Vida de María (XX): Reina y Señora del universo

Finaliza la serie de textos sobre la vida de la Virgen con la escena de su coronación como Reina del Universo. "Le rinden pleitesía de vasallos los Angeles, y los patriarcas y los profetas y los Apóstoles..., y todos los pecadores, y tú y yo".

La Coronación de la Virgen María. Foto de la galería de las escenas del Rosario del Santuario de Torreciudad

Libro: "María, una vida junto a Jesús", en formato PDF, ePub y Mobi.


La coronación de la Virgen como Reina y Señora del universo es la última piedra de los privilegios concedidos a Santa María. Era sobrenaturalmente lógico que la Madre de Dios, una vez asunta en cuerpo y alma a la gloria del Cielo, fuera ensalzada por la Santísima Trinidad por encima de los coros de los ángeles y de toda la jerarquía de los santos. Más que Tú, sólo Dios , exclama el pueblo cristiano.

Un salmo de especial relieve mesiánico canta la gloria del rey y, unida a él, la gloria de la reina. Eres el más hermoso de los hijos de Adán, en tus labios se ha derramado la gracia, pues Dios te ha bendecido para siempre (...). Tu trono, ¡oh Dios!, es por siempre, sin fin; cetro de rectitud es el cetro de tu reino ( Sal 44 [45] 3-7). Enseguida, el salmista se dirige a la reina. Escucha, hija, y mira, presta tu oído, olvida tu pueblo y la casa de tu padre, y el rey se prendará de tu belleza; él es tu señor, inclínate a él (...). Radiante de gloria, la hija del rey enjoyada —de brocados de oro es su vestido, con bordados de colores—, es conducida ante el rey. Vírgenes, sus damas, forman su séquito (...), son conducidas en medio de alegría y regocijo; entran en el palacio del rey (Ibid., 11-16).

La liturgia aplica este salmo a Cristo y a María en la gloria celestial. Esta interpretación se funda en algunos textos del Evangelio que se refieren explícitamente a la Virgen. En la Anunciación, san Gabriel le revela que su Hijo reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin (Lc 1, 33). Va a ser madre de un hijo que, en el mismo instante de su concepción como hombre, es Rey y Señor de todas las cosas; Ella, que lo dará a luz, participa de su realeza. Lo mismo afirma santa Isabel, que, iluminada por el Espíritu Santo, confiesa en voz alta: ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? ( Lc 1, 43). También san Juan evangelista, en una gran visión del Apocalipsis, describe a una mujer vestida de sol, la luna a sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas ( Ap 12, 1). Según la liturgia y la tradición de la Iglesia, esa mujer es María, vencedora con Cristo sobre el dragón infernal y entronizada como Reina del universo.

La realeza de María es una verdad consoladora para todos los hombres, especialmente cuando nos sentimos merecedores del castigo divino, como justa pena de los pecados

El pueblo cristiano confesó siempre esta suprema gloria de María, partícipe de la realeza de Cristo. Como Él, la tiene por nacimiento (es la madre del Rey) y por derecho de conquista (es su fiel compañera en la redención). En sus manos ha puesto el Señor los méritos sobreabundantes que ganó con su muerte en la Cruz, para que los distribuya según la Voluntad de Dios.

La realeza de María es una verdad consoladora para todos los hombres, especialmente cuando nos sentimos merecedores del castigo divino, como justa pena de los pecados. La Iglesia invita a recurrir a Ella, nuestra Madre y nuestra Reina, en todas nuestras necesidades. Ser Madre de Dios y Madre de los hombres es el fundamento sólido de la filial confianza en su intercesión poderosa, que nos conforta y nos impulsa a levantarnos de nuestras caídas.

Al finalizar estas meditaciones la invocamos con las palabras de una antigua oración: Salve, Regina, Mater misericordiæ; vita, dulcedo, spes nostra, salve! Dios te salve, Reina y Madre de misericordia... Ad te clamamus, exsules filii Evæ. Ad te suspiramus, gementes et flentes... Ponemos en Ella toda nuestra confianza, porque una madre escucha siempre las súplicas de sus hijos. Recordare, Virgo Mater Dei —le decimos—, dum steteris in conspectu Domini, ut loquaris pro nobis bona (cfr. Jr 18, 20). Ella habla siempre bien de nosotros delante del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y alcanza del Señor las cosas buenas que necesitamos. Sobre todo, la gracia de la perseverancia final, que nos abrirá las puertas del Cielo: Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.


