Octavario para la Unidad de los cristianos

Textos para la meditación durante el octavario para la unidad de los cristianos. La Iglesia reza por la reconciliación desde el 18 al 25 de enero.

Día 18

Fuente: Encíclica Ut unum sint (nn. 5-7.9.21.26-27),
san Juan Pablo II (25-5-1995)

I) 5. JUNTO CON TODOS los discípulos de Cristo, la Iglesia católica basa en el designio de Dios su compromiso ecuménico de congregar a todos en la unidad. En efecto, «la Iglesia no es una realidad replegada sobre sí misma, sino permanentemente abierta a la dinámica misionera y ecuménica, pues ha sido enviada al mundo para anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a todos y a todo en Cristo; a ser para todos 'sacramento inseparable de unidad'».

Ya en el Antiguo Testamento, refiriéndose a la situación de entonces del pueblo de Dios, el profeta Ezequiel, recurriendo al simple símbolo de dos maderos primero separados, después acercados uno al otro, expresaba la voluntad divina de «congregar de todas las partes» a los miembros del pueblo herido: «Seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y sabrán las naciones que yo soy el Señor, que santifico a Israel, cuando mi santuario esté en medio de ellos para siempre» (cf. Ez 37, 16-28). El Evangelio de san Juan, por su parte, y ante la situación del pueblo de Dios en aquel tiempo, ve en la muerte de Jesús la razón de la unidad de los hijos de Dios: «Iba a morir por la nación, y no solo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Ez 11, 51-52). En efecto, la Carta a los Efesios enseñará que «derribando el muro que los separaba 1 por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad», de lo que estaba dividido hizo una unidad (cf. Ez 2, 14-16).

La unidad de toda la humanidad herida es voluntad de Dios

6. La unidad de toda la humanidad herida es voluntad de Dios. Por esto Dios envió a su Hijo para que, muriendo y resucitando por nosotros, nos diese su Espíritu de amor. La víspera del sacrificio de la Cruz, Jesús mismo ruega al Padre por sus discípulos y por todos los que creerán en El para que sean una sola cosa, una comunión viviente. De aquí se deriva no solo el deber, sino también la responsabilidad que incumbe ante Dios, ante su designio, sobre aquéllos y aquéllas que, por medio del Bautismo llegan a ser el Cuerpo de Cristo, Cuerpo en el cual debe realizarse en plenitud la reconciliación y la comunión. ¿Cómo es posible permanecer divididos si con el Bautismo hemos sido «inmersos» en la muerte del Señor, es decir, en el hecho mismo en que, por medio del Hijo, Dios ha derribado los muros de la división? La división «contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura».

II) 7. «EL SEÑOR DE LOS TIEMPOS, que prosigue sabia y pacientemente el plan de su gracia para con nosotros pecadores, últimamente ha comenzado a infundir con mayor abundancia en los cristianos separados entre sí el arrepentimiento y el deseo de la unión. Muchísimos hombres, en todo el mundo, han sido movidos por esta gracia y también entre nuestros hermanos separados ha surgido un movimiento cada día más amplio, con ayuda de la gracia del Espíritu Santo, para restaurar la unidad de los cristianos. Participan en este movimiento de unidad, llamado ecuménico, los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús como Señor y Salvador; y no solo individualmente, sino también reunidos en grupos, en los que han oído el Evangelio y a los que consideran como su Iglesia y de Dios. No obstante, casi todos, aunque de manera diferente, aspiran a una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, a fin de que el mundo se convierta al Evangelio y así se salve para gloria de Dios».

9. Jesús mismo antes de su Pasión rogó para «que todos sean uno» (Jn 17, 21). Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece en cambio al ser mismo de la comunidad. Dios quiere la Iglesia, porque quiere la unidad y en la unidad se expresa toda la profundidad de su ágape. (…)

21. «[La] conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico y pueden llamarse con razón ecumenismo espiritual».

Se avanza en el camino que lleva a la conversión de los corazones según el amor que se tenga a Dios y, al mismo tiempo, a los hermanos: a todos los hermanos, incluso a los que no están en plena comunión con nosotros. Del amor nace el deseo de la unidad, también en aquéllos que siempre han ignorado esta exigencia. El amor es artífice de comunión entre las personas y entre las Comunidades. Si nos amamos, es más profunda nuestra comunión, y se orienta hacia la perfección. El amor se dirige a Dios como fuente perfecta de comunión —la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo—, para encontrar la fuerza de suscitar esta misma comunión entre las personas y entre las Comunidades, o de restablecerla entre los cristianos aún divididos. El amor es la corriente profundísima que da vida e infunde vigor al proceso hacia la unidad.

III) 26. LA ORACIÓN, la comunidad de oración, nos permite reencontrar siempre la verdad evangélica de las palabras « uno solo es vuestro Padre» (Mt 23, 9), aquel Padre, Abbá, al cual Cristo mismo se dirige, El que es Hijo unigénito de la misma sustancia. Y además: «Uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos» (Mt 23, 8). La oración «ecuménica» manifiesta esta dimensión fundamental de fraternidad en Cristo, que murió para unir a los hijos de Dios dispersos, para que nosotros, llegando a ser hijos en el Hijo (cf. Ef 1, 5), reflejásemos más plenamente la inescrutable realidad de la paternidad de Dios y, al mismo tiempo, la verdad sobre la humanidad propia de cada uno y de todos.

La oración «ecuménica», la oración de los hermanos y hermanas, expresa todo esto. Ellos, precisamente por estar divididos entre sí, con mayor esperanza se unen en Cristo, confiándole el futuro de su unidad y de su comunión. A esta situación se podría aplicar una vez más felizmente la enseñanza del Concilio: «El Señor Jesús, cuando pide al Padre 'que todos sean uno como nosotros también somos uno' (Jn 17, 21-22), ofreciendo perspectivas inaccesibles a la razón humana, sugiere cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y el amor».

La conversión del corazón, condición esencial de toda auténtica búsqueda de la unidad, brota de la oración y ésta la lleva hacia su cumplimiento: «Los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la negación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad. Por ello, debemos implorar del Espíritu divino la gracia de una sincera abnegación, humildad y mansedumbre en el servicio a los demás y espíritu de generosidad fraterna hacia ellos».

27. Orar por la unidad no está sin embargo reservado a quien vive en un contexto de división entre los cristianos. En el diálogo íntimo y personal que cada uno de nosotros debe tener con el Señor en la oración, no puede excluirse la preocupación por la unidad. En efecto, solo de este modo ésta formará parte plenamente de la realidad de nuestra vida y de los compromisos que hayamos asumido en la Iglesia (...).


Día 19

Fuente: Homilía Papa Benedicto, 25 enero 2006 (Conversión de san Pablo)

I) LA ASPIRACIÓN de toda comunidad cristiana y de cada uno de los fieles a la unidad, y la fuerza para realizarla, son un don del Espíritu Santo y son paralelas a una fidelidad cada vez más profunda y radical al Evangelio (cf. Ut unum sint, 15). Somos conscientes de que en la base del compromiso ecuménico se encuentra la conversión del corazón, como afirma claramente el concilio Vaticano II:"El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior, porque los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la negación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad" (Unitatis redintegratio, 7).

"Deus caritas est", "Dios es amor" (1Jn 4, 8. 16). Sobre esta sólida roca se apoya toda la fe de la Iglesia. En particular, se basa en ella la paciente búsqueda de la comunión plena entre todos los discípulos de Cristo:fijando la mirada en esta verdad, cumbre de la revelación divina, las divisiones, aunque conserven su dolorosa gravedad, parecen superables y no nos desalientan. El Señor Jesús, que con la sangre de su Pasión derribó "el muro de separación", "la enemistad" (Ef 2, 14), seguramente concederá a los que lo invocan con fe la fuerza para cicatrizar cualquier herida. Pero es preciso recomenzar siempre desde aquí:"Deus caritas est".

Al tema del amor he querido dedicar mi primera encíclica, que se ha publicado precisamente hoy, y esta feliz coincidencia con la conclusión de la Semana de oración por la unidad de los cristianos nos invita a considerar este encuentro y, más aún, todo el camino ecuménico a la luz del amor de Dios, del Amor que es Dios. Si ya desde el punto de vista humano el amor se manifiesta como una fuerza invencible, ¿qué debemos decir nosotros, que "hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él"? (1Jn 4, 16).

El auténtico amor no anula las diferencias legítimas, sino que las armoniza en una unidad superior

El auténtico amor no anula las diferencias legítimas, sino que las armoniza en una unidad superior, que no se impone desde fuera;más bien, desde dentro, por decirlo así, da forma al conjunto. Es el misterio de la comunión, que, como une al hombre y la mujer en la comunidad de amor y de vida que es el matrimonio, forma a la Iglesia como comunidad de amor, juntando en la unidad a una multiforme riqueza de dones, de tradiciones. Al servicio de esa unidad de amor está la Iglesia de Roma, que, según la expresión de san Ignacio de Antioquía, "preside en la caridad" (Ad Rom., 1, 1). Ante vosotros, queridos hermanos y hermanas, deseo hoy renovar la consagración a Dios de mi peculiar ministerio petrino, invocando sobre él la luz y la fuerza del Espíritu Santo, a fin de que favorezca siempre la comunión fraterna entre todos los cristianos.

II) LAS DOS BREVES LECTURAS bíblicas de la liturgia vespertina de hoy están profundamente unidas por el tema del amor. En la primera, la caridad divina es la fuerza que transforma la vida de Saulo de Tarso y lo convierte en el Apóstol de las gentes. Escribiendo a los cristianos de Corinto, san Pablo confiesa que la gracia de Dios ha obrado en él el acontecimiento extraordinario de la conversión:"Por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí" (1Co 15, 10).

Por una parte, siente el peso de haber impedido la difusión del mensaje de Cristo, pero al mismo tiempo vive con la alegría de haberse encontrado con el Señor resucitado y haber sido iluminado y transformado por su luz. Recuerda constantemente ese acontecimiento que cambió su existencia, acontecimiento tan importante para la Iglesia entera, que en los Hechos de los Apóstoles se hace referencia a él tres veces (cf. Hch 9, 3-9; 22, 6-11; 26, 12-18). En el camino de Damasco, Saulo escuchó la desconcertante pregunta:"¿Por qué me persigues?". Cayendo en tierra, turbado en su interior, preguntó:"¿Quién eres, Señor?", y obtuvo la respuesta que está en la raíz de su conversión:"Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Hch 9, 4-5). Pablo comprendió en un instante lo que después expresaría en sus escritos:que la Iglesia forma un solo cuerpo, cuya cabeza es Cristo. Así, de perseguidor de los cristianos se convirtió en el Apóstol de las gentes.

En el pasaje evangélico de san Mateo que se acaba de proclamar, el amor actúa como principio de unión de los cristianos y hace que su oración unánime sea escuchada por el Padre celestial. Dice Jesús:"Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, se lo concederá mi Padre que está en los cielos" (Mt 18, 19). El verbo que usa el evangelista para decir "se ponen de acuerdo" es synphōnēsōsin, que encierra la referencia a una "sinfonía" de corazones. Esto es lo que influye en el corazón de Dios. Así pues, el acuerdo en la oración resulta importante para que la acoja el Padre celestial. El pedir juntos implica ya un paso hacia la unidad entre los que piden.

Ciertamente, eso no significa que la respuesta de Dios esté, de alguna forma, determinada por nuestra petición. Como sabemos bien, la anhelada realización de la unidad depende, en primer lugar, de la voluntad de Dios, cuyo designio y cuya generosidad superan la comprensión del hombre e incluso sus peticiones y expectativas. Precisamente contando con la bondad divina, intensifiquemos nuestra oración común por la unidad, que es un medio necesario y muy eficaz, como recordó Juan Pablo II en la encíclica Ut unum sint:"En el camino ecuménico hacia la unidad, la primacía corresponde sin duda a la oración común, a la unión orante de quienes se congregan en torno a Cristo mismo" (n. 22).

III) ANALIZANDO más profundamente estos versículos evangélicos, comprendemos mejor la razón por la cual el Padre acogerá positivamente la petición de la comunidad cristiana:"Porque —dice Jesús— donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 20). Es la presencia de Cristo la que hace eficaz la oración común de los que se reúnen en su nombre.

Cuando los cristianos se congregan para orar, Jesús mismo está en medio de ellos. Son uno con Aquel que es el único mediador entre Dios y los hombres. La constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II se refiere precisamente a este pasaje del evangelio para indicar uno de los modos de la presencia de Cristo:"Cuando la Iglesia suplica y canta salmos, está presente el mismo que prometió:"Donde están dos o tres congregados en mi nombre ahí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 20)" (Sacrosanctum Concilium, 7).

San Juan Crisóstomo, comentando este texto del evangelio de san Mateo, se pregunta:"Pues bien, ¿no hay dos o tres que se reúnen en su nombre? Sí, los hay —responde—, pero raramente" (Homilías sobre el evangelio de san Mateo, 60, 3). Esta tarde siento una inmensa alegría al ver una asamblea tan numerosa y orante, que implora de modo "sinfónico" el don de la unidad. A todos y a cada uno dirijo mi cordial saludo. Saludo con particular afecto a los hermanos de las otras Iglesias y comunidades eclesiales de esta ciudad, unidos en el único bautismo, que nos convierte en miembros del único Cuerpo místico de Cristo (…)

Sí, queridos hermanos y hermanas, loscristianostenemoslatareade ser, en Europa y en medio de todos los pueblos, "luz del mundo" (Mt 5, 14). Que Dios nos conceda llegar pronto a la anhelada comunión plena. El restablecimiento de nuestra unidad dará mayor eficacia a la evangelización. La unidad es nuestra misión común; es la condición para que la luz de Cristo se difunda más eficazmente en todo el mundo y los hombres se conviertan y se salven.

¡Cuánto camino nos queda aún por recorrer! Pero no perdamos la confianza; al contrario, con más ahínco reanudemos el camino juntos. Cristo nos precede y nos acompaña. Contamos con su indefectible presencia. A él le imploramos humilde e incansablemente el valioso don de la unidad y la paz.


Día 20

Fuente: Homilía Papa Benedicto, 25 enero 2009 (Conversión de san Pablo)

I) LA CONVERSIÓN de san Pablo nos ofrece el modelo y nos indica el camino para ir hacia la unidad plena. En efecto, la unidad requiere una conversión: de la división a la comunión, de la unidad herida a la unidad restablecida y plena. Esta conversión es don de Cristo resucitado, como sucedió en el caso de san Pablo. Lo hemos escuchado de las mismas palabras del Apóstol en la lectura que se acaba de proclamar: "Por gracia de Dios soy lo que soy" (1 Co 15, 10). El mismo Señor que llamó a Saulo en el camino de Damasco se dirige a los miembros de su Iglesia, que es una y santa, y llamando a cada uno por su nombre pregunta: ¿Por qué me has dividido? ¿Por qué has desgarrado la unidad de mi cuerpo?

La conversión implica dos dimensiones. En el primer paso se conocen y reconocen a la luz de Cristo las culpas, y este reconocimiento se transforma en dolor y arrepentimiento, en deseo de volver a empezar. En el segundo paso se reconoce que este nuevo camino no puede venir de nosotros mismos. Consiste en dejarse conquistar por Cristo. Como dice san Pablo: "Me esfuerzo por correr para conquistarlo, habiendo sido yo también conquistado por Cristo Jesús" (Flp 3, 12). La conversión exige nuestro sí, mi "correr"; no es en última instancia una actividad mía, sino un don; es dejarse formar por Cristo; es muerte y resurrección. Por eso san Pablo no dice: "Me he convertido", sino "he muerto" (Ga 2, 19), soy una criatura nueva.

La comunión con Cristo resucitado es lo que nos da la unidad

En realidad, la conversión de san Pablo no fue un paso de la inmoralidad a la moralidad —su moralidad era elevada—, de una fe equivocada a una fe correcta —su fe era verdadera, aunque incompleta—, sino que fue ser conquistado por el amor de Cristo: la renuncia a la propia perfección; fue la humildad de quien se pone sin reserva al servicio de Cristo en favor de los hermanos. Y solo en esta renuncia a nosotros mismos, en esta conformidad con Cristo podemos estar unidos también entre nosotros, podemos llegar a ser "uno" en Cristo. La comunión con Cristo resucitado es lo que nos da la unidad.

II) TAMBIÉN PODEMOS observar una interesante analogía con la dinámica de la conversión de san Pablo meditando en el texto bíblico del profeta Ezequiel (Ez 37, 15-28) elegido este año como base de nuestra oración. En él se presenta el gesto simbólico de los dos leños unidos en la mano del profeta, que con este gesto representa la acción futura de Dios. Es la segunda parte del capítulo 37, que en la primera parte contiene la célebre visión de los huesos secos y de la resurrección de Israel, realizada por el Espíritu de Dios.

¿Cómo no constatar que el signo profético de la reunificación del pueblo de Israel se pone después del gran símbolo de los huesos secos vivificados por el Espíritu? De ahí deriva un esquema teológico análogo al de la conversión de san Pablo: en primer lugar está el poder de Dios, que con su Espíritu realiza la resurrección como una nueva creación. Este Dios, que es el Creador y es capaz de resucitar a los muertos, también es capaz de volver a conducir a la unidad al pueblo dividido en dos.

San Pablo, como Ezequiel y más que él, se convierte en instrumento elegido de la predicación de la unidad conquistada por Jesús mediante la cruz y la resurrección: la unidad entre los judíos y los paganos, para formar un solo pueblo nuevo. La resurrección de Cristo extiende el perímetro de la unidad: no solo unidad de las tribus de Israel, sino también unidad entre judíos y paganos (cf. Ef2; Jn 10, 16); unificación de la humanidad dispersa por el pecado y aún más unidad de todos los creyentes en Cristo.

Ahora, a la luz de esta Palabra de Dios (…) emerge una verdad llena de esperanza: Dios promete a su pueblo una nueva unidad, que debe ser signo e instrumento de reconciliación y de paz también en el plano histórico, para todas las naciones. La unidad que Dios da a su Iglesia, y por la cual rezamos, es naturalmente la comunión en sentido espiritual, en la fe y en la caridad; pero nosotros sabemos que esta unidad en Cristo es fermento de fraternidad también en el plano social, en las relaciones entre las naciones y para toda la familia humana. Es la levadura del reino de Dios que hace crecer toda la masa (cf. Mt 13, 33).

III) EN ESTE SENTIDO, la oración que elevamos en estos días, refiriéndonos a la profecía de Ezequiel, se ha hecho también intercesión por las diversas situaciones de conflicto que afligen actualmente a la humanidad. Donde las palabras humanas son impotentes, porque prevalece el trágico estrépito de la violencia y de las armas, la fuerza profética de la Palabra de Dios actúa y nos repite que la paz es posible y que debemos ser instrumentos de reconciliación y de paz. Por eso nuestra oración por la unidad y por la paz exige siempre ser confirmada con gestos valientes de reconciliación entre los cristianos (…).

La actitud de conversión interior en Cristo, de renovación espiritual, de mayor caridad con los demás cristianos ha dado lugar a una nueva situación en las relaciones ecuménicas. Los frutos de los diálogos teológicos, con sus convergencias y con la identificación más precisa de las divergencias que aún siguen existiendo, impulsan a proseguir valientemente en dos direcciones: en la recepción de cuanto se ha logrado positivamente y en un compromiso renovado hacia el futuro.

Oportunamente, el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, al que agradezco el servicio que presta a la causa de la unidad de todos los discípulos del Señor, ha reflexionado recientemente sobre la recepción y el futuro del diálogo ecuménico. Esta reflexión, que por una parte quiere valorar justamente lo que se ha conseguido, por otra pretende encontrar nuevos caminos para continuar las relaciones entre las Iglesias y comunidades eclesiales en el contexto actual. Sigue abierto ante nosotros el horizonte de la unidad plena. Se trata de una tarea ardua, pero entusiasmante, para los cristianos que quieren vivir en sintonía con la oración del Señor: "Que todos sean uno, para que el mundo crea" (Jn 17, 21). El concilio Vaticano II nos aseguró que "el santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la Iglesia de Cristo, una y única, supera las fuerzas y las capacidades humanas" (Unitatis redintegratio, 24).

Confiando en la oración del Señor Jesucristo, y animados por los significativos pasos dados por el movimiento ecuménico, invoquemos con fe al Espíritu Santo para que siga iluminando y guiando nuestro camino. Que el apóstol san Pablo, que tanto trabajó y sufrió por la unidad del Cuerpo místico de Cristo, nos impulse y nos asista desde el cielo; y que la santísima Virgen María, Madre de la unidad de la Iglesia, nos acompañe y nos sostenga.


Día 21

Fuente: Homilía Papa Benedicto, 25 enero 2010 (Conversión de san Pablo)

I) HAN PASADO pocos meses desde que concluyó el Año dedicado a san Pablo, que nos ha brindado la posibilidad de profundizar en su extraordinaria obra de predicador del Evangelio y, como nos ha recordado el tema de la Semana de oración por la unidad de los cristianos —"Vosotros sois testigos de todo esto" (Lc 24, 48)—, en nuestra llamada a ser misioneros del Evangelio. San Pablo, aun conservando una memoria viva e intensa de su pasado de perseguidor de los cristianos, no duda en definirse Apóstol. El fundamento de ese título, para él, es el encuentro con Cristo resucitado en el camino de Damasco, que constituye también el inicio de una incansable actividad misionera, en la que no escatimó energías para anunciar a todos los pueblos a Cristo, con quien se había encontrado personalmente. Así san Pablo, de perseguidor de la Iglesia, se convertirá en víctima de persecución a causa del Evangelio del que daba testimonio: "Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado... Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias" (2Co 11, 24-25.26-28). El testimonio de san Pablo alcanzará el culmen en su martirio cuando, precisamente no lejos de aquí, dará prueba de su fe en Cristo que vence a la muerte.

El testimonio de san Pablo alcanzará el culmen en su martirio

La dinámica presente en la experiencia de san Pablo es la misma que encontramos en la página del Evangelio que acabamos de escuchar. Los discípulos de Emaús, después de reconocer al Señor resucitado, regresan a Jerusalén y encuentran reunidos a los Once y a los que estaban con ellos. Cristo resucitado se les aparece, los consuela, vence su temor, sus dudas, come con ellos y abre su corazón a la inteligencia de las Escrituras, recordando lo que tenía que suceder y que constituirá el núcleo central del anuncio cristiano. Jesús afirma: "Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén" (Lc 24, 46-47).

II) ESTOS SON los acontecimientos de los que darán testimonio ante todo los discípulos de la primera hora y, tras ellos, los creyentes en Cristo de todo tiempo y de todo lugar. Pero es importante subrayar que este testimonio, entonces como hoy, nace del encuentro con Cristo resucitado, se alimenta de la relación constante con él, está animado por el amor profundo hacia él. Solo puede ser su testigo quien ha hecho la experiencia de sentir a Cristo presente y vivo —"Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo" (Lc 24, 39)—, de sentarse a la mesa con él, de escucharlo para que haga arder su corazón. Por esto, Jesús promete a los discípulos y a cada uno de nosotros que nos revestirá de poder desde lo alto, nos dará una presencia nueva, la del Espíritu Santo, don de Cristo resucitado, que nos guía a la verdad completa: "Mirad, voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre" (Lc 24, 49). Los Once dedicarán toda su vida a anunciar la buena nueva de la muerte y resurrección del Señor y casi todos sellarán su testimonio con la sangre del martirio, semilla fecunda que ha dado una cosecha abundante.

La elección del tema de la Semana de oración por la unidad de los cristianos de este año, es decir, la invitación a dar un testimonio común de Cristo resucitado según el mandato que él encomendó a sus discípulos, está vinculada al recuerdo del centésimo aniversario de la Conferencia misionera de Edimburgo, en Escocia, que muchos consideran un acontecimiento determinante para el nacimiento del movimiento ecuménico moderno. En el verano de 1910, en la capital escocesa se encontraron más de mil misioneros, para reflexionar juntos sobre la necesidad de alcanzar la unidad para anunciar de modo creíble el Evangelio de Jesucristo. De hecho, precisamente el deseo de anunciar a Cristo a los demás y de llevar al mundo su mensaje de reconciliación hace experimentar la contradicción de la división de los cristianos. ¿Cómo podrán los incrédulos acoger el anuncio del Evangelio si los cristianos, aunque todos se refieren al mismo Cristo, están en desacuerdo entre ellos? Por lo demás, como sabemos, el Maestro mismo, al final de la última Cena, había pedido al Padre para sus discípulos: "Que todos sean uno... para que el mundo crea" (Jn 17, 21). La comunión y la unidad de los discípulos de Cristo es, por tanto, una condición particularmente importante para una mayor credibilidad y eficacia de su testimonio.

III) UN SIGLO DESPUÉS del acontecimiento de Edimburgo, la intuición de aquellos valientes precursores sigue revistiendo gran actualidad. En un mundo marcado por la indiferencia religiosa e incluso por una creciente aversión hacia la fe cristiana, es necesaria una nueva e intensa actividad de evangelización, no solo entre los pueblos que nunca han conocido el Evangelio, sino también en aquellos donde el cristianismo se ha difundido y forma parte de su historia. No faltan, lamentablemente, cuestiones que nos separan a los unos de los otros y que esperamos se puedan superar mediante la oración y el diálogo, pero hay un contenido central del mensaje de Cristo que podemos anunciar juntos: la paternidad de Dios, la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte con su cruz y resurrección, la confianza en la acción transformadora del Espíritu. Mientras caminamos hacia la comunión plena, estamos llamados a dar un testimonio común frente a los desafíos cada vez más complejos de nuestro tiempo, como la secularización y la indiferencia, el relativismo y el hedonismo, los delicados temas éticos relativos al principio y el fin de la vida, los límites de la ciencia y de la tecnología, y el diálogo con las demás tradiciones religiosas. Hay también otros campos en los que desde ahora debemos dar un testimonio común: la salvaguardia de la creación, la promoción del bien común y de la paz, la defensa de la centralidad de la persona humana, el compromiso para acabar con las miserias de nuestro tiempo, como el hambre, la indigencia, el analfabetismo, la distribución no equitativa de los bienes.

