En este episodio el historiador Federico M. Requena narra los inicios de esa singular amistad y traza breves pinceladas que ilustran los once años transcurridos desde que Álvaro del Portillo se unió al Opus Dei en 1935, hasta su traslado a Roma en 1946.
Federico M. Requena es doctor en Historia y doctor en Teología. Actualmente es director de la revista Studia et Documenta, subdirector del Istituto Storico san Josemaría Escrivá (Roma) y del Centro de Estudios Josemaría Escrivá (Universidad de Navarra, Pamplona). Ha publicado numerosos artículos y libros sobre la historia de la Iglesia y del Opus Dei.
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En julio de 1935, Álvaro del Portillo, un joven de 21 años, envió su primera carta a Josemaría Escrivá, al que había conocido unos meses antes. Eran tres líneas con las que pedía ser admitido en el Opus Dei: «Mi querido Padre; Habiendo conocido la Obra de Dios me dirijo a usted para suplicarle me conceda la admisión en ella. Se encomienda a sus oraciones para perseverar en su propósito».
Álvaro del Portillo había terminado el primer curso en la Escuela de Ingenieros de Caminos, mientras trabajaba como ayudante de Obras Públicas. Ese trabajo le permitía pagarse los estudios y contribuir a la economía familiar, que se había tornado muy precaria tras la crisis económica del 29. Desde su infancia, transcurrida en Madrid, su ciudad natal, Álvaro del Portillo había demostrado tener buenas dotes intelectuales y un carácter fuerte, pero sereno, reflexivo y amable.
El destinatario de la carta, Josemaría Escrivá, era por entonces un sacerdote de 33 años, que llevaba siete trabajando para hacer realidad el Opus Dei. En aquel momento la Obra de Dios, como se la conocía, estaba formada por un pequeño grupo de jóvenes profesionales y estudiantes y contaba con un primer centro para actividades formativas, la Academia-Residencia DYA.
Once años después de esa primera carta, en 1946, era Del Portillo el que tenía 33 años y se acababa de convertir en uno de los tres primeros sacerdotes ordenados en el Opus Dei. Desde entonces, además, sería el confesor de Josemaría Escrivá. Algunos años antes ya se había convertido en su mano derecha en el gobierno de la Obra.
En 1946, Del Portillo había viajado a Roma para gestionar la aprobación pontificia del Opus Dei y, desde la ciudad eterna, escribía otra carta al Fundador. «Muy querido Padre: ahí va la primera carta de esta segunda etapa romana». En efecto, se trataba de una segunda etapa pues Del Portillo ya había realizado un primer viaje a Roma, durante la Segunda Guerra Mundial, con el propósito de presentar el Opus Dei ante la curia romana.
A lo largo de los once años que median entre esas dos cartas, de 1935 y 1946, se había fraguado entre Escrivá y del Portillo una amistad humana y sobrenatural cuya importancia para la historia del Opus Dei es difícil de exagerar.
En este episodio nos proponemos asomarnos a esos once años que transcurrieron desde que Álvaro del Portillo se unió al Opus Dei en 1935 hasta su traslado a Roma en 1946. Daremos unas pinceladas distribuidas en cinco lienzos o etapas con las que esperamos poder ilustrar los inicios y el arraigo de esa singular amistad entre el futuro san Josemaría y quien se convertiría en su primer sucesor, el beato Álvaro del Portillo.
Antes del encuentro
El primer encuentro entre Álvaro del Portillo y Josemaría Escrivá en la Residencia DYA de la calle Ferraz, en marzo de 1935, había sido precedido por cinco años de oración del fundador del Opus Dei.
Desde que recibió la iluminación sobre el Opus Dei de 1928, Josemaría Escrivá había empezado a buscar personas que pudieran compartir esa tarea y a rezar por ellas, incluso si no las conocía. Por entonces Escrivá trabajaba como capellán en el Patronato de Enfermos, importante institución caritativa en Madrid, y allí había conocido a Carmen y a Pilar del Portillo, tías de Álvaro, quienes le hablaron de su sobrino que estudiaba dos carreras.
