Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Con la catequesis de hoy, pasamos de lo que la Sagrada Escritura nos ha revelado sobre el Espíritu Santo a cómo Él está presente y actúa en la vida de la Iglesia, en nuestra vida cristiana.
En los primeros tres siglos, la Iglesia no sintió la necesidad de formular explícitamente su fe en el Espíritu Santo. Por ejemplo, en el Credo más antiguo de la Iglesia, el llamado Símbolo Apostólico, después de proclamar: “Creo en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, nacido, muerto, descendido a los infiernos, resucitado y ascendido al cielo”, se añade: “[creo] en el Espíritu Santo” y nada más, sin ninguna especificación.
Pero fue la herejía la que empujó a la Iglesia a precisar esta fe. Cuando este proceso comenzó, con San Atanasio en el siglo IV, fue precisamente la experiencia que tenía la Iglesia de la acción santificadora y divinizadora del Espíritu Santo lo que la condujo a la certeza de la plena divinidad del Espíritu Santo. Esto ocurrió en el Concilio Ecuménico de Constantinopla, en el año 381, que definió la divinidad del Espíritu Santo con las palabras que aún hoy repetimos en el Credo: «Creo en el Espíritu Santo, que es Señor y dador de vida, y procede del Padre y del Hijo. Con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, y habló por los profetas».
Decir que el Espíritu Santo “es Señor” era como decir que Él comparte la “Señoría” de Dios, que pertenece al mundo del Creador, no al de las criaturas. La afirmación más fuerte es que se le debe la misma gloria y adoración que al Padre y al Hijo. Es el argumento de la igualdad en el honor, querido por San Basilio Magno, quien fue el principal artífice de esta fórmula: el Espíritu Santo es Señor, es Dios.
La definición conciliar no fue un punto de llegada, sino de partida. Y de hecho, una vez superadas las razones históricas que habían impedido una afirmación más explícita de la divinidad del Espíritu Santo, esta se proclamó tranquilamente en el culto de la Iglesia y en su teología. Ya San Gregorio Nacianceno, inmediatamente después de aquel Concilio, afirmaba sin reservas: «¿Es entonces el Espíritu Santo Dios? ¡Por supuesto! ¿Es consustancial? Sí, si es verdadero Dios» (Oratio 31, 5.10).
¿Qué nos dice hoy, a nosotros, creyentes de hoy, el artículo de fe que proclamamos cada domingo en la Misa: “Creo en el Espíritu Santo”? En el pasado, se ocupó principalmente de la afirmación de que el Espíritu Santo “procede del Padre”. La Iglesia latina pronto integró esta afirmación añadiendo, en el Credo de la Misa, que el Espíritu Santo procede “también del Hijo”. Como en latín la expresión “y del Hijo” se dice “Filioque”, nació la disputa conocida con este nombre, que fue la razón (o el pretexto) de muchas disputas y divisiones entre la Iglesia de Oriente y la Iglesia de Occidente. No es el caso de tratar aquí esta cuestión que, además, en el clima de diálogo instaurado entre ambas Iglesias, ha perdido la dureza de antaño y hoy permite esperar una aceptación mutua, como una de las principales “diferencias reconciliadas”. A mí me gusta decir esto: “diferencias reconciliadas”. Entre los cristianos hay muchas diferencias: este es de esta escuela, aquel de otra; este es protestante, aquel… Lo importante es que estas diferencias sean reconciliadas, en el amor de caminar juntos.
Superado este obstáculo, hoy podemos valorar la prerrogativa más importante para nosotros, que se proclama en el artículo del Credo, y es que el Espíritu Santo es “vivificante”, es decir, da la vida. Nos preguntamos: ¿qué vida da el Espíritu Santo? Al principio, en la creación, el soplo de Dios le da a Adán la vida natural; de una estatua de barro, lo convierte en “un ser viviente” (cf. Gn 2,7). Ahora, en la nueva creación, el Espíritu Santo es quien da a los creyentes la vida nueva, la vida de Cristo, vida sobrenatural, como hijos de Dios. Pablo puede exclamar: «La ley del Espíritu, que da vida en Cristo Jesús, te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8,2).
¿Dónde está, en todo esto, la gran y consoladora noticia para nosotros? Es que la vida que nos da el Espíritu Santo es vida eterna. La fe nos libera del horror de tener que admitir que todo termina aquí, que no hay redención para el sufrimiento y la injusticia que reinan sobre la tierra. Nos lo asegura otra palabra del Apóstol: «Si el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en vosotros, quien resucitó a Cristo de entre los muertos dará vida también a vuestros cuerpos mortales mediante su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8,11). El Espíritu habita en nosotros, está dentro de nosotros.
Cultivemos esta fe también por aquellos que, a menudo no por su propia culpa, carecen de ella y no pueden encontrarle un sentido a la vida. ¡Y no olvidemos dar gracias a Aquel que, con su muerte, nos ha obtenido este don inestimable!