La voz del Magisterio

«El fundamento principal, documentado por la tradición y la sagrada liturgia, en que se apoya la realeza de María, es indudablemente su divina maternidad. Se lee en la Sagrada Escritura, acerca del Hijo que un virgen concebirá : será llamado Hijo del Altísimo, y a Él le dará el Señor Dios la s ede de David, su padre, y reinará eternamente en la casa de Jacob, y su rein o no tendrá fin ( Lc 1,32.33), y con esto María es llamada Mater Domini ( ibid ., 43). De donde fácilmente se deduce que Ella es también Reina, pues engendró un Hijo , que en el mismo momento de su concepción, en virtud de la unión hipostática de la naturaleza humana con el Verbo, era Rey, aun como hombre, y Señor de todas las cosas. Así que con razón pudo escribir San Juan Damasceno: “Verdaderamente fue Señora de toda criatura cuando fue Madre del Creador" (La fe ortodoxa 4, 1) ; y de igual modo puede afirmarse que el primero que anunció a María con palabras celestiales la regia prerrogativa fue el mismo arcángel san Gabriel.

»Con todo, la Bienaventurada Virgen María debe ser llamada Reina, no sólo por razón de su maternidad divina, sino también porque, por voluntad divina, tuvo parte excelentísima en la obra de nuestra eterna salvación (...). En la realización de la obra redentora, la Beatísima Virgen María ciertamente se asoció íntimamente a Cristo, y con razón canta la liturgia sagrada: “Estaba en pie dolorosa junto a la cruz de Nuestro Señor Jesucristo Santa María, Reina del cielo y Señora del mundo" (Fiesta de los Siete Dolores de María, Tracto ). Así pudo escribir en la Edad Media un piadosísimo discípulo de San Anselmo: “Así como Dios, creando con su poder todas las cosas, es Padre y Señor de todo, así María, reparando con sus méritos todas las cosas, es Madre y Señora de todo. Dios es Señor de todas las cosas, porque las ha creado en su propia naturaleza con su imperio; y María es Señora de todas las cosas, porque las ha elevado a su dignidad original con la gracia que Ella mereció" (Eadmero, Excelencias de la Virgen María , 11) ( ...).

»De estas premisas se puede argüir así: si María fue asociada por voluntad de Dios a Cristo Jesús, principio de la salud en la obra de la salvación espiritual, y lo fue en modo semejante a aquel con que Eva fue asociada a Adán, principio de muerte, así se puede afirmar que nuestra redención se efectuó según una cierta “recapitulación" (San Ireneo de Lyon, Contra las herejías , V, 19, 1); por lo cual el género humano, sujeto a la muerte por causa de una virgen, se salva también por medio de una virgen (...).

»Ciertamente, en sentido pleno, propio y absoluto, solamente Jesucristo, Dios y hombre, es Rey; con todo, también María, sea como Madre de Cristo Dios, sea como asociada a la obra del divino Redentor en la lucha con los enemigos y en el triunfo obtenido sobre todos, participa Ella también de la dignidad real, aunque en modo limitado y analógico. Precisamente de esta unión con Cristo Rey deriva en Ella tan esplendorosa sublimidad, que supera la excelencia de todas la cosas creadas. De esta misma unión con Cristo nace aquel poder regio por el que Ella puede dispensar los tesoros del Reino del divino Redentor; en fin, en la misma unión con Cristo tiene origen la eficacia inagotable de su materna intercesión con su Hijo y con el Padre».

Pío XII (siglo XX). Encíclica Ad cœli Reginam, 11-X-1954.


«La devoción popular invoca a María como Reina. El Concilio Vaticano II, después de recordar la Asunción de la Virgen “en cuerpo y alma a la gloria del cielo", explica que fue “elevada por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores (cfr. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte" (Lumen gentium , 59).

»Así pues, los cristianos miran con confianza a María Reina, y esto no sólo no disminuye, sino que, por el contrario, exalta su abandono filial en aquella que es Madre en el orden de la gracia.

»Más aún, la solicitud de María Reina por los hombres puede ser plenamente eficaz precisamente en virtud del estado glorioso posterior a la Asunción. Esto lo destaca muy bien San Germán de Constantinopla, que piensa que ese estado asegura la íntima relación de María con su Hijo, y hace posible su intercesión en nuestro favor. Dirigiéndose a María, añade: Cristo quiso “tener, por decirlo así, la cercanía de tus labios y de tu corazón; de este modo, cumple todos los deseos que le expresas, cuando sufres por tus hijos, y Él hace, con su poder divino, todo lo que le pides" ( Homilía 1).

