7. Una vida radicada y centrada en la eucaristía

Conferencia de Mons. Alvaro del Portillo, Gran Canciller de la Universidad de Navarra, en la clausura del XI Simposio Internacional organizado por la Facultad de Teología (1990).

Dirijamos ya nuestras reflexiones a otro aspecto importante, al aspecto más radical y central de la vida del sacerdote, que es garantía de su eficacia evangelizadora.

Oración, penitencia, acción guiada por una incansable caridad pastoral. Son como coordenadas en las que hemos contemplado la identificación del sacerdote con Jesucristo, en lo que esta identificación tiene de tarea personal en correspondencia al don de Dios. Pero caería en una gravísima omisión si dejara de considerar que la vida cristiana y, especialmente, esos aspectos de la existencia sacerdotal, han de estar radicados, centrados y, por tanto, unificados en el Sacrificio de Cristo, en la Santa Misa, en la Eucaristía.

La Santa Misa es, en efecto, «el centro y la raíz de toda la vida del Presbítero» 44, como recordó el Concilio Vaticano II, con palabras que habían sido ya muchas veces repetidas por Mons. Escrivá de Balaguer 45.

No cabe duda de que esta centralidad del Sacrificio Eucarístico es una realidad en la vida de todo cristiano, pero en el sacerdote este hecho adquiere matices especiales. Como afirma Juan Pablo II, «Mediante nuestra ordenación —cuya celebración está vinculada a la Santa Misa desde el primer testimonio litúrgico— nosotros estamos unidos de manera singular y excepcional a la Eucaristía. Somos, en cierto sentido, por ella’ y para ella. Somos, de modo particular, responsables de ella» 46.

Necesito volver de nuevo a la eximia figura sacerdotal del Fundador de esta Universidad: para mí es algo inevitable y sé que, como para mí, es también para vosotros motivo de alegría. Durante cuarenta años, día tras día, he sido testigo de su empeño por transformar cada jornada en un holocausto, en una prolongación del Sacrificio del Altar. La Santa Misa era el centro de su heroica dedicacion al trabajo y la raíz que vivificaba su lucha interior, su vida de oración y de penitencia. Gracias a esa unión con el Sacrificio de Cristo, su actividad pastoral adquirió un valor santificador impresionante: verdaderamente, en cada una de sus jornadas, todo era operatio Dei, Opus Dei, un auténtico camino de oración, de intimidad con Dios, de identificación con Cristo en su entrega total para la salvación del mundo.

Externamente nunca hubo nada extraordinario o singular en la Misa de Mons. Escrivá de Balaguer, aunque era imposible no apreciar su profunda devoción. Desde el principio de su ministerio sacerdotal, se esforzó por no dar cabida ni a la rutina ni a la precipitación al celebrar el Santo Sacrificio, a pesar de la habitual escasez de tiempo para realizar sus múltiples actividades pastorales. Al contrario, tendía espontáneamente a decir la Misa con mucho sosiego, penetrando en cada texto y en el sentido de cada gesto litúrgico, hasta el punto que, por muchos años, tuvo que esforzarse positivamente —de acuerdo con cuanto le corfirmaban en la dirección espiritual— por ir más deprisa, para no llamar la atención y por saberse al servicio de los fieles que contaban, para la Misa, con un tiempo mucho menor. En este contexto, se entiende lo que escribió en 1932, como un suspiro que se escapó de su alma: «Al decir la Santa Misa, deberían pararse los relojes» 47.

Esa intensidad, con la que se unía personalmente al Sacrificio del Señor en la Eucaristía, culminó en algo que no dudo en considerar un peculiar don místico, y que el mismo Padre contó, con gran sencillez, el día 24 de octubre de 1966: «A mis sesenta y cinco años, he hecho un descubrimiento maravilloso. Me encanta celebrar la Santa Misa, pero ayer me costó un trabajo tremendo. ¡Qué esfuerzo! Vi que la Misa es verdaderamente Opus Dei, trabajo, como fue un trabajo para Jesucristo su primera Misa: la Cruz. Vi que el oficio del sacerdote, la celebración de la Santa Misa, es un trabajo para confeccionar la Eucaristía; que se experimenta dolor, y alegría, y cansancio. Sentí en mi carne el agotamiento de un trabajo divino». No dudo de que este descubrimiento respondía a un ruego que constantemente nos dirigía a quienes estábamos a su alrededor: «pedid al Señor que sepa ser más piadoso en la Santa Misa, que tenga cada día más hambre de renovar el Santo Sacrificio».