“Esto es lo que puedo ofrecerles”, dijo el anciano mientras intentaba iluminar la cueva con una vela que parpadeaba al ritmo de su mano temblorosa. Miré a mi alrededor, intentando asimilar nuestra situación. Habíamos pasado toda la tarde buscando un albergue para pasar la noche, pero todos estaban abarrotados. Hombres, mujeres y niños se acurrucaban en los patios de las posadas, envueltos en cobijas de lana junto a pequeñas fogatas, luchando por mantenerse calientes. Algunos posaderos se aprovechaban del caos y cobraban precios exorbitantes que nos era imposible pagar.
Finalmente, habíamos encontrado a un matrimonio mayor que nos había ofrecido un lugar en el establo de su posada. Era un rincón reducido, húmedo y frío. El suelo estaba cubierto de heno mojado y lodo. Desde una esquina, un buey y una mula desnutridos nos observaban con indiferencia.
Me giré para mirar a mi esposa. María me devolvió una pequeña sonrisa, que me conmovió profundamente. Nos encontrábamos en una situación particularmente difícil, y ella, como siempre, intentaba darme ánimos.
Suspiré y asentí. «Está bien, Samuel», dije al anciano posadero.
Samuel me entregó la vela con cuidado. «No enciendan fuego aquí dentro», advirtió. «El humo podría asfixiarlos. Y no se acerquen mucho a la mula… suele morder».
María entonces, dirigiéndole una mirada brillante, dijo: «Samuel, gracias por todo».
El anciano esbozó una sonrisa cansada. «Ay, niña, ojalá pudiera ofrecerles algo mejor». Con una última mirada de disculpa, salió de la cueva.
Hice lo mejor que pude para acondicionar el lugar. No era mucho. Con las manos intenté despejar el fondo de la cueva, donde el aire frío no llegara tan fuerte. Busqué algo de heno seco, pero no encontré más que restos húmedos. Saqué las dos mantas que habíamos cargado desde Nazaret sobre nuestro burro y las extendí, cuidando de que no quedaran piedras pequeñas debajo.
Ayudé a María a recostarse. Afuera, un rayo rasgó la noche, y las primeras gotas de la tormenta comenzaron a golpear la entrada de la cueva. Nuestro burrito rebuznó, inquieto, como si presintiera que algo importante estaba por suceder; sus orejas giraban, alertas, mientras la tormenta arreciaba afuera.
Cerré los ojos, respiré hondo y me encomendé a Yahvé.
Había dejado de llover. El cielo nocturno, ahora despejado, brillaba con tantas estrellas que parecía increíble que, apenas unas horas antes, una tormenta hubiera azotado con tanta fuerza.
Jesús dormía en brazos de María. Yo no podía apartar la vista de él. Era tan pequeño… ¿Todos los niños nacen así de frágiles? ¿Estaría suficientemente protegido del frío? Lo habíamos envuelto en los pañales que María había traído desde Nazaret, pero aún así no dejaba de preocuparme.
Un ruido en la entrada de la cueva me sacó de mis pensamientos. Me giré rápidamente. Era un perro, flaco y sucio, aún empapado por la tormenta. Entró con paso tímido, casi arrastrándose. Me puse de pie, listo para espantarlo. Pero el animal, tras lanzarme una mirada llena de lástima, centró su atención en María y el niño. Sin hacer ruido, se echó frente a ellos, como si quisiera protegerlos.
María no pareció notar la presencia del perro. Seguía sonriendo y tarareando una suave canción de cuna para Jesús. Me obligué a centrarme en esa imagen. Todo era tan absurdo, tan irreal, que no pude evitar encontrarlo casi gracioso. Frente a mí, Yahvé, el creador del cielo y la tierra, dormía plácidamente en brazos de una adolescente de Nazaret. Y su única protección en este mundo era un carpintero pobre y un perro desnutrido. Sin darme cuenta, una sonrisa se dibujó en mi rostro. ¿En qué me había metido?
María levantó la mirada, percibiendo mi expresión.
«¿De qué te ríes?», preguntó, divertida.
Me encogí de hombros. «De todo esto. Es que no me lo creo».
Me acerqué a ella y me senté a su lado. Miré a nuestro alrededor, a la cueva helada, al buey y la mula que respiraban con pesadez en un rincón, y añadí con una sonrisa: «Es una forma muy extraña de hacer las cosas, ¿no crees? Un carpintero sin tierras ni ganado, una cueva húmeda y fría, durmiendo entre animales… Parece casi un chiste de Yahvé».
María no apartó la mirada del bebé, pero su sonrisa se tornó más serena.
dijo lentamente, como si pensara en voz alta. Sus ojos brillaban.
añadió suavemente.
Nos quedamos en silencio, contemplando el misterio insondable de Dios hecho Niño. Después de un rato, miré a María y le ofrecí cuidar al bebé para que pudiera descansar un poco.
Al sostener al recién nacido en mis brazos, me sorprendí de su fragilidad. ¿Cómo era posible que Dios confiara tanto en mí que me permitiera tenerlo entre mis manos? Mis dedos, acostumbrados a la madera y las herramientas del taller, ahora sostenían al mismo Yahvé.
Casi sin darme cuenta, mis labios comenzaron a murmurar uno de los salmos del Rey David. Me parecía increíble pensar que toda la historia de mi pueblo, cada promesa y profecía, se había concentrado y alcanzado su plenitud en ese preciso instante: en un portal miserable a las afueras de Belén. Reyes y profetas habían soñado con ver lo que yo veía ahora.
La misión que Yahvé me había encomendado era un don inmerecido. Tener al Salvador entre mis manos, sentir su respiración tranquila y verlo dormir, era un don inmerecido. Que Yahvé me quisiera tanto como para darme por esposa a María, la llena de gracia, era un don inmerecido.
«Gracias», susurré, mientras besaba la frente de Dios, que dormía plácidamente. Afuera, el cielo despejado seguía lleno de estrellas, como si el universo entero contuviera la respiración ante el milagro de esa noche.