»Se puede concluir que la Asunción no sólo favorece la plena comunión de María con Cristo, sino también con cada uno de nosotros: está junto a nosotros, porque su estado glorioso le permite seguirnos en nuestro itinerario terreno diario. También leemos en San Germán: “Tú moras espiritualmente con nosotros, y la grandeza de tu desvelo por nosotros manifiesta tu comunión de vida con nosotros" ( Homilía 1). En vez de crear distancia entre nosotros y la Virgen, el estado glorioso de María suscita una cercanía continua y solícita. Ella conoce todo lo que sucede en nuestra existencia, y nos sostiene con amor materno en las pruebas de la vida».

Juan Pablo II (siglo XX-XXI). Discurso en la audiencia general, 23-VII-1997.

La voz de los Padres de la Iglesia

«Alégrate, oh Madre de la celestial alegría. Alégrate, oh sostén de la alegría sublime. Alégrate, oh autora del gozo inmortal. Alégrate, oh místico albergue del gozo inefable. Alégrate, oh divino tesoro del eterno gozo. Alégrate, oh árbol frondoso del gozo vivificante. Alégrate, Madre Inmaculada de Dios. Alégrate, oh Virgen integérrima después del parto. Alégrate, oh espectáculo, de todas las maravillas la más admirables.

»¿Quién podrá elogiar tu esplendor? ¿Quién se atreverá a expresar con palabras el portento que eres? ¿Quién se considerará capaz de narrar tu encanto? Tú adornaste la naturaleza humana; tú superaste a los órdenes angélicos; tú eclipsaste el fulgor de los Arcángeles; tú mostraste que está por debajo de ti el sublime asiento de los Tronos; tú dejaste abajo las alturas de las Dominaciones; tú sobrepujaste el poderío de los Principados; tú hiciste que pareciese débil la fortaleza de las Potestades; tú sobresaliste por una virtud mayor que la de las Virtudes; tú sobrepasaste el vuelo de los Serafines de seis alas, con el batir divino del plumaje de tu alma; tú finalmente has sobrepasado largamente a todas las criaturas: porque verdaderamente sobrepujaste la pureza de todas; y porque recibiste en ti al fundador de todas las criaturas: el mismo que engendraste en tu seno y te engendró; y sólo tú entre todas las criaturas has sido hecha Madre de Dios».

San Sofronio de Jerusalén (siglo VII). Homilía en la Anunciación de la Madre de Dios.

La voz de los santos y autores espirituales

«¡Qué explosión de alegría, de júbilo y de bienaventuranza fue para María el ver de nuevo a Jesús en el Cielo, el contemplarlo no sólo como alma espiritual, sino con el cuerpo glorioso, ascendiendo hacia Él, brillando como el sol con el esplendor de la gracia!

»Nada había en aquel cuerpo que no hubiera puesto con generosidad perfecta al servicio de Jesús: su casto seno que había llevado al Hijo de Dios; sus manos que le habían colocado cuando niño en el pesebre, que le habían ofrecido la primera bebida, que le habían presentado el primer manjar; las que le habían sostenido en sus primeros pasos cuando niño y habían estado siempre activas para ayudarle; las que habían molido el grano para Él y habían cocido el pan; las que habían hilado y tejido y remendado, hasta que fue mayor y estuvo dispuesto para la pasión; las que en la hora de la pasión se habían entrelazado la una con la otra con sumisión y abandono en Dios en el exceso de dolor.

»Sus pies, que habían dado tantos pasos por amor a Jesús: pasos hacia la fuente para traer agua con que calmar su sed, pasos hacia la colina pedregosa para recoger leña, pasos y pasos desinteresados en el propio hogar, aquellos pasos innumerables que dan las madres en sus afanes por el hijo, sin contarlos; pasos en las peregrinaciones al Santuario, pasos angustiosos cuando buscaba a Jesús en Jerusalén, y más angustiosos todavía cuando subió a la colina del Calvario.

»Sus ojos saludaron a Jesús, los mismos que le habían contemplado cuando niño en el pesebre, llenos de alegría; los que le habían visto crecer; los que a cada momento le seguían inconscientemente en Nazaret y no podían encontrar descanso sino en su vista. Ahora podía descansar en Él eternamente.

»Sus oídos habían percibido la voz de Jesús como la voz del Hijo de Dios, en un tiempo en que sus palabras alternaban todavía con el rechinar de la sierra en la madera fibrosa, cuando tasaba a los clientes el precio por los aperos y marcos de puertas; la voz que habían percibido cuando predicaba y enseñaba, cuando a su imperio se obraban los milagros y salían expulsados los demonios, cuando oraba en la Cruz por sus enemigos y se quejaba de su soledad. Las palabras de Jesús se habían transformado, el tono también; pero una cosa se conservaba: María había recibido y guardado en sí las palabras salidas de la boca de su Hijo, fueran tristes o alegres, solemnes o celestialmente sencillas, como palabras del Hijo de Dios hecho carne. Ahora volvía a oír la misma voz, como voz del Hijo de Dios glorificado.

