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En estos días, la Sagrada Familia empieza su viaje hacia Belén. Y nosotros vamos con ellos.
Lo vemos todo desde los ojos de san José: sus dudas, sus miedos y su amor por María y Jesús.
Estas cartas nos muestran un poco cómo fue preparar el camino, enfrentar cada etapa y, sobre todo, disponer el corazón para recibir a Dios hecho Niño.


Llevamos ya dos días caminando. Hoy pasamos por el Valle de Jezreel, la llanura más fértil del norte de Israel, bajo una lluvia intensa, propia del clima invernal. Por primera vez en varias semanas, he tenido tiempo para considerar mejor mi situación actual.

Sé que Yahvé no se equivoca; Él sabe por qué ha pensado en mí para cuidar de María y el Niño. Aun así, me siento intranquilo. ¿Habré hecho bien en traerlos a Belén? ¿Los he puesto en peligro?

Intento no darle demasiadas vueltas a mis dudas. Recuerdo que cuando era niño, mi padre me explicó que muchas veces nos distraemos con problemas cuya solución no depende de nosotros y dejamos de atender aquellos que sí podríamos resolver. Por eso, el primer día me concentré en conseguir un burro o una mula para María entre los comerciantes que viajan con nosotros. Uno de ellos, un hombre de Ain Karem llamado Eleazar, accedió a prestarme uno de sus animales de carga al saber que María estaba emparentada con Zacarías.

—Ese burro nunca ha llevado a una persona, pero no creo que haya problema. No entiendo, José… ¿cómo se te ha ocurrido viajar con tu esposa en ese estado?

Yo tampoco lo entiendo. Siento un nudo en el estómago y casi no tengo hambre. María me insistió varias veces hoy para que comiera y lo hice solo para darle gusto. Es muy buena y está tranquila porque confía en Yahvé, aunque esta tarde noté que estuvo más callada de lo habitual.

También pregunté a varios comerciantes si conocían alguna posada en Belén donde pudiéramos pasar las primeras noches. La respuesta general ha sido que hay varios lugares, pero que el flujo de viajeros ha aumentado debido al censo. Otro problema que, por ahora, no puedo resolver y que dejaré en manos de Yahvé.

Esta noche acampamos a las afueras de Sunem. El nombre de la ciudad trae a mi memoria la historia del profeta Eliseo y de cómo, según las Escrituras, fue aquí recibido por un matrimonio, que le construyó una habitación en su propia casa para que pasara la noche. Lo comenté con María, que respondió, pensativa:

—Ya verás, José, que Yahvé también encuentra un sitio para nosotros cuando lleguemos a Belén.

La noche es fría y la humedad del valle dificulta entrar en calor. Ayudé a María a recostarse cerca del fuego que encendimos y le dejé mi manto. Espero que pueda descansar mejor; aunque no me lo ha dicho, sospecho que en estas dos últimas noches no ha dormido bien. El burro que le compré a Eleazar se ha echado cerca de María, como si quisiera acompañarla.

No sé muy bien qué estoy haciendo. ¿Por qué Yahvé me habrá pedido esto a mí? ¿No podría haber encontrado a alguien con más experiencia, con más recursos económicos, con más contactos?

Ya sé cuál sería la respuesta de María: me diría que Yahvé mira el corazón de los hombres y su capacidad de amar, más allá de su capacidad o de sus éxitos. Solo quisiera confiar como ella, tener, aunque sea, un poco de su fe. Eso es lo que hoy le pido a Yahvé.

En el cielo, las estrellas brillan con fuerza. Aquella estrella que apareció hace un par de días parece seguirnos, como si fuera la mirada de Yahvé. En la tierra, la Madre de Dios duerme junto a un animal de carga, guardando el secreto más grande de la historia de la humanidad y una sonrisa en los labios.