En el otoño de 1934 Álvaro del Portillo había iniciado el primer curso de Ingeniero de Caminos y, en enero de 1935, terminaba sus estudios de Ayudante de Obras Públicas y comenzaba a trabajar. También colaboraba con las conferencias de san Vicente de Paul y atendía una catequesis en el barrio de Vallecas, donde en una ocasión fue agredido físicamente.
En marzo de 1935 y a través de un amigo común, Del Portillo se encontró por primera vez con Escrivá. Años después, Del Portillo recordaba su primer encuentro con el fundador: «vi que era un sacerdote muy alegre. Me preguntó enseguida: ¿Cómo te llamas? ¿Tú eres sobrino de Carmen del Portillo?». Tras ese breve encuentro acordaron una cita para hablar con más calma otro día; pero un inconveniente impidió que se vieran la fecha establecida, y Josemaría Escrivá no consiguió localizar a Álvaro del Portillo porque no conocía su número de teléfono. No se volvieron a encontrar hasta cuatro meses después, en julio.
Los inicios de un camino
El 6 de julio de 1935, Álvaro del Portillo decidió despedirse de Josemaría Escrivá antes de comenzar sus vacaciones y, terminó asistiendo a un retiro espiritual que predicó el fundador al día siguiente. Escrivá habló sobre el amor a Dios y la Virgen y, como recordaba años después el joven Del Portillo, «yo no había oído nunca hablar de Dios con tanta fuerza, con tanto amor a Dios, con tanta fe». En numerosas ocasiones contó, con expresión castiza, que tras escuchar esa meditación se había quedado hecho fosfatina.
Del Portillo pidió la admisión al Opus Dei ese mismo día y decidió retrasar sus vacaciones para comenzar su formación espiritual en Madrid. El fundador se ocupó personalmente de esos primeros pasos y organizó un curso de formación personalizado para él. Una vez completada la primera formación, Álvaro del Portillo hizo el “Compromiso”, acto mediante el que adquiría su primer vínculo con el Opus Dei y dejó Madrid para pasar unas semanas de vacaciones con su familia, en La Granja de San Ildefonso.
Las cartas que Del Portillo comenzó a escribir desde la Granja son un testimonio elocuente del sentido de la filiación al fundador, de la fraternidad con los demás fieles del Opus Dei y de la adhesión a la Obra que, en tan pocas semanas, el joven había interiorizado. «Querido Padre; le escribo ya con ganas de ir a ésa, para estar en la compañía de V. y de todos mis hh.: mucho quisiera poder asistir a las reuniones de los martes y a todo lo de nuestra Casa. Le ruego a V. y a todos mis hh. que me encomienden mucho, porque verdaderamente Dios no nos abandona si no le abandonamos a Él». En esas cartas también contaba al fundador el empeño que ponía para cuidar su vida espiritual y le daba noticia del apostolado que había comenzado a realizar con sus amigos.
Desde estos primeros momentos, Josemaría Escrivá pudo apoyarse en la fidelidad de Álvaro para espolear la entrega y la generosidad de los demás miembros de la Obra y de los jóvenes que frecuentaban la Residencia de Ferraz. Así por ejemplo, en el número de septiembre de Noticias, un modesto boletín impreso en ciclostil que se distribuía entre los estudiantes que asistían a los medios de formación de la Residencia DYA, el fundador informaba que Álvaro del Portillo «en La Granja se ha prodigado con éxito en la famosa pesca de la que habla San Marcos en el capítulo I de su Evangelio». Un año después estalló la Guerra Civil en España.
Años de guerra civil
Tras la sublevación militar, España quedó dividida en dos zonas: la “republicana” y la “nacional”. Álvaro del Portillo vivió en las dos zonas: en la republicana desde el inicio de la guerra hasta octubre de 1938, y en la zona nacional hasta el final de la guerra.
