia por los difuntos restablece de algún modo el orden y la justicia y nos reconcilia definitivamente con Dios.
En el purgatorio se sufre mucho, según la situación de cada uno. Sin embargo, se trata de un dolor con un gran significado, «un dolor bienaventurado» (Benedicto XVI, Spe salvi, 47). Por ello, se invita a los cristianos a buscar la purificación de los pecados en la vida presente mediante la contrición, la mortificación, la reparación y la vida santa.
Paul O’Callaghan
Bibliografía básica
— Catecismo de la Iglesia Católica, 988-1050.
Lecturas recomendadas
— San Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo IV: Credo en la vida eterna, Palabra, Madrid 2000 (audiencias desde el 25-V-1999 hasta el 4-VIII-1999).
— Benedicto XVI, Spe salvi, 30-XI-2007.
— San Josemaría, Homilía La esperanza del cristiano, en Amigos de Dios, 205-221.
[1] Cf. Instrucción Ad Resurgendum cum Christo, de la Congregación de la Doctrina de la fe (2016), acerca de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación.