Formación de la personalidad (VIII): Crecer: un proyecto en familia (I)

Nadie llega al mundo por accidente; cada uno vale mucho, lo vale todo. El valor de la propia vida se aprende, sobre todo, en la familia, lugar para la forja de la personalidad.

¡Cómo se parece a su madre! La misma sonrisa, ese movimiento de la mano cuando habla… hasta en el modo de andar… Muchas veces oímos o hacemos comentarios de este tipo. Porque, efectivamente, son muchos los aspectos que tomamos de la personalidad de nuestros padres y hermanos, sin apenas darnos cuenta. Algunos rasgos son heredados, como el color de los ojos o el temperamento, el modo de ser; tantos otros, en cambio, se han forjado con el trato, el roce diario, la formación: la vida.

Las notas de la madurez personal que hemos abordado en los artículos de esta serie se siembran y germinan precisamente en el contexto familiar. Por eso, ¡qué importante es cuidar de la familia! Es, debe ser, la tierra buena en la que inicia, se desarrolla y acaba nuestro camino: «en cada edad de la vida, en cada situación, en cada condición social, somos y permanecemos hijos»[1].

Los auténticos valores humanos se forjan a fuego lento; requieren el sentido de pertenencia a una pequeña porción de mundo, no hecha de tierra sino de cariño: una familia.

La oración de muchas personas se vierte hoy desde todos los hogares del mundo en los padres sinodales para que, unidos al Papa y con las luces del Espíritu Santo, interpreten con profundidad los desafíos a los que se enfrenta la familia. Pero la responsabilidad sobre la institución familiar, querida por Dios, nos atañe a todos, ya sea como padres o hermanos… y a la vez, siempre como hijos. Vamos a considerar nuestro papel en el hogar en dos tiempos: primero reflexionaremos, en las líneas que siguen, acerca de lo que hace única a la familia, y acerca del “oficio” de padres e hijos. En una segunda parte, profundizaremos en la vida familiar y en los detalles que la llenan de luz y de alegría.

Dar lo mejor en el hogar es darlo todo

Cada uno tiene su historia, la huella que han dejado en su vida tantas situaciones, alegres o dolorosas. También nuestro pasado se enmarca en los planes de Dios, que a veces son misteriosos para nosotros. Hay hogares en los que ha faltado un ejemplo cristiano, aunque tarde o temprano la figura de Cristo se ha acabado dejando entrever en un amigo, un pariente o un profesor. En muchas otras familias se mezclan el cariño y el esfuerzo por educar en la fe, junto con los defectos y limitaciones de padres y hermanos.

A nuestros familiares no los hemos escogido nosotros, pero sí los ha escogido Dios: Él contaba no solo con sus virtudes, sino también con sus defectos, para hacernos cristianos: «En la familia ‒de esto todos somos testigos‒ los milagros se hacen con lo que hay, con lo que somos, con lo que uno tiene a mano… y muchas veces no es el ideal, no es lo que soñamos, ni lo que “debería ser”»[2].

Todos ‒abuelos, padres, hijos, nietos‒ estamos llamados a dar en cada momento lo mejor de nosotros mismos, con la ayuda de Dios, para dar forma cristiana a la familia. También los padres crecen con los hijos y, a medida que pasan los años, los papeles en la familia pueden cambiar: el que empujaba antes, ahora es llevado, el que iba delante deja su puesto a los que vienen detrás. El hogar, que forman entre todos, es mucho más que el primer recurso para las necesidades elementales de nutrición, calor y vestido; es, junto con todo eso, el lugar en el que se descubre la belleza de los auténticos valores humanos; del dominio de sí y del respeto, tan necesario para las relaciones interpersonales[3]; de la responsabilidad, de la lealtad, del espíritu de servicio. Valores, todos ellos, que se forjan a fuego lento, que requieren un sencillo pero fuerte sentido de pertenencia: la conciencia de que no haber sido simplemente arrojados al mundo, sino acogidos desde el principio en una pequeña porción de mundo, no hecha de tierra sino de cariño: una familia.

Dios mismo eligió nacer en una familia humana. El camino de Jesús estaba en esa familia. [Papa Francisco]

Dios mismo «eligió nacer en una familia humana, que él mismo formó. La formó en un poblado perdido de la periferia del Imperio Romano (…). Y uno podría decir: “pero este Dios que viene a salvarnos, ¿perdió treinta años allí, en esa periferia de mala fama?” ¡Perdió treinta años! Él quiso esto. El camino de Jesús estaba en esa familia»[4].

Saber que nos quieren

Cientos de veces al minuto se renueva en la tierra lo que sucedió también con nosotros, cuando vimos la luz: «la alegría de que ha nacido un hombre en el mundo»[5]. Somos, sí, uno más entre tantos que nacieron el mismo día que nosotros… Y sin embargo, somos irrepetibles y queridos desde la eternidad: «cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario»[6].

Foto: Ismael Martínez.

Nadie llega al mundo por accidente; cada uno vale mucho, lo vale todo. Incluso quien quizá no ha conocido a sus padres, o fue acogido en adopción por una familia. «Cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo»[7]. A nuestros padres, sean quienes sean, con sus defectos y sus dificultades, ¡les debemos tanto! Saben todo lo que Dios espera de ellos, y se esfuerzan por responder a esa llamada suave pero exigente: «fui niño todavía no nacido y me acogisteis, permitiéndome nacer; fui niño abandonado y fuisteis para mí una familia; fui niño huérfano y me habéis adoptado y educado como a un hijo vuestro»[8].

A las pocas semanas de vida de sus hijos, las madres saben ya distinguir elementos del temperamento: cualidades del llanto, del sueño, del hambre… Viene luego la primera sonrisa, que es como el nacimiento de la personalidad, y a la vez uno de los primeros signos perceptibles de esa mímesis tan pronunciada en los niños, a quienes se les pega todo lo que ven. Los padres son para los hijos una fuente de seguridad: es elocuente ese gesto tan común del pequeño que se abraza a las piernas de su padre o de su madre ante la llegada de un extraño. Desde esa seguridad, el niño aprende a moverse y a salir de sí mismo, explora el mundo y se abre a los demás.

Aunque no estamos determinados totalmente por las circunstancias de nuestro nacimiento y educación, es decisivo para el crecimiento armónico de la personalidad que los hijos se sepan queridos desde el primer momento en la familia, para querer después a otros. El afecto y los cuidados ‒que incluyen la exigencia y fortaleza para ir limando el egoísmo al que tendemos todos‒ les ayudan a percibir su propio valor y el de los demás: ese amor tierno y recio de los padres les da la autoestima que les permitirá amar, salir de sí mismos.

Los lazos de amor que nacen en una familia cristiana no se rompen ni con el fin de la vida. Si alguien pierde a sus padres en los primeros años, la fe hace ver al mismo Jesús, a santa María o a san José, haciendo sus veces ya en la tierra, en tantas ocasiones a través de otras personas de corazón grande. Siguiendo la huella de esta Sagrada Familia, intentamos ser muy humanos y muy sobrenaturales[9] y mantenemos la esperanza de que un día sucederá lo que escribió santa Teresa: «Parecíame estar metida en el cielo, y las primeras personas que allá vi fue a mi padre y madre»[10].

La genuina autorrealización

«Mamá, ¿te gustaba hacer la comida? ¿Lavar la ropa? ¿Limpiar la casa? ¿Llevarnos al colegio?... ». Este interrogatorio de una hija a su madre, ya anciana, recuerda a la buena mujer esos momentos en que las cosas no salían bien, en el cansancio ante las faenas del hogar, en los apuros económicos y las preocupaciones por esas fiebres altas de invierno que aquejaban a sus pequeños…; en algún que otro plato que había estampado contra la pared en un momento de impaciencia… Y responde, lacónica: «gustarme…, no mucho, pero sí os quería, y vibraba al veros crecer». ¡Cuántas madres y padres se comportan así! A muchos habría que darles un premio, comenta el Papa, pues han aprendido «a resolver una ecuación que ni siquiera los grandes matemáticos saben resolver: hacer que veinticuatro horas rindan el doble. (…) De 24 horas hacen 48: ¡no sé cómo hacen, pero se mueven y lo hacen!»[11].

Desde la seguridad que le dan los padres, el niño aprende a moverse y a salir de sí mismo, explora el mundo y se abre a los demás.

Una familia, no perfecta, pero armónica, distingue bien la identidad de cada uno de sus miembros. La autoridad la poseen los padres, pero sin imponerla. No tienen como meta amaestrar a los niños, sino guiarlos para que desarrollen sus potencialidades, con la luz y el ejemplo de su cariño. Son responsables del ambiente de la familia tanto el padre como la madre, y para cada uno la entrega al otro y a los hijos se convierte en un camino de crecimiento personal.

La convivencia familiar ayuda también a descubrir algunos talentos en los que quizá no se había reparado, pero que los demás valoran: capacidad de ternura, fortaleza de ánimo, buen humor, etc. El amor a la propia familia hace que, incluso en medio de las dificultades, cada uno saque lo mejor de sí, el lado positivo del propio carácter. Y cuando, por el cansancio o la tensión, salga más bien lo peor de uno mismo, será el momento de pedir perdón y recomenzar. «Reconocer el hecho de haber faltado, y mostrar el deseo de restituir lo que se ha quitado ‒respeto, sinceridad, amor‒ hace dignos del perdón. Y así se detiene la infección (…) Muchas heridas de los afectos, muchas laceraciones en la familias comienzan con la pérdida de esta preciosa palabra: “Perdóname”»[12]

La mujer podrá descubrir que sus cualidades como madre son insustituibles. El empeño por ser fiel a Dios en esta misión la llevará a crear un ambiente acogedor y apto para el crecimiento personal, para el cariño y el respeto, para el sacrificio y el don de uno mismo. «La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad...»[13].

El padre también se descubre como guía ante sus hijos: les ayuda a crecer, juega con ellos y deja que se desarrolle el modo de ser de cada uno. Un padre cristiano sabe que su familia será siempre su principal negocio, en el que se realiza en todas sus dimensiones. Por eso es preciso que esté en guardia ante los ritmos de vida demasiado intensos y estresantes, que nublan la vista de los objetivos más valiosos, y pueden llevar precisamente por eso a desequilibrios psíquicos y a un resentimiento de las relaciones familiares.

¡Qué importante es, por eso, que los padres sean cercanos ‒su ausencia causa múltiples problemas‒, y que fomenten siempre el orgullo de transmitir a los hijos la sabiduría del corazón![14]. En un hogar «luminoso y alegre»[15], el padre vive y dona su paternidad, la madre vive y dona su maternidad: cualidades complementarias e irreemplazables, capaces de llenar el corazón. Y esto, con independencia de cuántos hijos envíe Dios al matrimonio; y, si los hijos no llegan, pueden ejercer una paternidad y una maternidad espiritual con otros miembros de la familia y amigos

La espera y el compromiso

«Tal vez no siempre somos conscientes de ello, pero es precisamente la familia la que introduce la fraternidad en el mundo»[16]. La estructura básica de los pueblos, la paz de las naciones, se apoya en el ofrecimiento libre, por amor, del hombre y la mujer; en su fidelidad a un sí que marca para siempre sus vidas.

Hoy abunda el hambre de aventuras. La oferta es múltiple: propuestas de lo más variadas, intensas, breves, apasionantes, como una inmersión en el océano, una incursión al techo del mundo o un salto en el vacío. El compromiso definitivo tiene colores menos llamativos, pero despierta siempre admiración, porque estamos hechos para amar para siempre, y en el fondo todo lo demás nos sabe a poco. Un amor que no fuera para siempre, un sí con letra pequeña, no sería amor.

La paz de las naciones se apoya en la fidelidad del hombre y la mujer a un sí que marca para siempre sus vidas.

En la vida familiar es preciso soportar tempestades y crisis, pero la fidelidad al sí que fundó el hogar puede ser siempre más fuerte que todos ellos: «fuerte como la muerte es el amor»[17]. Grandes motivos hacen soportar grandes dificultades; y aquí los motivos no son solo una idea o una institución: son, sobre todo, personas. El sí del amor llega tan adentro de nuestro ser que no podemos negarlo sin resquebrajarnos.

Por supuesto, todo gran proyecto entraña un gran riesgo, y muchos jóvenes hoy no se atreven al sí para siempre, por miedo a equivocarse. Pero de hecho es un error aun mayor quedarse a las puertas del amor al que está llamado nuestro corazón. Por eso, se trata de asegurar el corazón, de hacerlo crecer: ese es el sentido cristiano del noviazgo, «un itinerario de vida que debe madurar como la fruta, (…) un camino de maduración en el amor, hasta el momento en que se convierte en matrimonio»[18]. El mejor entrenamiento para ese sí, y el mejor test de su solidez, es la capacidad de esperar, que la Iglesia no se cansa de pedir a los novios, aunque a veces no se acierte a entender sus motivos: «Quien pretende querer todo y enseguida, luego cede también en todo ‒y enseguida‒ ante la primera dificultad (…) El noviazgo fortalece la voluntad de custodiar juntos algo que jamás deberá ser comprado o vendido, traicionado o abandonado, por más atractiva que sea la oferta»[19].

Con el transcurso del tiempo la aventura prosigue: las paredes quedan pequeñas, surgen nuevos hogares, nuevos amores.

De unos padres que custodian juntos ese amor, aprenden los hijos. Estos son los hogares que dan los mejores ciudadanos, dispuestos a sacrificarse por el bien común: trabajadores honrados en lo propio y en lo ajeno, profesores entusiastas, políticos coherentes, abogados justos, médicos abnegados, cocineros que hacen del plato una obra de arte… A esta sombra crecen nuevas madres y padres fieles, y muchos que se entregan a Dios por completo para servir a la común familia humana, en una vocación en la que brillan también la maternidad y la paternidad.

Con el transcurso del tiempo la aventura prosigue: las paredes quedan pequeñas, surgen nuevos hogares, nuevos amores. Renace el entusiasmo, la alegría de vivir. Existe por eso «un vínculo estrecho entre la esperanza de un pueblo y la armonía entre las generaciones. La alegría de los hijos estremece el corazón de los padres y vuelve a abrir el futuro»[20].

Wenceslao Vial


[1] Francisco, Audiencia, 18-III-2015.

[2] Francisco, Homilía, 6-VII-2015.

[3] Cfr. Juan Pablo II, Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 66.

[4] Francisco, Audiencia, 17-XII-2014.

[5] Jn 16, 21.

[6] Benedicto XVI, Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino, 24-IV-2005.

[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 80.

[8] Juan Pablo II, Carta a las familias, 2-II-94, n. 22.

[9] Cfr. Forja, n. 290.

[10] Santa Teresa, Libro de la vida, cap. 38.

[11] Francisco, Audiencia, 26-VIII-2015.

[12] Francisco, Audiencia, 13-V-2015.

[13] Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 87.

[14] Cfr. Francisco, Audiencias, 28-I-2015 y 4-II-2015.

[15] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 78.

[16] Francisco, Audiencia, 18-II-2015.

[17] Ct 9,6.

[18] Francisco, Audiencia, 27-V-2015.

[19] Francisco, Audiencia, 27-V-2015.

[20] Francisco, Audiencia, 11-II-2015.