Del Portillo, muchos años después, evocaba los sufrimientos de la guerra apuntando «para mí supusieron un avance en vida interior, porque fueron ocasión de convivir en intimidad con nuestro Fundador».
En el Madrid republicano
Durante los primeros ocho meses de la guerra, en el Madrid republicano donde arreciaba la persecución religiosa, Escrivá y Del Portillo compartieron diversos refugios. En marzo de 1937, ambos fueron acogidos, casi al mismo tiempo, en la Legación de Honduras. De esta etapa Del Portillo recordaba: «durante varios meses, otros hermanos vuestros y yo estuvimos alojados con nuestro Padre en un cuarto pequeño, y allí permanecíamos todo el día, jornada tras jornada. En esa temporada, se veía a nuestro Padre [san Josemaría] metido en Dios, sereno, rebosante de paz, lleno de confianza, porque sabía que el Señor no pierde batallas. Al mismo tiempo, había puesto su vida en las manos de Dios. Y le vi sufrir y le vi gozar».
Desde la Legación de Honduras Del Portillo escribió cartas rebosantes de buen humor, que son un testimonio del aprovechamiento espiritual de esa convivencia y de su creciente identificación con el espíritu del Fundador.
«Por las noches, cuando los demás están aún levantados, el abuelo [san Josemaría] y yo, tumbados en los colchones extendidos, charlamos sobre todas estas cosas de familia [el Opus Dei]. Verdaderamente que las circunstancias dificultan el desarrollo del negocio. Todo serán inconvenientes. La cuestión económica, la falta de personal: todo. Sin embargo y a pesar de sus años, el abuelo no se deja llevar nunca del pesimismo. La falta de pesetas le tiene -nos tiene a todos- sin cuidado. Todo está en que se trabaje con mucho cariño; esto y la mucha fe en el éxito todo lo vence».
Estas líneas hablan de por si solas de la sintonía que iba naciendo entre el Fundador y el joven del Portillo. Escrivá dejó la Legación en agosto de 1937 y poco después logró llegar a Burgos, pasando por Francia. Del Portillo permaneció en la Legación hasta octubre de 1938, cuando finalmente pudo reencontrarse con el fundador en Burgos.
En la zona nacional
Tras una larga y arriesgada peripecia, y después de alistarse varias veces en el ejército republicano, Del Portillo y dos compañeros más y cruzaron el frente de guerra por Guadalajara y llegaron a Burgos, en octubre de 1938.
Por indicación del Fundador, en esos primeros días en Burgos, Del Portillo recogió los extraordinarios acontecimientos vividos desde la salida de la Legación de Honduras hasta la llegada a Burgos, en un extenso escrito titulado: “De Madrid a Burgos pasando por Guadalajara”. El relato —un monumento de fe, obediencia y audacia sobrenaturales— fue transcrito a máquina por el propio fundador del Opus Dei, que no dudó en utilizarlo para la formación de las vocaciones jóvenes en los años posteriores a la guerra.
Los sucesivos destinos militares de Del Portillo impidieron que pudiera poner en práctica su deseo de estar junto al fundador. Pero a lo largo de los meses siguientes acudió a su encuentro siempre que le fue posible. Por su parte, Josemaría Escrivá iba confiando cada vez más en el joven Álvaro al que, por ejemplo, le pedía su opinión sobre si sería adecuado contar con su madre y su hermana para atender las primeras residencias de estudiantes que quería abrir después de la guerra.
Entre febrero y marzo de 1939, Escrivá comenzó a llamar a Álvaro del Portillo saxum, que significa roca. Parece claro que por entonces Josemaría Escrivá ya había identificado en Álvaro del Portillo el apoyo que necesitaba para consolidar y desarrollar el Opus Dei. A pesar de que del Portillo era muy joven, Josemaría Escrivá comenzó a considerarlo como su primer colaborador y eventual sucesor.
Secretario General del Opus Dei
Liberado de sus compromisos militares, Del Portillo pudo regresar a Madrid en septiembre de 1939. Al mes siguiente, Escrivá le nombró secretario general del Opus Dei. De este modo, en los años sucesivos, Álvaro terminó sus estudios de Ingeniería de Caminos, mientras trabajaba como Ayudante de Obras Públicas y colaboraba con Josemaría en el gobierno y expansión del Opus Dei.
Josemaría Escrivá interpretó en clave providencial esta elección: «a otros hermanos vuestros —comentó en algunas ocasiones— los he buscado yo, pero a D. Álvaro me lo ha puesto Dios».
Años después, en los meses previos a su fallecimiento, expresaba estos pensamientos, claramente haciendo referencia principalmente a Álvaro del Portillo: «no han faltado nunca, de modo providencial y constante, hermanos vuestros que —más que hijos míos— han sido para mí como un padre cuando he tenido necesidad del consuelo y de la fortaleza de un padre».
Los primeros años 40 fueron de expansión del Opus Dei por España y también de desafíos para que la joven fundación fuera bien entendida en los ambientes eclesiásticos. Del Portillo continuó siendo una roca donde el fundador se pudo apoyar.
En julio de 1940, el Fundador había escrito en sus apuntes íntimos: «¡Dios mío: enciende el corazón de Álvaro, para que sea un sacerdote santo!». Un año después, Del Portillo terminaba sus estudios de ingeniería y comenzaba su formación para el sacerdocio. Durante una de sus estancias fuera de Madrid para concentrarse en esos estudios, escribía al Fundador:
«Como siempre, muy contento: pero, también como de costumbre, con cierta tristeza que se une a mi alegría cuando me separo del Padre. Por eso me cuesta tanto trabajo arrancar de Madrid. Ya comprendo que esto es una tontería, pero ¡es la vida! Padre: que tengo muchísimas ganas de ser buena persona y de trabajar de verdad dentro de la Obra, por la Iglesia. ¡Qué pena, que tan a menudo haga el idiota y deje de portarme como debo! Encomiéndeme, Padre, para que llegue, alguna vez, a ser instrumento bueno, por dócil, en sus manos. Yo siempre que estoy lejos de Vd. pido con más fuerza que nunca, con toda mi alma, por mi Padre. Y así aumenta mi presencia de Dios, acordándome del Padre y ofreciendo cosas por él».
Desde entonces, Del Portillo se convirtió también en un apoyo sólido del fundador para recorrer un largo itinerario jurídico, que estaba iniciando. En mayo de 1943, Álvaro del Portillo marchó a Roma como representante del Opus Dei ante las autoridades eclesiásticas y tuvo una audiencia privada ante el Papa Pío XII.
Cuando algún miembro de la Obra preguntaba a Álvaro del Portillo si no le imponía ese tipo de cometidos, Álvaro replicaba con sencillez: «me acuerdo de la pesca milagrosa y de lo que dijo San Pedro: In nomine tuo, laxabo rete. Pienso en lo que me ha dicho el Padre y sé que, obedeciéndole, obedezco a Dios».
En junio estaba de regreso en España, habiendo alcanzado con creces todos los objetivos fijados para el viaje. Sus gestiones en Roma abrieron la puerta para la aprobación del Opus Dei por parte del obispo de Madrid. En diciembre de 1943, Eijo y Garay erigió la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, obteniendo de este modo el marco jurídico que permitía la ordenación sacerdotal de miembros del Opus Dei. Del Portillo sería uno de los tres primeros sacerdotes.
Un modo nuevo de estar junto al fundador del Opus Dei
El 25 de junio de 1944, Álvaro del Portillo se ordenó sacerdote. El obispo de Madrid, Leopoldo Eijo y Garay, que ofició la ordenación, almorzó con ellos en el centro del Opus Dei. Por la tarde, durante un rato de tertulia, D. Leopoldo aprovechó un breve momento de ausencia de Josemaría Escrivá y de Álvaro del Portillo, para subrayar a los miembros más jóvenes de la Obra el agradecimiento y aprecio que debían al Fundador y elogió la fidelidad de Álvaro del Portillo, mientras recordaba las dificultades que la Obra había enfrentado y a las que Álvaro había hecho frente para apoyar al Fundador.
