¿Qué le digo después de comulgar?

El amor a Cristo, que se ofrece por nosotros, nos impulsa a saber encontrar, acabada la Misa, unos minutos para una acción de gracias personal, íntima, que prolongue en el silencio del corazón esa otra acción de gracias que es la Eucaristía. ¿Cómo dirigirnos a El, cómo hablarle, cómo comportarse?

Rey, Médico, Maestro, Amigo

El Espíritu Santo no guía a las almas en masa, sino que, en cada una, infunde aquellos propósitos, inspiraciones y afectos que le ayudarán a percibir y a cumplir la voluntad del Padre. Pienso, sin embargo, que en muchas ocasiones el nervio de nuestro diálogo con Cristo, de la acción de gracias después de la Santa Misa, puede ser la consideración de que el Señor es, para nosotros, Rey, Médico, Maestro, Amigo.

Es Cristo que pasa, 92

Es Rey y ansía reinar en nuestros corazones de hijos de Dios. Pero no imaginemos los reinados humanos; Cristo no domina ni busca imponerse, porque no ha venido a ser servido sino a servir.

Su reino es la paz, la alegría, la justicia. Cristo, rey nuestro, no espera de nosotros vanos razonamientos, sino hechos, porque no todo aquel que dice ¡Señor!, ¡Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial, ése entrará.

Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare, Señor, si quieres —y Tú quieres siempre—, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino.

Es Maestro de una ciencia que sólo Él posee: la del amor sin límites a Dios y, en Dios, a todos los hombres. En la escuela de Cristo se aprende que nuestra existencia no nos pertenece: El entregó su vida por todos los hombres y, si le seguimos, hemos de comprender que tampoco nosotros podemos apropiarnos de la nuestra de manera egoísta, sin compartir los dolores de los demás. Nuestra vida es de Dios y hemos de gastarla en su servicio, preocupándonos generosamente de las almas, demostrando, con la palabra y con el ejemplo, la hondura de las exigencias cristianas.

Jesús espera que alimentemos el deseo de adquirir esa ciencia, para repetirnos: el que tenga sed, venga a mi y beba. Y contestamos: enséñanos a olvidarnos de nosotros mismos, para pensar en Ti y en todas las almas. De este modo el Señor nos llevará adelante con su gracia, como cuando comenzábamos a escribir —¿recordáis aquellos palotes de la infancia, guiados por la mano del maestro?—, y así empezaremos a saborear la dicha de manifestar nuestra fe, que es ya otra dádiva de Dios, también con trazos inequívocos de conducta cristiana, donde todos puedan leer las maravillas divinas.

Es Amigo, el Amigo: vos autem dixi amicos, dice. Nos llama amigos y Él fue quien dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo, no impone su cariño: lo ofrece. Lo muestra con el signo más claro de la amistad: nadie tiene amor más grande que el que entrega su vida por su amigos. Era amigo de Lázaro y lloró por él, cuando lo vio muerto: y lo resucitó. Si nos ve fríos, desganados, quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para nosotros vida: Yo te lo mando, amigo mío, levántate y anda, sal fuera de esa vida estrecha, que no es vida.

Es Cristo que pasa, 93


Acción de gracias: oraciones para rezar después de Misa