El compromiso por la unidad de los cristianos no es solo tarea de algunos, ni una actividad accesoria para la vida de la Iglesia. Cada uno está llamado a ofrecer su aportación para dar los pasos que lleven a la comunión plena entre todos los discípulos de Cristo, sin olvidar nunca que es, ante todo, un don de Dios que debemos invocar constantemente. En efecto, la fuerza que promueve la unidad y la misión brota del encuentro fecundo y apasionante con Cristo resucitado, como le sucedió a san Pablo en el camino de Damasco y a los Once y a los demás discípulos reunidos en Jerusalén. Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, haga que se realice cuanto antes el deseo de su Hijo: "Que todos sean uno... para que el mundo crea" (Jn 17, 21).


Día 22

Fuente: Texto de Pedro Rodríguez sobre "Ecumenismo"

I) EN LA ENCÍCLICA Ut unum sint, Juan Pablo II señalaba la centralidad de la tarea ecuménica: «el movimiento a favor de la unidad de los cristianos, no es un mero “apéndice” que se añade a la actividad tradicional de la Iglesia. Al contrario, pertenece orgánicamente a su vida y a su acción» (Ut unum sint, n. 20). Como su antecesor, Benedicto XVI también ha querido poner el máximo empeño en el restablecimiento de la unidad de todos los discípulos del Señor. «Por lo que me concierne, renuevo (...) mi firme voluntad, manifestada al principio de mi pontificado, de asumir como compromiso prioritario el trabajar, sin ahorrar energías, en el restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo» (Benedicto XVI, Discurso 26-1-2006). Esta honda preocupación por la unidad afecta a todos los católicos. Una aspiración esencial de los cristianos es la comunión plena de todos los hombres con Dios –según la oración del Señor: que todos sean uno– como miembros de la única Iglesia fundada por Cristo, que «continúa existiendo» (subsistit in) en la Iglesia Católica, como enseña la constitución dogmática Lumen gentium (n. 8).

Es mucho lo que ya tenemos en común todos los cristianos

Para alcanzar la plena comunión entre los cristianos, lo primero es la oración, bien unida a la de Cristo: no ruego solo por éstos, sino por los que van a creer en mí por su palabra (Jn 17,20), para que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad (Jn 17,22-23). «No podemos “hacer” la unidad solo con nuestras fuerzas. Podemos obtenerla solamente –dice Benedicto XVI– como don del Espíritu Santo. Por tanto, el ecumenismo espiritual, es decir, la oración, la conversión y la santidad de vida, son el corazón del encuentro y del movimiento ecuménico» (Benedicto XVI, Discurso 19-8-2005). En su oración, todos los fieles de la Obra piden cada día con las mismas palabras del Señor: Ut omnes unum sint, sicut tu Pater in me et ego in te: ut sint unum, sicut et nos unum sumus. Movido por el deseo de promover la unidad, san Josemaría exhorta a cada cristiano: ofrece la oración, la expiación y la acción por esta finalidad: «ut sint unum!» –para que todos los cristianos tengamos una misma voluntad, un mismo corazón, un mismo espíritu: para que «omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!» –que todos, bien unidos al Papa, vayamos a Jesús, por María (Forja, n. 647).

II) ES MUCHO lo que ya tenemos en común todos los cristianos. Nos une la Sagrada Escritura, la vida de la gracia y de las virtudes, la comunión de oraciones y otros dones espirituales (Ut unum sint, n. 12). Se da incluso, entre todos nosotros, creyentes en Cristo, un modo de «verdadera unión en el Espíritu Santo» (Unitatis redintegratio, n. 3), ya que Él actúa, también, en los cristianos no católicos y «los santifica con sus dones y gracias y, a algunos de ellos, les dio fuerzas incluso para derramar su sangre» (Íbid.). De manera principal, la incorporación a Cristo por el bautismo, patrimonio común de todos los cristianos, establece entre nosotros –católicos y no católicos– un vínculo sobrenatural. Todos los cristianos nacen en las aguas del bautismo. Como enseña el Concilio Vaticano II en el Decreto Unitatis redintegratio, «aquellos que creen en Cristo y recibieron debidamente el bautismo están en una cierta comunión, aunque no sea perfecta, con la Iglesia católica» (Íbid). «La fraternidad entre los cristianos –dice Benedicto XVI– no es simplemente un vago sentimiento y tampoco nace de una forma de indiferencia con respecto a la verdad (...). Se basa en la realidad sobrenatural de un único bautismo, que nos inserta a todos en el único Cuerpo de Cristo (cfr. 1 Co 12, 13; Ga 3, 28; Col 2, 12). Juntos confesamos a Jesucristo como Dios y Señor; juntos lo reconocemos como único mediador entre Dios y los hombres (cfr.1 Tm 2, 5), subrayando nuestra común pertenencia a Él (cfr. Unitatis redintegratio, n. 22; Ut unum sint, n. 42). A partir de este fundamento esencial del bautismo, que es una realidad procedente de Cristo, una realidad en el ser y luego en el profesar, en el creer y en el actuar, el diálogo ha dado sus frutos y seguirá haciéndolo» (Benedicto XVI, Discurso 19-8-2005).

La conciencia de compartir esa riqueza común es el fundamento común del ecumenismo. Esta conciencia es, en efecto, la que nos lleva a una consideración especialmente positiva de las otras confesiones cristianas, y debe suscitar un trato mutuo marcado por la conciencia gozosa de ser unos y otros –todos– cristianos. Por este motivo, «es preciso que los católicos reconozcan con alegría y aprecien los bienes verdaderamente cristianos, procedentes del patrimonio común», que se encuentran en nuestros hermanos separados»(Unitatis redintegratio, n. 4). Esta valoración es, pues, de gran importancia: redunda en la estima y en el modo peculiar de vivir la caridad con esos hermanos nuestros que no son católicos. Por estar enraizada en la fe común en Jesucristo, el modo de vivir con ellos el amor cristiano tiene, en efecto, rasgos especiales.

