Vida de María (XIII): Los años de Nazaret

En Nazaret transcurrió el Señor varios años de vida tranquila y ordinaria. Fueron años de trabajo, oración y vida en familia con María y José. Así lo relata la decimotercera entrega de esta Vida de María.

Después de haber narrado el hallazgo del niño Jesús entre los doctores del Templo, el Evangelio continúa: bajó con ellos, vino a Nazaret y les estaba sujeto. Y su Madre guardaba todas estas cosas en su corazón. Y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres ( Lc 2, 51-52).

En dos versículos del evangelio se resumen dieciocho años de la vida de Jesús y de María. Años en los que la Sagrada Familia conduce una existencia como la de los demás habitantes de Nazaret, pero repleta de amor. Años decisivos en la epopeya de la Redención, que el Verbo encarnado estaba ya llevando a cabo por medio de la obediencia y del trabajo, en el contexto de una vida ordinaria.

Pronto quedó atrás aquel suceso del Templo, pero las palabras que entonces les dijo Jesús ofrecieron constante tema de meditación a José y a María. Percibieron con nueva claridad el sentido de la vida de Jesús en la tierra, toda volcada al cumplimiento de la misión que el Padre celestial le había confiado. Y, aunque debió de dejar una profunda huella en sus almas, la vida en Nazaret prosiguió como siempre.

Cada jornada traía su propio afán. Las tareas de María eran las propias de un ama de casa: caminatas a la única fuente del pueblo para llenar el cántaro de agua fresca; amasar la harina y llevarla al horno para fabricar el pan de la semana; mantener limpia y agradable la vivienda, sirviéndose quizá también de sencillas flores que daban colorido y aroma al ambiente; hilar la blanda lana y el suave lino, y tejer luego las prendas necesarias; ocuparse de las compras imprescindibles cuando llegaba al pueblo un buhonero pregonando su mercancía... Mil tareas domésticas que María realizaba como las demás mujeres de la aldea, pero con un inmenso amor.

Cuando el Niño era aún pequeño, acompañaría a su Madre en las faenas caseras o en sus desplazamientos por la aldea. A medida que fue creciendo, pasaría más tiempo con José. Durante los años que ahora nos ocupan, comenzaría a ayudarle en su trabajo, que era abundante. El taller de José era como los otros existentes en aquellos tiempos en Palestina. Quizá era el único de Nazaret, un pueblo pequeño. Olía a madera y a limpio. Los trabajos que se realizaban eran los propios del oficio de artesano, como le designa el Evangelio, en el que se hacía un poco de todo: construir una viga, fabricar un armario sencillo, arreglar una mesa o un tejado, pasar la garlopa a una puerta que no encajaba bien... Jesús, primero adolescente y luego joven, aprendió de José a trabajar bien, con cuidado en los detalles, con una sonrisa acogedora para el cliente, cobrando lo justo, aunque dando facilidades de pago a quien pasaba por una temporada de apuros económicos.

La vida de María no llamaba la atención de parientes y vecinos. Ni siquiera su dulzura y su delicadeza, que atraía a todos. Porque eran como el rocío, que da frescor y colorido a los campos, y apenas se llega a ver.

Un día murió José. Jesús había crecido, ya podía hacerse cargo de la casa y cuidar de su Madre. Debieron de llorar María y Jesús al afrontar ese trance, mientras el Santo Patriarca, acompañado muy de cerca por sus dos grandes amores, expiraba en paz. Había cumplido su misión.

Con la muerte del Patriarca, la Madre y el Hijo estrecharon aún más su intimidad. ¡Cuántas veces le recordarían en sus charlas a solas, o con otros miembros de la familia, en las largas veladas del invierno, al calor del hogar! E irían desmenuzando tantos detalles de olvido de sí, de servicio a los demás, que constituían el entramado de la vida de José el artesano.

En la tranquila paz de aquella casa, María continuó sus tareas de siempre: cocinar y lavar cacharros; moler y amasar la harina; coser las prendas de Jesús y las suyas propias; recibir con un gesto amable a las personas que acudían a visitarla... Cada vez con más amor, pues tenía cerca, muy cerca, a su lado, a Quien es la Fuente del amor. Sin embargo, su vida no llamaba la atención de parientes y vecinos. Ni siquiera su dulzura y su delicadeza, que atraía a todos y hacía que todos se sintiera a gusto a su lado. Porque eran como el rocío, que da frescor y colorido a los campos, y apenas se llega a ver.