»Con santo anhelo había suspirado su alma por el Mesías, apenas fue capaz de entender algo sobre su venida. Con presteza servicial se había dispuesto después su corazón a ser un corazón maternal para Jesús, cuando el ángel le trajo el mensaje: “¡Darás a luz a un Hijo y le pondrás por nombre Jesús!" Con disposición intrépida había acogido también las palabras del anciano Simeón: “¡Tu propia alma te la atravesará una espada!" Desde aquella hora ya no había latido más su corazón para sí misma, sino para Jesús y para todos los hombres, cuya redención le había traído a Él al mundo. Tampoco había cesado de latir por Él y por los suyos, cuando el Corazón de Jesús fue abierto en el sacrificio de la Cruz. Ella había permanecido firme; hasta había querido que fuera martirizado de aquella manera; lo había querido por amor a los hombres que necesitaban redención. Su corazón había latido además por Jesús cuando éste descansaba en el sepulcro, cuando subió a los Cielos y dejó a sus fieles el encargo de aguardar al Consolador. Y después de la venida del Consolador, se había henchido de júbilo y había padecido con la Iglesia naciente.

»Ahora, en el Cielo, el amor de su Corazón se derramó en el amor del Corazón de Jesús; un mar de amor en un sinfín de mares de amor; y en este amor se unían el que Ella y su Hijo profesaban a los hombres, por cuyo bien tanto había sufrido Jesús sobre la tierra y tanto había tolerado María pacientemente por asemejarse a Jesús».

Franz M. Willam (siglo XX). Vida de María, p. 375.


«Eres toda hermosa, y no hay en ti mancha. —Huerto cerrado eres, hermana mía, Esposa, huerto cerrado, fuente sellada. — Veni: coronaberis . —Ven: serás coronada ( Ct 4, 7, 12 y 8).

»Si tú y yo hubiéramos tenido poder, la hubiéramos hecho también Reina y Señora de todo lo creado.

»Una gran señal apareció en el cielo: una mujer con corona de doce estrellas sobre su cabeza. —Vestido de sol. —La luna a sus pies ( Ap 12, 1). María, Virgen sin mancilla, reparó la caída de Eva: y ha pisado, con su planta inmaculada, la cabeza del dragón infernal. Hija de Dios, Madre de Dios, Esposa de Dios.

»El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo la coronan como Emperatriz que es del Universo.

»Y le rinden pleitesía de vasallos los Ángeles..., y los patriarcas y los profetas y los Apóstoles..., y los mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos..., y todos los pecadores y tú y yo».

San Josemaría Escrivá (siglo XX). Santo Rosario, V misterio glorioso.

La voz de los poetas

Dios te salve, preciosa reina de gran valía,

esfuerço e conorte de quien en ti se fia;

a ti viene tu siervo a ofreçerte este día

una pequeña prosa, e diz Ave María.

En mis cuytas siempre te llamo, Señora

e dulçe abogada mía.

A mi Señora, la Virgen María

saludo siempre con grant deboçión

ca ésta me vale, valió e valdría.

La mi alma engrandesçe

al Señor de cada día,

quando nombrar me acaesçe

tu nombre, Señora mía.

Pedro López de Ayala (siglos XIV-XV). Libro Rimado de Palacio.


Antes santa que engendrada,

preservada,

antes Reina que nacida;

eternalmente escogida,

muy querida,

por Madre de Dios guardada,

por virtud reina radiosa,

generosa;

por gracia emperadora,

por humildad gran señora,

y hasta ahora

no se vio tan alta cosa.

Gil Vicente (siglos XV-XVI). Auto de la Sibila Casandra.


Madre de misericordia,

alba en cuya luz benigna

baña en piedades sus rayos

el claro Sol de justicia.

Paloma que desplegaste

aquella triunfante oliva,

cuyas pacíficas ramas

el óleo santo destilan.

Nube en cuyos sacros visos

el iris dulce rubrica,

que entre Dios y entre los hombres

el piadoso pacto firma.

Tus castos brazos ofrece

aquella dulce primicia

que dio de infinita deuda

satisfacción infinita.

Salve, Regina.

Gabriel Álvarez de Toledo (siglos XVII-XVIII). (Citado por Laurentino María Herrán,

Mariología poética española, p. 716).

J.A. Loarte