En absoluta pobreza

Breve biografía sobre el Fundador del Opus Dei escrita por José Miguel Cejas

“Se me saltaron las lágrimas al verle —comentó Antonio Rodilla, un sacerdote amigo suyo, al encontrarle en Burgos en 1938—. Me lo encontré hecho un esqueleto. Estuve allí unos días con él. Vivía en absoluta pobreza”.

Su cuerpo, de una delgadez extrema, y su rostro demacrado acusaban las penalidades de los últimos años. Los que le acompañaban, como Pedro Casciaro o Francisco Botella, pensaron que aprovecharía esa estancia en Burgos para descansar algo. Pero se equivocaron: ni la pobreza ni el quebranto físico inquietaban a don Josemaría. La pobreza era antigua compañera de camino desde los comienzos de la labor apostólica — amo la santa pobreza, gran señora mía, escribió—, y superaba las penalidades materiales con amor de Dios, un amor que “tiraba hacia arriba” de su cuerpo cansado.

Su corazón sólo tenía una inquietud: acercar las almas al Señor, cumplir la misión que Dios le había confiado y seguir el trato con aquel núcleo inicial de “almas vibrantes” a las que había dado a conocer su mensaje.

Fue a visitar a los que pudo. Algunos estaban en ciudades distantes o movilizados en los frentes de guerra. Otros venían a Burgos para verle. Con otros, seguía en contacto por carta. Escribía a uno de ellos, Tomás Alvira, en febrero de 1938:

Querido Tomás: ¡Qué ganas tengo de darte un abrazo! Mientras, te pido que nos ayudes, con tus oraciones y con tus trabajos. Yo voy corriendo de un lado para otro: acabo de venir de Vitoria y Bilbao. Y antes: Palencia, Valladolid, Salamanca y Avila. Ahora estoy curando un catarro que pesqué en el Norte. Después, voy a León y Astorga. Tomasico: ¿cuándo harás una escapada, para que nos veamos?

A Tomás, que contraería matrimonio poco después, en junio de 1939, don Josemaría le había mostrado la posibilidad de entregarse plenamente a Dios, con el carisma del Opus Dei, en el matrimonio: pero tuvo que esperar unos años antes de incorporarse definitivamente al Opus Dei, porque no existía todavía un cauce jurídico adecuado para las personas casadas.

El 28 de marzo de 1939, pocos días antes de que finalizase el conflicto, don Josemaría regresó a Madrid. El panorama, desde el punto de vista meramente humano, era desolador: la guerra había dispersado a muchas de las personas que trataba. Algunos habían muerto en los frentes de batalla. La Academia DYA estaba en ruinas. Había que comenzar, otra vez, desde el punto de vista material, desde cero.

No se permitió una queja, ni un desánimo; y en los años siguientes, hasta 1946, siguió difundiendo el mensaje de la llamada universal a la santidad, haciendo el Opus Dei por diversas ciudades de la Península, con fe renovada, utilizando los precarios medios de transporte de un país recién salido de una guerra: Valencia, Barcelona, Valladolid, Zaragoza, Bilbao, Sevilla, San­tiago... Deseaba comenzar en otras naciones lo antes posible, cuando se encontró de nuevo con un obstáculo insuperable: la Segunda Guerra Mundial.

Durante esos años su espíritu de comunión eclesial se hizo especialmente patente. Predicó numerosos ejercicios espirituales, a petición de los obispos, para el clero de las diversas diócesis, que comenzaban a rehacerse tras el conflicto; y dirigió muchos retiros a comunidades religiosas.

Dios le seguía uniendo a la Cruz, a su Corazón llagado. El 22 de abril de 1941, mientras predicaba en Lérida un curso de retiro para sacerdotes, falleció inesperadamente su madre, en Madrid, tras una brevísima enfermedad.