Y mientras Jesús crecía y trabajaba, la Virgen guardaba todas estas cosas en su corazón ( Lc 2, 51), ponderándolas y meditándolas, haciendo de cada una ocasión y tema de su diálogo ininterrumpido con Dios.


LA VOZ DEL MAGISTERIO

«En María la conciencia de que cumplía una misión que Dios le había encomendado atribula un significado más alto a su vida diaria. Los sencillos y humildes quehaceres de cada día asumían, a sus ojos, un valor singular, pues los vivía como servicio a la misión de Cristo. El ejemplo de María ilumina y estimula la experiencia de tantas mujeres que realizan sus labores diarias exclusivamente entre las paredes del hogar. Se trata de un trabajo humilde, oculto, repetitivo que, a menudo, no se aprecia bastante. Con todo, los muchos años que vivió María en la casa de Nazaret revelan sus enormes potencialidades de amor auténtico y, por consiguiente, de salvación. En efecto, la sencillez de la vida de tantas amas de casa, que consideran como misión de servicio y de amor, encierra un valor extraordinario a los ojos del Señor.

»Y se puede muy bien decir que para María la vida en Nazaret no estaba dominada por la monotonía. En el contacto con Jesús, mientras crecía, se esforzaba por penetrar en el misterio de su Hijo, contemplando y adorando. Dice San Lucas: “María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón”( Lc 2, 19; cfr. 2, 51). “Todas estas cosas” son los acontecimientos de los que Ella habla sido a la vez, protagonista y espectadora, comenzando por la Anunciación, pero sobre todo es la vida del Niño. Cada día de intimidad con él constituye una invitación a conocerlo mejor, a descubrir más profundamente el significado de su presencia y el misterio de su persona.

»Alguien podría pensar que a María le resultaba fácil creer, dado que vivía a diario en contacto con Jesús. Pero es preciso recordar, al respecto, que habitualmente permanecían ocultos los aspectos singulares de la personalidad de su Hijo. Aunque su manera de actuar era ejemplar, Él vivía una vida semejante a la de tantos coetáneos suyos (…). En el clima de Nazaret, digno y marcado por el trabajo, María se esforzaba por comprender la trama providencial de la misión de su Hijo. A este respecto para la Madre fue objeto de particular reflexión la frase que Jesús pronunció en el templo de Jerusalén a la edad de doce años: “¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?” ( Lc 2 49). Meditando en esas palabras María pudo comprender mejor el sentido de la filiación divina de Jesús y el de su maternidad, esforzándose por descubrir en el comportamiento de su Hijo los rasgos que revelaban su semejanza con Aquel que él llamaba «mi Padre».

»La comunión de vida con Jesús, en la casa de Nazaret, llevó a María no sólo a avanzar “en la peregrinación de la fe” ( Lumen gentium , 58) , sino también en la esperanza. Esta virtud, alimentada y sostenida por el recuerdo de la Anunciación y de las palabras de Simeón, abraza toda su existencia terrena pero la practicó particularmente en los treinta años de silencio y ocultamiento que pasó en Nazaret. Entre las paredes del hogar la Virgen vive la esperanza de forma excelsa, sabe que no puede quedar defraudada, aunque no conoce los tiempos y los modos con que Dios realizará su promesa. En la oscuridad de la fe, y a falta de signos extraordinarios que anuncien el inicio de la misión mesiánica de su Hijo, Ella espera, más allá de toda evidencia aguardando de Dios el cumplimiento de la promesa.

»La casa de Nazaret ambiente de crecimiento de la fe y de la esperanza, se convierte en lugar de un alto testimonio de la caridad. El amor que Cristo deseaba extender en el mundo se enciende y arde ante todo en el corazón de la Madre; es precisamente en el hogar donde se prepara el anuncio del evangelio de la caridad divina.

