​Evangelio del sábado: la esperanza del Cielo

Comentario al Evangelio del sábado de la 26.ª semana del tiempo ordinario. “No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en el Cielo”. Jesús se alegra con la alegría de los Apóstoles. Jesús se alegra también con nosotros, cada día, y nos anticipa así el amor eterno del cielo.

Evangelio (Lc 10, 17-24)

Volvieron los setenta y dos con alegría diciendo:

–Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre.

Él les dijo:

–Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado potestad para aplastar serpientes y escorpiones y sobre todo poder del enemigo, de manera que nada podrá haceros daño. Pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en el Cielo.

En aquel mismo momento se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo:

–Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, pues así fue tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.

Y volviéndose hacia los discípulos les dijo aparte:

–Bienaventurados los ojos que ven lo que veis. Pues os aseguro que muchos profetas quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron.


Comentario al Evangelio

Los discípulos regresan de su misión y se muestran entusiasmados por haber experimentado el poder que el Señor les había concedido de hacer milagros.

Jesús confirma que les ha dado poder sobre el enemigo y se alegra de la derrota del diablo, pero, a la vez, les enseña cuál debe ser el verdadero motivo de su alegría: la esperanza del cielo.

Jesús reorienta nuestra mirada. En esta vida hay muchas cosas agradables, regalos de Dios a sus hijos, pero lo que más nos debe alegrar e ilusionar es la unión de Amor que ya comienza aquí, y que será plena en el cielo.

¿Qué es el cielo? «Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad –nos dice el Catecismo–, esta comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama “el cielo”. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (n. 1024).

Quizá pensamos poco en el cielo. Pensar en el cielo, en la felicidad eterna con Dios, fomenta la esperanza, nos llena de alegría, y hace que nos enfrentemos a las dificultades de esta vida con la serenidad de quién sabe que son camino para llegar al Amor. Y ese pensamiento no nos lleva a desentendernos de nuestros deberes en la tierra. Todo lo contrario. El cielo se lo da Dios a quienes tratan de hacer de esta tierra, con su amor y entrega a los demás, una antesala del cielo.

De pronto, Jesús se llena de gozo en el Espíritu Santo y manifiesta su alegría al ver que los pequeños y humildes reciben la palabra de Dios. Los que renuncian a la soberbia, entienden la Palabra, creen en Jesús. Los sabios y prudentes, es decir, los que se creen sabios con su propia sabiduría y no reconocen con humildad su ignorancia, permanecen ciegos para ver. Sobre todo, para ver en Jesús al Mesías, al enviado por Dios, a Dios mismo.

A continuación, Jesús nos manifiesta de un modo sencillo y sublime que es igual al Padre. No podemos conocer que Jesús es Dios si el Padre no nos da la gracia de la fe. Y no podemos conocer quién es el Padre si Jesús no nos lo revela.

Los discípulos son llamados bienaventurados, felices, por haber visto y oído a Jesús, por haber creído en Él. La fe es un don de Dios, el don más grande, pues sin la fe no hay salvación. Pero es preciso que el hombre se abra a ese don con humildad y responda a él con todo su corazón.

Tomás Trigo // Photo: NeonPhoto - Unsplash