Audio del Prelado: “Sufrir con paciencia los defectos del prójimo”

«Siguiendo los pasos de Cristo -explica Mons. Javier Echevarría en el podcast de octubre-, no nos apartemos ante los defectos del prójimo y, sin victimismos, comprendamos que no se trata de “soportarle”, sino de acogerlo con humildad».

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A lo largo de este año, estamos procurando que la misericordia de Dios deje huella en nuestra vida interior y se traduzca en obras. Como decía san Josemaría, es en las situaciones ordinarias donde se fragua el ambiente más adecuado para hacer presente esa bondad de Dios: o le encontramos allí o no le encontraremos nunca.

Así, la convivencia con los demás y el lugar laboral o familiar se transforman en ocasiones para identificarnos con Él y, con esa palanca del amor, elevar el mundo a Dios. En este sentido, será muy oportuno que examinemos cómo vivimos la obra de misericordia que nos disponemos a considerar este mes: sufrir y amar con paciencia los defectos del prójimo.

Amor y sufrimiento resultan dos realidades difícilmente separables. ¿Quién no ha sufrido por amor a un cónyuge, a un hijo o a un amigo? A veces, esta singular combinación puede resultar un misterio, pero Jesús desde la Cruz nos demuestra que ese fue el camino recorrido por el mismo Dios. Conscientes de que el Señor sabe más, cuando nos enfrentemos a este misterio en medio de lo cotidiano, miremos la Cruz que será fuente de paz.

El fundador del Opus Dei aconsejaba siempre que llevásemos un crucifijo en el bolsillo, o que lo pusiéramos encima de nuestra mesa de trabajo, junto a la fotografía de las personas queridas. De esa manera –besándolo o dirigiendo unas palabras al Crucificado–, resultará más fácil aceptar las contrariedades del día, hacer frente a nuestras derrotas sin desanimarnos o superar los inevitables desencuentros con los demás. San Josemaría añadía que no hay que soportar al prójimo, sino amarlo para recorrer con él su camino cotidiano.

Perder el miedo a la cruz, amarla, abrazarla sin temor cuando llega en las situaciones ordinarias o de manera extraordinaria, nos agrandará el corazón y así acogeremos a los demás cuando más lo necesiten. Nos prepararemos de este modo para presentarnos ante ese Dios que nos comprende y nos aguarda en el Cielo, dispuesto a versar a manos llenas su amor infinito sobre nuestra pobre alma.

San Pablo describía con estas palabras las características de un amor purificado: “El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor...”.

Amigos y amigas, si deseamos en serio el bien de los demás, comprenderemos que ante el hermano débil no hay espacio para las prisas, las críticas o la impaciencia. Aunque quizá pretendemos moldear al prójimo a nuestro gusto, y con facilidad nos puede irritar su persistencia en los mismos defectos, ¿no es verdad que Dios ha tenido y tiene más paciencia con nosotros?

Durante la transfiguración, mientras el Señor se gozaba con el Padre y el Espíritu Santo, los nueve discípulos que lo aguardaban al pie de la montaña, intentaban en vano curar a un muchacho lunático. Su falta de fe les volvía incapaces de aliviar al chico, quien se arrojaba al agua y al fuego para causarse daño. Jesucristo, informado del fracaso de sus discípulos, reaccionó con una cierta nota de desencanto, en la que quizá reconozcamos nuestra propia desilusión o distanciamento ante los defectos de los demás. “¿Hasta cuándo estaré con vosotros? –exclamó el Redentor–. ¿Hasta cuándo habré de sobrellevaros?”.

Sin embargo, como Jesús había venido a la Tierra para redimir a los hombres, con gran paciencia hacia todos, curó al muchacho y explicó a sus discípulos el origen de su fracaso: “Si tuviérais fe –les dijo– (...) nada os sería imposible”. El amor profundo del Señor por los hombres –por ti, por mí– es la fuerza que le mueve a rescatarnos, a ofrecernos su perdón una y otra vez, a considerar en nosotros la dignidad de hijos de Dios –que Él nos ha ganado– y que está oculta bajo la capa de nuestras miserias.

Siguiendo los pasos de Cristo, no nos apartemos ante los defectos del prójimo y, sin victimismos, comprendamos que no se trata de “soportarle”, sino de acogerlo con humildad. Miremos a los demás con los ojos benignos con los que Dios les mira y nos mira, no con los nuestros. Si con facilidad nos surge la crítica interna o nos creemos incapaces de sobrellevar por más tiempo el carácter de esta o de aquella persona, cuidemos mejor nuestro examen de conciencia personal. Quien no se conoce bien, quien no busca la humildad, tiende a ser intransigente con los demás. Sobre esto, san Agustín escribió que “es mejor un pecador humilde que un santurrón soberbio”.

Recuerdo que san Josemaría solía recogerse frente al Sagrario unos minutos, también al final del día, antes de retirarse a dormir, para concretar el balance de su jornada. Esos instantes ante el Señor le ayudaban a recordar las ocasiones en que podía haberse dado más a los otros, y pedía perdón a Dios, y ayuda para afrontar mejor el día siguiente. Sólo quien conoce su propia debilidad, y se ha reído un poco de su poqueza, descubre cuánto necesita de Dios y de la comprensión de los hermanos.

Únicamente un alma paciente y humilde, consciente de sus defectos, está en condiciones de abrirse a quien necesita puntualmente una mano a la que agarrarse, un consejo certero o una sonrisa que expresa una sincera comprensión. Poco se logra, en cambio, con el enfrentamiento o con frases cargadas de cinismo o despecho.

San Josemaría hacía este comentario a los matrimonios: “Que procuréis ser siempre jóvenes, que os guardéis enteramente el uno para el otro, que lleguéis a quereros tanto que améis los defectos del consorte, si no son ofensa a Dios”. Amar los defectos del consorte, o de una amiga o un amigo, resulta posible cuando el amor es maduro. Y esa actitud no implica que aceptemos estoicamente los defectos de los otros. Deseamos el bien de los demás, y por tanto trataremos de ayudarle a desterrar esas faltas, como pueden ser el carácter colérico o apático, el desorden, la sensualidad, la pereza o el activismo, la impuntualidad, el derroche, etcétera.

Esas imperfecciones son cruces que cada uno de nosotros carga durante muchos años, quizá de forma permanente. No añadamos más peso a la cruz que cada uno soporta: la paciencia hacia el prójimo será para muchos ese Cirineo que alivia la lucha diaria y que nos ayuda a identificarnos con ese Cristo que camina hacia el Calvario, cargando la Cruz por nosotros.

Pidamos a la Virgen que nos enseñe a ser pacientes. Ella supo acoger a los apóstoles que habían abandonado a su Hijo y acompañó maternalmente a la Iglesia en sus primeros pasos. Estemos seguros de que María camina con nosotros, ayudándonos a llenar de comprensión misericordiosa las relaciones entre los hombres.