»Dirigiendo la mirada a Nazaret y contemplando el misterio de la vida oculta de Jesús y de la Virgen, somos invitados a meditar una vez más en el misterio de nuestra vida misma que, como recuerda San Pablo «está oculta con Cristo en Dios» ( Col 3, 3). A menudo se trata de una vida humilde y oscura a los ojos del mundo, pero que, en la escuela de María, puede revelar potencialidades inesperadas de salvación, irradiando el amor y la paz de Cristo».

Juan Pablo II (siglo XX). Discurso en la audiencia general, 29-I-1997.

* * *

«Nazaret nos recuerda el deber de reconocer y respetar la dignidad y la misión otorgadas por Dios a las mujeres, como también sus carismas y talentos particulares. Sea como madres de familia, como presencia vital en las fuerzas laborales y en las instituciones de la sociedad, o en la vocación especial a seguir al Señor mediante los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, las mujeres desempeñan un papel indispensable en la creación de la "ecología humana" (cfr. Centesimus annus , 39) de la que nuestro mundo y también esta tierra tienen necesidad urgente: un ambiente en el que los niños aprendan a amar y querer a los demás, a ser honrados y respetuosos con todos, a practicar las virtudes de la misericordia y el perdón.

»Aquí pensamos también en San José, el hombre justo que Dios quiso poner al frente de su casa. Del ejemplo fuerte y paterno de San José, Jesús aprendió las virtudes de la piedad varonil, la fidelidad a la palabra dada, la integridad y el trabajo duro. En el carpintero de Nazaret vio cómo la autoridad puesta al servicio del amor es infinitamente más fecunda que el poder que busca dominar. ¡Cuánta necesidad tiene nuestro mundo del ejemplo, de la guía y de la fuerza serena de hombres como san José!

»Por último, al contemplar a la Sagrada Familia de Nazaret, dirigimos ahora la mirada al Niño Jesús, que en el hogar de María y de José creció en sabiduría y conocimiento, hasta el día en que comenzó su ministerio público. Aquí quiero compartir un pensamiento particular con los jóvenes presentes. El Concilio Vaticano II enseña que los niños desempeñan un papel especial para hacer crecer a sus padres en la santidad (cfr. Gaudium et spes , 48). Os pido que reflexionéis en esto y dejéis que el ejemplo de Jesús os guíe, no sólo para respetar a vuestros padres, sino también para ayudarles a descubrir más plenamente el amor, que da a nuestra vida su sentido más profundo. En la Sagrada Familia de Nazaret Jesús enseñó a María y a José algo de la grandeza del amor de Dios, su Padre celestial, fuente última de todo amor, el Padre de quien toma su nombre toda familia en el cielo y en la tierra (cfr. Ef 3, 14-15) ».

Benedicto XVI (Siglo XXI) Alocución en Nazaret, 14-V-2009.

* * *

LA VOZ DE LOS PADRES Y ESCRITORES ANTIGUOS

Aprendamos, hijos, a estar sometidos a nuestros padres. Aquí el más grande se sujeta al más pequeño. En efecto, viendo que José es mayor que Él, Jesús le honra con el respeto que se debe a un padre, dando a todos los hijos un ejemplo de sumisión a los padres o, si son huérfanos, a aquellos que ostentan la autoridad paterna.

»¿Mas por qué hablo de los padres y de los hijos? Si Jesús, el Hijo de Dios, se somete a José y a María, ¿no deberé yo sujetarme al obispo que Dios me ha dado por padre? ¿No deberé estar sujeto al sacerdote que el Señor me ha puesto?

»Pienso que José comprendía bien que Jesús era superior a él, aunque le estuviese sometido; y, sabiendo esto, le daba órdenes con temor y moderación. Reflexione cada uno sobre este hecho. Ocurre a menudo que un hombre de poco valor esté colocado por encima de otros mejores que él, y a veces sucede que el inferior vale más que el superior que gobierna. Si quien está investido de una elevada dignidad comprende estas cosas, no se inflará de orgullo a causa de su más elevado rango, sino que será consciente de que el inferior puede ser mejor que él, del mismo modo que Jesús estaba sometido a José».

Orígenes (siglo III). Homilías sobre San Lucas 20, 5

* * *

LA VOZ DE LOS SANTOS

«No olvidemos que la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!