Al día siguiente, Escrivá pidió a Álvaro del Portillo que le confesara. Comenzaba así un modo nuevo de estar junto al fundador.
A medida que pasaba el tiempo y la figura de Álvaro del Portillo cobraba más peso dentro de la Obra, crecía su empeño en pasar cada vez más inadvertido. Como recuerda uno de sus compañeros de ordenación sacerdotal, José Luis Múzquiz:
«A pesar de ser secretario general y de esa confianza que tenía en él nuestro Padre, no se tomaba nunca atribuciones para decidir asuntos. Y con gran sencillez, cuando le consultábamos alguna cosa, nos decía: ‘ya te contestaré; voy a preguntárselo al Padre’».
De este modo, Álvaro del Portillo se convirtió en un punto de unión entre las personas de la Obra y el Fundador.
En 1945, surgió la necesidad de avanzar en el camino jurídico del Opus Dei. La futura expansión de la Obra requería una aprobación pontificia. Álvaro del Portillo colaboró estrechamente con el fundador durante el verano y otoño de ese año para preparar la documentación necesaria. En febrero de 1946, Álvaro viajó a Roma para presentar personalmente la petición ante la Santa Sede. En esa ocasión escribió la segunda carta con la que iniciamos esta narración.
Poco después, ambos se establecieron de forma permanente en Roma, donde compartieron casi treinta años de una densa historia del Opus Dei. Durante todo ese tiempo Del Portillo fue la sombra del Fundador, pero una sombra que paradójicamente poseía la solidez de una roca.
Una amistad profunda
Al finalizar este breve recorrido a través de las cinco etapas que marcaron los once años desde que Álvaro del Portillo se unió al Opus Dei en 1935 hasta su traslado a Roma en 1946 resulta posible proponer una síntesis final.
La relación entre Álvaro del Portillo y Josemaría Escrivá fue un vínculo profundo de amistad sobrenatural y humana, que se vivió en el marco de una relación de paternidad-filiación espiritual, a la luz del carisma del Opus Dei. Desde el primer momento en que se conocieron, Álvaro quedó cautivado por la alegría del joven sacerdote, y pronto descubrió que el futuro san Josemaría era un hombre completamente entregado a Dios en medio del mundo.
En el segundo encuentro, la atracción inicial se transformó en el descubrimiento de un camino que le llevaba a Cristo: el Opus Dei. A partir de ese momento, Del Portillo se entregó a recorrer ese camino con la convicción de que Dios le pedía una disponibilidad total que se concretaba en secundar al Fundador.
Durante los años de la guerra civil, esta disposición inicial se fue consolidando en el convencimiento de que la voluntad de Dios para él era estar junto al Fundador y poner en juego todas sus dotes y energías para ayudarle a hacer el Opus Dei. Por su parte, Josemaría Escrivá entendió que Álvaro del Portillo era la persona destinada a colaborar más estrechamente con él y, eventualmente, a sucederle al frente del Opus Dei.
De este modo, entre Álvaro del Portillo y Josemaría Escrivá se gestó una amistad humana y sobrenatural, fundada en relaciones de filiación y paternidad. Una amistad fuerte como una roca, que desafió el paso del tiempo y perduró más allá del tiempo.
Al cumplir 75 años en 1989, del Portillo resumía su relación con Escrivá con estas palabras, con las que podemos concluir:
«Me considero, con un santo orgullo, aunque inmerecido, hijo espiritual del Fundador y deudor insolvente. Entre tantas cosas, le debo mi vocación a una entrega total a Dios en el Opus Dei; le debo la llamada al sacerdocio, don inefable del Señor, y el haberme impulsado constantemente a servir a la Iglesia, con la adhesión más plena al Romano Pontífice, a los obispos en comunión con la Santa Sede, con el espíritu de obediencia y de unión a la Jerarquía propio de la espiritualidad de la Obra».