III) CON PALABRAS DE SAN JOSEMARÍA, son dos los rasgos fundamentales: fidelidad a la verdad, amistad con los hombres. No puede haber un diálogo fecundo sin que se dé o se cree entre los que dialogan un clima de auténtica amistad, de honradez y de certidumbre (Íbid, n. 20).

Sin amor a los demás no puede haber un ecumenismo verdadero, sino meras estrategias, que por sí solas resultan infecundas: el Señor nos ha llamado en momentos, en los que se habla mucho de paz y no hay paz: ni en las almas, ni en las instituciones, ni en la vida social, ni entre los pueblos. Se habla continuamente de igualdad y de democracia y abundan las castas: cerradas, impenetrables. Nos ha llamado en un tiempo, en el que se clama por la comprensión, y la comprensión brilla por su ausencia, incluso entre personas que obran de buena fe y quieren practicar la caridad, porque -no lo olvidéis- la caridad, más que en dar, está en comprender (Es Cristo que pasa, n. 123). Verdadero diálogo es solo el que nace de un deseo de amistad sincera, de un afán de ayudar y servir a los demás. «El clima del diálogo es la amistad. Más todavía: el servicio»(Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam, 6-8-1964, n. 33).

Los católicos, en la acción ecuménica, deben preocuparse de los hermanos, orando por ellos, tratando con ellos y adelantándose a su encuentro. El amor ha de estar en la raíz de todas las acciones humanas. Con palabras de San Pablo, omnia vestra in caritate fiant (1Cor 16,14): obrad siempre con caridad.

Os lo he escrito tantas veces, con las palabras de Pablo: veritatem facientes in caritate(Ef4, 15), haciendola verdad con caridad: éste es el modo de dialogar, de dar doctrina. El “encuentro” ecuménico, vivido en la vida secular, es para que todos tratemos de caminar en la verdad y en la caridad y seamos mejores discípulos de Jesucristo, porque todos estamos llamados por el Señor –¡desde el Bautismo!– a la santidad personal. Es el gran mensaje de san Josemaría, reafirmado en el Concilio Vaticano II.

Todo es posible con esta condición: que no perdáis nunca el diálogo con nuestro Dios, vivo y amante, con el Espíritu Santo, con Cristo, Señor Nuestro, y con María, Reina del Cielo y Madre de la Iglesia. De ahí sacaréis cada día luces de doctrina, deseos de apostolado, afán de almas, caridad universal y delicada (Íbid., n. 76).


Día 23

Fuente: Homilía Papa Francisco, 25 enero 2016 (Conversión de san Pablo)

I) «SOY EL MENOR de los apóstoles [...] porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí» (1 Cor 15 ,9-10). Así resume el apóstol Pablo el significado de su conversión. Ésta, que tuvo lugar tras el encuentro fulgurante con Cristo resucitado (cf.1 Cor 9 ,1) en el camino de Jerusalén a Damasco, no es principalmente un cambio moral, sino una experiencia transformadora de la gracia de Cristo, y al mismo tiempo la llamada a una nueva misión, la de anunciar a todos a aquel Jesús a quien antes perseguía, hostigando a sus discípulos. En ese momento, de hecho, Pablo entiende que entre el Cristo eternamente vivo y sus seguidores hay una unión real y trascendente: Jesús vive y está presente en ellos y ellos viven en Él. La vocación a ser un apóstol no se funda en los méritos humanos de Pablo, quien se considera «ínfimo» e «indigno», sino en la bondad infinita de Dios, que lo eligió y le confió el ministerio.

Una comprensión similar de lo que sucedió en el camino de Damasco es testimoniada por san Pablo también en la primera Carta a Timoteo: «Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí porque no sabía lo que hacía, pues estaba lejos de la fe; sin embargo, la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí junto con la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús» (1Tm 1, 12-14). La sobreabundante misericordia de Dios es la única razón en la cual se funda el ministerio de Pablo, y es al mismo tiempo lo que el apóstol tiene que anunciar a todos.

La misión del entero pueblo de Dios es la de anunciar las maravillas del Señor

II) LA EXPERIENCIA de san Pablo es similar a la de las comunidades a las cuales el apóstol Pedro dirige su primera Carta. San Pedro se dirige a los miembros de comunidades pequeñas y frágiles, expuestas a la amenaza de las persecuciones y aplica a ellos los títulos gloriosos atribuidos al pueblo santo de Dios: «linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios» (1Pt 2, 9). Para esos primeros cristianos, como hoy para todos nosotros bautizados, es motivo de consuelo y de constante estupor el saber que hemos sido elegidos para formar parte del diseño de salvación de Dios, actuado en Jesucristo y en la Iglesia. «Señor, ¿por qué precisamente yo?»; «¿por qué nosotros?». Alcanzamos aquí el misterio de la misericordia y la elección de Dios: el Padre ama a todos y quiere salvar a todos, y por eso llama a algunos, «conquistándolos» con su gracia, para que a través de ellos su amor pueda llegar a todos. La misión del entero pueblo de Dios es la de anunciar las maravillas del Señor, la primera la del Misterio pascual de Cristo, por medio del cual hemos pasado de las tinieblas del pecado y la muerte, al esplendor de su vida, nueva y eterna (cf.1 Pe 2, 10).

A la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado, y que nos ha guiado durante esta Semana de oración por la unidad de los cristianos, realmente podemos decir que todos los creyentes en Cristo estamos «llamados a anunciar las maravillas de Dios» (cf.1 Pe 2, 9). Más allá de las diferencias que todavía nos separan, reconozcamos con alegría, que en el origen de la vida cristiana hay siempre una llamada, cuyo autor es Dios mismo. Podemos avanzar en el camino hacia la plena comunión visible entre los cristianos no solo cuando nos acercamos los unos a los otros, sino sobre todo en la medida en que nos convertimos al Señor, que por su gracia nos elige y nos llama a ser sus discípulos. Y convertirse significa dejar que el Señor viva y trabaje en nosotros. Por este motivo, cuando los cristianos de diferentes Iglesias escuchan juntos la Palabra de Dios y tratan de ponerla en práctica, realizan pasos verdaderamente importantes hacia la unidad.

III) NO SOLO LA LLAMADA nos une; también compartimos la misma misión: anunciar a todos las obras maravillosas de Dios. Como san Pablo, y como los fieles a quienes escribe san Pedro, también nosotros no podemos dejar de anunciar el amor misericordioso que nos ha conquistado y transformado. Mientras estamos en camino hacia la plena comunión entre nosotros, ya podemos desarrollar múltiples formas de colaboración, trabajar juntos para favorecer la difusión del Evangelio. Y caminando y trabajando juntos, nos damos cuenta de que ya estamos unidos en el nombre del Señor. La unidad se hace en el camino.