»Porque eso es lo que explica la vida de María: su amor. Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido. María, Nuestra Madre, es para nosotros ejemplo y camino. Hemos de procurar ser como Ella, en las circunstancias concretas en las que Dios ha querido que vivamos.

»Actuando así daremos a quienes nos rodean el testimonio de una vida sencilla y normal, con las limitaciones y con los defectos propios de nuestra condición humana, pero coherente. Y, al vernos iguales a ellos en todas las cosas, se sentirán los demás invitados a preguntarnos: ¿cómo se explica vuestra alegría?, ¿de dónde sacáis las fuerzas para vencer el egoísmo y la comodidad?, ¿quién os enseña a vivir la comprensión, la limpia convivencia y la entrega, el servicio a los demás?»

San Josemaría (siglo XX). Es Cristo que pasa, n. 148.

* * *

«La Virgen María conservaba en su corazón, con suma diligencia, todo lo que había oído decir del Señor y todo cuanto Él mismo decía y hacía. Lo confiaba todo a la memoria, para que, cuando llegara el tiempo de predicar o de escribir acerca de su encarnación, pudiese relatar con exactitud todas las cosas, tal y como habían sucedido.

»Imitemos, hermanos, a la santa Madre del Señor. También nosotros conservemos celosamente en el corazón las palabras y las obras de nuestro Salvador; meditémoslas de día y de noche, rechazando los molestos asaltos de los deseos vanos y perversos. Porque, si efectivamente deseamos habitar en la casa del Señor y alabarle por toda la eternidad, en la bienaventuranza celestial, es muy necesario que ya en esta vida mostremos claramente qué es lo que deseamos para la vida futura: no sólo yendo a la iglesia a cantar las alabanzas del Señor, sino testimoniando también con las palabras y con las obras, en cualquier lugar de su reino, todo lo que redunda en gloria y alabanza de nuestro Creador».

San Beda el Venerable (siglos VII-VIII). Homilias, 1, 19.

* * *

LA VOZ DE LOS POETAS

La mujer fuerte, madre de la vida,

que buscó cuidadosa lino y lana,

en labrar y tejer entretenida

redime el tiempo y la comida gana;

guisa a los dos humilde la comida,

y con amor y gracia más que humana

sirve y regala a los que trabajando

dulcemente la están enamorando.

Ase un cuartón el rico carpintero,

ase dél luego el Hijo que le ayuda,

y puesto al hombro de hombre verdadero

donde José le manda el cuartón muda;

asierran luego el rígido madero,

suda Josef y el Hijo eterno suda;

Josef, aunque trabaja, no se cansa,

y Cristo trabajando en él descansa.

José de Valdivielso (siglos XVI-XVII). Vida, excelencias y muerte del glorioso Patriarca y Esposo de Nuestra Señor San José, canto XXII.

* * *

Dichosas prendas de la vida mía,

regalado Jesús en quien adoro,

soberana y purísima María,

en cuyo corazón habito y moro;

joyas que el Padre celestial me fía,

inmortales riquezas, real tesoro:

Hijo de Dios, que me llamaste padre,

esposa dulce que de Dios sois Madre.

Ya el alma mía de su bien se aparta,

bien sé que en el morir muere el tormento,

mas, como es fuerza que de vos me parta,

en lo que está el descanso pena siento...

Mi Jesús, en la amarga despedida,

sola una cosa suplicarte quiero,

que si por ti me fuere concedida,

ni temo mal, ni bien mayor espero...

Quiero pedirte lo que antiguamente

pidió el otro Josef a sus hermanos

diciéndoles: “El día que se ausente

el pueblo de los muros egipcianos

al prometido suelo juntamente

llevad mis huesos con piadosas manos”,

porque tuvo Josef a gran ventura

que su patria le ofrezca sepultura.

Y yo te pido, Señor, que el dulce día

en que dejando deste Egipto el suelo

a la patria inmortal tomes la vía

volviendo a la Israel sacra del cielo,

lleves contigo mi ceniza fría,

y moriré bañado de consuelo,

pues negando a la tierra mis despojos,

presto te volverán a ver mis ojos.

Antonio Escobar y Mendoza (siglo XVII). Nueva Jerusalén María

J.A. Loarte