En la clínica Santa Alicia. Un tren con billete para el Cielo. Sanatorio de San Fernando. Eucaristía y vida de piedad. Trabajo.

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

El mismo 2 de enero (1943) lo ingresan en la clínica Santa Alicia, situada en la calle Don Ramón de la Cruz, esquina a Montesa. Ocupa la habitación número 7. El Beato Escrivá y sus hijos se desvivirán por asistir al enfermo y rodearlo de cuidados. Todos rezan por él, se turnan en su cabecera y considerarán un premio visitarlo en el Sanatorio.

Pedro Casciaro acude a casa de Salus Zorzano para informarle sobre la gravedad de su hermano. Por sugerencia del enfermo, deciden no comunicar la situación a doña Teresa que, dada su propia situación de arterioesclerosis, tal vez no resistiría el disgusto. Se avisa, en cambio, al Nuncio —Mons. Cicognani— y al Obispo de Madrid —Mons. Eijo y Garay— para que recen por el ingeniero.

Pocos días permanecerá Isidoro en Santa Alicia. Pero, en ese breve plazo, su espíritu de sacrificio deja impresionado al personal sanitario. El doctor Serrano decide practicarle unas radiografías para comprobar el estado actual de las lesiones. El departamento de rayos X está ocupado y Zorzano, en camilla, debe esperar —escribe el médico— «en un pasillo donde había una intensa corriente de aire frío (por entonces había gran escasez de carbón), muy molesto para los que allí estábamos; yo estaba preocupadísimo por aquella molesta y fría espera, temiendo que pudiera complicarnos el que adquiriese una pulmonía, dada su inferioridad orgánica». El doctor se impacienta y recibe de Isidoro «una magnífica lección, con aquella bondadosa sonrisa, que tengo clavada en mi mente y recordaré mientras viva. No manifestó la menor queja de desagrado, diciéndome que se encontraba muy bien, que tuviera paciencia porque estarían ocupados con otro enfermo».

El día de Reyes, los de su casa le llevan un pequeño tren de juguete, que coloca sobre la mesilla. Explicará: «Es para entretenimiento de las visitas y para recordarme que pronto hay que emprender el viaje. Un poco pequeño es —el tren— pero así será más fácil colarse en el cielo». Y advierte: «Yo tengo sacado el billete». Si el interlocutor se pone serio, Zorzano señala con aire cómicamente profesional que se trata de un modelo antiguo: los vagones «sin pasillo y sin retrete... son de los que llamábamos cajones». El visitante capta la broma y pregunta: «¿Qué significan estas F y H que lleva en la carbonera?». El ingeniero finge gran aplomo: «Ferrocarriles... ¡húngaros!». La carcajada es inevitable.

El Fundador y sus hijos advierten que la clínica elegida por el médico no reúne las condiciones adecuadas. Así, pues, el 11 de enero trasladan a Isidoro al sanatorio de San Fernando, dirigido por el doctor Palos Iranzo, en la colonia Cruz del Rayo. Allí pasará casi cinco meses. Los miembros del Opus Dei lo acompañan y atienden de modo permanente.

En el sanatorio, Isidoro vive con extraordinaria devoción su acostumbrado plan de vida de piedad, salvo la Santa Misa: pero, después de la oración mental, lee cada mañana los textos —común y propio— de la Misa correspondiente; y recibe la Comunión, que a menudo le lleva el propio Beato Josemaría. Zorzano comenta: «Comulgo todos los días, ¡es el mayor enchufe!».

Cuida de que la habitación esté bien arreglada para cuando venga el Señor Sacramentado: ventilada y con las sillas en orden. También procura que no se utilice para otros menesteres la mesita sobre la que se coloca la píxide con el Santísimo.

Para mantener la presencia de Dios, Zorzano hace que cuelguen el crucifijo en lugar visible desde su cama. Lo mira con cariño y dice: «Está muy bien, está muy bien». En el bolsillo del pijama, junto al corazón, tiene otro pequeño crucifijo, que a veces toma en la mano. También quiere tener ante los ojos a Nuestra Señora: «Oye, Luis, ponme la imagen de la Virgen de modo que siempre la vea». Hacia ella se vuelve para recitar el Angelus, a las 12 del mediodía. Y le dirige frecuentes miradas.

Con el fin de alimentar la piedad, reparte a lo largo del día sus devociones habituales. Así, reza el Rosario completo —quince misterios, en tres partes— ayudado por las visitas. Pero si nota que su acompañante está acatarrado, para que no se fatigue, lo reza él solo. También pide que, por favor, lean en voz alta algún pasaje del Evangelio y un fragmento de algún libro ascético. A veces la lectura debe interrumpirse, porque al enfermo le sobreviene un acceso violento de tos. Entre los libros que leen a Isidoro, durante los últimos meses, están laHistoria de la Sagrada Pasión, del P. La Palma; Mi Madre, de Srijvers; y Maria duce! Mi ideal, Jesús Hijo de María, de E. Neubert. Un día en que la lectura trata sobre la Santísima Virgen, no puede reprimir el comentario «¡Qué ganas tengo de verla!». También se conmueve con lecturas acerca de la vida eucarística de los primeros cristianos.

Declina, en cambio, el ofrecimiento de otro tipo de libros. Bromea, por ejemplo, a propósito de uno que le manda Chiqui, en cuya portada se ve un fusilamiento: «¿Cómo voy a leer ese libro? ¡Para que luego sueñe con esas cosas!»; «¡Después dicen que no duermo!». Lo mismo dice cuando la esposa de un médico, que vive en la clínica, sugiere leerle por las noches novelas policiacas: «Esta señora es capaz de hacerlo. Ya me veo soñando con bandidos». En confidencia, manifiesta querer sólo libros que le hablen de Dios a quien pronto verá. Por la misma razón, aunque agradece que le hayan llevado una radio y la enciende alguna vez cuando hay visitas, la desconecta en cuanto se marchan.

Otra cosa son los papeles profesionales: el trabajo nunca le supuso un obstáculo para la presencia de Dios. Un administrativo de la oficina, José Carbelo, algunas tardes se acerca por la clínica: le informa sobre las novedades y le lleva expedientes para que los revise. Así, el doctor Serrano sorprende «muchas veces» a su paciente «con la cama llena de papeles y su respiración jadeante, trabajando y escribiendo en medio de sus sufrimientos».

Los compañeros y subordinados acuden a entregarle el famoso pergamino. Les deja impresionados ver la serenidad de Isidoro en su deplorable estado físico.

Algunos vuelven a visitarle. Hasta le piden favores, que cumple: un empleado, por ejemplo, quedará «asombradísimo de que Isidoro hubiese recordado todos sus deseos [...] al Jefe de su oficina».