En este Año jubilar extraordinario de la Misericordia, tengamos bien presente que no puede haber una auténtica búsqueda de la unidad de los cristianos sin un confiarse plenamente a la misericordia del Padre. En primer lugar pidamos perdón por el pecado de nuestras divisiones, que son una herida abierta en el Cuerpo de Cristo. Como obispo de Roma y Pastor de la Iglesia católica, quiero invocar misericordia y perdón por los comportamientos no evangélicos por parte de los católicos hacia los cristianos de otras Iglesias. Al mismo tiempo, invito a todos los hermanos y hermanas católicos a perdonar si, hoy o en el pasado, han sido ofendidos por otros cristianos. No podemos borrar lo que ha sido, pero no queremos permitir que el peso de las culpas del pasado continúe contaminando nuestras relaciones. La misericordia de Dios renovará nuestras relaciones. (…)

Queridos hermanos y hermanas, unámonos a la oración que Jesucristo dirigió al Padre: «Que todos sean uno [...] para que el mundo crea» (Jn 17, 21). La unidad es don de la misericordia de Dios Padre. Aquí ante la tumba de san Pablo, apóstol y mártir, custodiada en esta espléndida Basílica, sentimos que nuestra humilde petición es apoyada por la intercesión de la multitud de mártires cristianos de ayer y de hoy. Ellos han respondido con generosidad a la llamada del Señor, han dado fiel testimonio, con su vida, de las maravillas que Dios ha realizado por nosotros, y ya experimentan la plena comunión en la presencia de Dios Padre. Sostenidos por su ejemplo —este ejemplo que hace el ecumenismo de sangre— y confortados por su intercesión, dirigimos a Dios nuestra humilde oración.


Día 24

Fuente: Homilía Papa Francisco, 25 enero 2017 (Conversión de san Pablo)

I) EL ENCUENTRO con Jesús en el camino de Damasco transformó radicalmente la vida de Pablo. A partir de entonces, el significado de su existencia no consiste ya en confiar en sus propias fuerzas para observar escrupulosamente la Ley, sino en la adhesión total de sí mismo al amor gratuito e inmerecido de Dios, a Jesucristo crucificado y resucitado. De esta manera, él advierte la irrupción de una nueva vida, la vida según el Espíritu, en la cual, por la fuerza del Señor Resucitado, experimenta el perdón, la confianza y el consuelo. Pablo no puede tener esta novedad solo para sí: la gracia lo empuja a proclamar la buena nueva del amor y de la reconciliación que Dios ofrece plenamente a la humanidad en Cristo.

Para el Apóstol de los gentiles, la reconciliación del hombre con Dios, de la que se convirtió en embajador (cf. 2 Co 5,20), es un don que viene de Cristo. Esto aparece claramente en el texto de la Segunda Carta a los Corintios, del que se toma este año el tema de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos: «Reconciliación. El amor de Cristo nos apremia» (cf. 2 Co 5,14-20). «El amor de Cristo»: no se trata de nuestro amor por Cristo, sino del amor que Cristo tiene por nosotros. Del mismo modo, la reconciliación a la que somos urgidos no es simplemente una iniciativa nuestra, sino que es ante todo la reconciliación que Dios nos ofrece en Cristo.Más que ser un esfuerzo humano de creyentes que buscan superar sus divisiones, es un don gratuito de Dios. Como resultado de este don, la persona perdonada y amada está llamada, a su vez, a anunciar el evangelio de la reconciliación con palabras y obras, a vivir y dar testimonio de una existencia reconciliada.

¿Cómo anunciar el evangelio de la reconciliación después de siglos de divisiones?

II) EN ESTA PERSPECTIVA, podemos preguntarnos hoy: ¿Cómo anunciar el evangelio de la reconciliación después de siglos de divisiones? Es el mismo Pablo quien nos ayuda a encontrar el camino. Hace hincapié en que la reconciliación en Cristo no puede darse sin sacrificio. Jesús dio su vida, muriendo por todos. Del mismo modo, los embajadores de la reconciliación están llamados a dar la vida en su nombre, a no vivir para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos (cf. 2 Co 5,14-15). Como nos enseña Jesús, solo cuando perdemos la vida por amor a él es cuando realmente la ganamos (cf. Lc 9,24). Es esta la revolución que Pablo vivió, y es también la revolución cristiana de todos los tiempos: no vivir para nosotros mismos, para nuestros intereses y beneficios personales, sino a imagen de Cristo, por él y según él, con su amor y en su amor.

Para la Iglesia, para cada confesión cristiana, es una invitación a no apoyarse en programas, cálculos y ventajas, a no depender de las oportunidades y de las modas del momento, sino a buscar el camino con la mirada siempre puesta en la cruz del Señor; allí está nuestro único programa de vida. Es también una invitación a salir de todo aislamiento, a superar la tentación de la auto-referencia, que impide captar lo que el Espíritu Santo lleva a cabo fuera de nuestro ámbito. Una auténtica reconciliación entre los cristianos podrá realizarse cuando sepamos reconocer los dones de los demás y seamos capaces, con humildad y docilidad, de aprender unos de otros —aprender unos de otros—, sin esperar que sean los demás los que aprendan antes de nosotros.

III) SI VIVIMOS este morir a nosotros mismos por Jesús, nuestro antiguo estilo de vida será relegado al pasado y, como le ocurrió a san Pablo, entramos en unanueva forma de existencia y de comunión. Con Pablo podremos decir: «Lo antiguo ha desaparecido» (2 Co5,17). Mirar hacia atrás es muy útil y necesario para purificar la memoria, pero detenerse en el pasado, persistiendo en recordar los males padecidos y cometidos, y juzgando solo con parámetros humanos, puede paralizar e impedir que se viva el presente. La Palabra de Dios nos anima a sacar fuerzas de la memoria para recordar el bien recibido del Señor; y también nos pide dejar atrás el pasado para seguir a Jesús en el presente y vivir una nueva vida en él. Dejemos que Aquel que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap21,5) nos conduzca a un futuro nuevo, abierto a la esperanza que no defrauda, a un porvenir en el que las divisiones puedan superarse y los creyentes, renovados en el amor, estén plena y visiblemente unidos (...).

Queridos hermanos y hermanas, nuestra oración por la unidad de los cristianos participa en la oración que Jesús dirigió al Padre antes de la pasión, «para que todos sean uno» (Jn 17,21). No nos cansemos nunca de pedir a Dios este don. Con la esperanza paciente y confiada de que el Padre concederá a todos los creyentes el bien de la plena comunión visible, sigamos adelante en nuestro camino de reconciliación y de diálogo, animados por el testimonio heroico de tantos hermanos y hermanas que, tanto ayer como hoy, están unidos en el sufrimiento por el nombre Jesús. Aprovechemos todas las oportunidades que la Providencia nos ofrece para rezar juntos, anunciar juntos, amar y servir juntos, especialmente a los más pobres y abandonados.


Día 25

Fuente: Homilía Papa Francisco, 25 enero 2018 (Conversión de san Pablo)

I) La lectura del libro de Éxodo nos habla de Moisés y María, hermano y hermana, que elevan un himno de alabanza a Dios a orillas del Mar Rojo, junto con la comunidad que Dios liberó de Egipto. Ellos cantan su alegría porque en esas aguas Dios los ha salvado de un enemigo que pretendía destruirlos. Moisés mismo había sido salvado previamente del agua y su hermana había sido testigo de aquel acontecimiento. De hecho, el Faraón había ordenado: «Echa en el Nilo todo niño varón que nacerá» (Ex 1,22). Después de haber encontrado la cesta con el niño dentro de los juncos del Nilo, la hija de Faraón lo había llamado Moisés, porque dijo: «Lo tomé de las aguas» (Ex 2,10). La historia del rescate de Moisés de las aguas prefigura así un rescate mayor, el de todo el pueblo, que Dios dejaría pasar a través de las aguas del Mar Rojo, para lanzarles luego, sus enemigos.

Muchos Padres antiguos entendieron este pasaje liberador como una imagen del Bautismo. Son nuestros pecados los que han sido ahogados por Dios en las aguas vivas del Bautismo. Mucho más que Egipto, el pecado amenazaba con hacernos esclavos para siempre, pero el poder del amor divino lo arrolló. San Agustín (cfr. Sermón 223.E) interpreta el Mar Rojo, donde Israel vio la salvación de Dios, como un signo anticipatorio de la sangre de Cristo crucificado, fuente de salvación. Todos nosotros cristianos hemos pasado por las aguas del Bautismo, y la gracia del Sacramento ha destruido a nuestros enemigos, el pecado y la muerte. Saliendo de las aguas, hemos alcanzado la libertad de los hijos; hemos emergido como pueblo, como comunidad de hermanos y hermanas salvados, como «conciudadanos de los santos y familia de Dios» (Ef 2,19). Compartimos la experiencia fundamental. Y precisamente porque Dios ha obrado esta victoria en nosotros, juntos podemos cantar sus alabanzas.

En la vida, experimentamos la ternura de Dios, quien en nuestra vida diaria nos salva amorosamente del pecado, el temor y la angustia. Estas preciosas experiencias deben mantenerse en el corazón y en la memoria. Pero, al igual que sucedió con Moisés, las experiencias individuales se unen a una historia aún más grande, que es la salvación del pueblo de Dios. Lo vemos en la canción cantada por los israelitas. Comienza con una historia individual: «Mi fuerza y mi canción es el Señor, él ha sido mi salvación» (Ex 15,2). Pero más tarde se convierte en la narrativa de la salvación a todo el pueblo: «Guiaste con tu amor a este pueblo que has rescatado» (Ex 15,13). Quien eleva este cántico se ha dado cuenta de que no está solo en las orillas del Mar Rojo, sino rodeado de hermanos y hermanas que han recibido la misma gracia y proclaman la misma alabanza.

II) También San Pablo, cuya conversión se celebra hoy, ha vivido la fuerte experiencia de la gracia, que lo llamó a convertirse, de perseguidor, apóstol de Cristo. La gracia de Dios lo ha empujado, incluso a él a buscar la comunión con otros cristianos, de repente, por primera vez en Damasco y luego en Jerusalén (cfr. Hch 9,19.26-27). Esta es nuestra experiencia como creyentes. A medida que crecemos en la vida espiritual, comprendemos cada vez más que la gracia nos llega junto a los demás y es para compartir con los demás.

Hemos finalmente entendido que estamos juntos en las costas del Mar Rojo

De esta manera, cuando elevo mi acción de gracias a Dios por todo lo que ha hecho en mí, cuando le doy gracias a Dios por lo que ha hecho en mí, descubro que no canto solo porque otros hermanos y hermanas tienen el mismo canto de alabanza.

Las diversas confesiones cristianas han tenido esta experiencia. En este último siglo, hemos finalmente entendido que estamos juntos en las costas del Mar Rojo. En el Bautismo hemos sido salvados y el canto de alabanza agradecida, que cantan otros hermanos y hermanas, nos pertenece, porque también es nuestra. Cuando decimos que reconocemos el bautismo de cristianos de otras tradiciones, confesamos que ellos también han recibido el perdón del Señor y la gracia que obra en ellos. Y damos la bienvenida a su adoración como una auténtica expresión de alabanza por lo que Dios hace. Entonces deseamos rezar juntos, uniendo aún más nuestras voces. Y aun cuando las divergencias nos separan, reconocemos que pertenecemos al pueblo de los redimidos, a la misma familia de hermanos y hermanas amados por el único Padre.

III) Después de la liberación, el pueblo elegido emprendió un largo y difícil viaje a través del desierto, a menudo vacilante, pero sacando fuerza del recuerdo de la obra salvificadora de Dios y su presencia siempre cercana. Incluso los cristianos de hoy encuentran muchas dificultades en el camino, rodeados de tantos desiertos espirituales, que causan la sequía de la esperanza y la alegría. En el camino también hay serios peligros graves que ponen en riesgo la vida: ¡cuántos hermanos sufren la persecución por el nombre de Jesús!

Cuando se derrama su sangre, aunque pertenezcan a diferentes denominaciones, en conjunto se convierten en testigos de la fe, los mártires, unidos en el vínculo de la gracia bautismal. Incluso, junto a amigos de otras tradiciones religiosas, los cristianos se enfrentan a los desafíos actuales que degradan la dignidad humana, huyendo de situaciones de conflicto y de miseria; son víctimas de la trata de seres humanos y otros tipos de esclavitud moderna; sufren penurias y hambre en un mundo cada vez más rico en medios pero más pobre en amor, donde continúa aumentando la desigualdad. Pero, al igual que los israelitas del Éxodo, los cristianos están llamados a custodiar juntos el recuerdo de lo que Dios ha hecho por ellos. Reviviendo esta memoria, podemos sostenernos unos a otros y afrontar, armados sólo de Jesús y la fuerza suave de su Evangelio, cada reto con valor y esperanza.