Una mirada rápida a cualquier red social o página de noticias en internet nos hace ver dos cosas: que hay mucho sufrimiento en el mundo y, por ello, que hay muchas llamadas a construir una sociedad mejor. A veces las voces que hacen esas llamadas parecen armoniosas, otras veces pueden ser discordantes y pedir cosas distintas, e incluso opuestas. Sin embargo, el deseo de hacer lo que es justo, la conciencia de una vulnerabilidad colectiva y la convicción de que debemos cuidar unos de otros, marcan sin lugar a dudas la sensibilidad contemporánea.
Seguir a Cristo significa preocuparse del mundo y sus problemas. Si realmente “el bien, como también el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre”, sino que “han de ser conquistados cada día”[1], cada uno de nosotros debe preguntarse: ¿Cómo puedo contribuir a ello? ¿Cuál es mi papel?
Una llamada a sentir el mundo como nuestro
Si nos paramos a pensarlo, el mundo es doblemente nuestro. Hemos sido llamados a co-crearlo, por un lado, y a co-redimirlo, por otro. El universo, creado en “estado de vía” (Catecismo de la Iglesia Católica, 302), ha sido encomendado al hombre para que, mediante su trabajo, colabore en el perfeccionamiento de la creación (Gen 1,28). Al mismo tiempo, el mundo está herido por el pecado, por lo que también el sufrimiento está presente. Esto mueve el corazón de Cristo. En el Evangelio vemos cómo, al ver a las multitudes de enfermos, “se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9,36), y curaba sus dolencias. De nuevo se conmueve ante quienes lo han seguido varios días y no tienen qué comer (cfr. Mt 15,32), e impulsa a sus discípulos a buscar el remedio, haciéndoles responsables de los demás: “Dadles vosotros de comer” (Lc 9,13). Con lo poco que los discípulos encuentran, Jesús realiza el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Frente al sufrimiento o la indigencia, Jesús se compadece y responde activamente. Sale al encuentro de necesidades materiales, siempre con el objetivo de llegar a las almas y llevarlas a la vida eterna (cfr. Jn 6). Y, así como el Padre le ha enviado, Él nos envía a colaborar en su redención (Jn 20,21; Mt 28,18-20).
En otras palabras, el esfuerzo cristiano por promover la solidaridad tiene un motivo mayor que el simple deseo de acabar con el sufrimiento o mitigarlo. Esto es bueno y noble, pero el corazón de Cristo pide más: “En esto conocerán que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros” (Jn 13,35). Un hijo de Dios sabe que la motivación más profunda para la acción social se basa en el amor de Dios al mundo y a toda la humanidad, y en el hecho de que hemos sido llamados a devolver el mundo a Dios Padre, en Cristo, su Hijo: “Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo”[2].
Virtudes claves para servir a la sociedad
La llamada a transformar el mundo no puede quedarse en una idea abstracta. Cuidar y amar siempre conllevan acción: la justicia, la solidaridad y la caridad son virtudes para ser vividas. Cada una perfecciona un aspecto distinto de las decisiones y actividades que llevamos a cabo en nuestra relación con los demás. Y cada una de ellas puede ser vivida en dos áreas muy amplias: nuestro afán de renovar los sistemas y estructuras en nuestros círculos sociales y nuestros encuentros con personas.
La definición clásica de justicia es “el hábito que nos permite dar a cada uno lo que le corresponde”[3]. Es una virtud que podemos vivir en un plano horizontal, con nuestros compañeros, o vertical, tanto si tenemos autoridad sobre un grupo de personas como si no la tenemos. Una idea clave para vivir esta virtud es entrenarnos en reconocer qué debemos a los demás por nuestra relación con ellos. Podemos, en primer lugar, reflexionar sobre cómo vivimos la justicia en nuestro trabajo, haciéndolo bien y con integridad. Si tenemos autoridad, desearemos buscar verdaderamente el bien de las personas de las que somos responsables, no simplemente nuestro beneficio. Sin embargo, si nos tomamos en serio el hecho de que Dios nos ha confiado el mundo, veremos que nuestra actividad no termina en nuestro círculo inmediato de trabajo y familia. Podríamos considerar participar en otros proyectos o unirnos a iniciativas aparte de lo que ya hacemos, para favorecer que otros miembros de la sociedad puedan alcanzar unas condiciones de vida dignas.
Como virtud, la solidaridad resalta nuestra interdependencia. Si la justicia reconoce que toda persona merece ciertos bienes, la solidaridad reconoce nuestra unidad con otros: compartimos la misma naturaleza humana. Se trata, por eso, de “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común”[4], es decir, “pensar y actuar en términos de comunidad”[5]. Por un lado, el ejercicio práctico de esta virtud es similar al de la justicia: con nuestro trabajo y nuestros proyectos abordamos algunos rasgos de la sociedad, de forma que la ciudad en que vivimos o la comunidad en la que nos movemos sean lugares en los que cada persona pueda alcanzar su plenitud. Por otro lado, la solidaridad también consiste en dedicar tiempo a compartir el sufrimiento, no solo a afrontarlo. Puede que algunos de nosotros prefieran luchar públicamente por alguna causa en concreto y, por ejemplo, se esfuercen por sensibilizar sobre la salud mental y la seguridad psicológica en las familias. Otros preferirán mostrar solidaridad de forma más privada, de tú a tú, como visitandoa ancianos o enfermos, sin publicarlo en las redes sociales. La solidaridad es especialmente sensible a la vulnerabilidad y al sufrimiento: “surge de sabernos responsables de la fragilidad de los demás buscando un destino común” y “se expresa concretamente en el servicio”[6].
La justicia y la solidaridad cristianas, sin embargo, se fundamentan en algo mayor que reconocer nuestra humanidad común. Gracias a la fe, vemos que tenemos en común un origen divino y humano, y un destino compartido[7]. Nos ha creado un Dios que nos ama y descendemos de Adán y Eva. Aún más: estamos destinados a la felicidad de Dios en Cristo, un fin que alcanzamos al ser incorporados a un Cuerpo, la Iglesia. En resumen, hay una unidad real entre todas las personas, una unidad que se actualiza mediante el amor. La justicia y la solidaridad encuentran su verdadero sentido solo cuando sabemos que en la vida humana, en último término, es el amor —la caridad— lo que nos hace responsables del desarrollo ajeno, en esta vida y con vistas a la siguiente.
De hecho, la caridad nos une primero y sobre todo a Dios[8]. Una forma concreta en la que esta realidad informa nuestra acción social es asegurando que nuestros objetivos, planes y proyectos sean siempre coherentes con el Evangelio, también cuando no estén explícitamente relacionados con él. Más aún, cuando nos involucramos en actividades en favor de otros, no debemos perder de vista que es la unión con Dios, su gracia, lo que hace posible nuestro amor hacia el prójimo. Mediante la caridad, consideramos al otro “como uno consigo” y esa atención afectiva “provoca una orientación a buscar su bien gratuitamente”[9]. Si nos relacionamos así con los demás, podemos acercarnos a lo que el Papa Francisco llama “amistad social”: un amor y fraternidad que no excluye a nadie, traspasa fronteras y puede ser una base firme para ciudades y países[10].
Cada uno de nosotros se encuentra en distintos ambientes y circunstancias. Además, cada sociedad y los grupos que la componen varían de país a país, así que las vías para concretar la justicia, la solidaridad y la caridad tendrán infinidad de variaciones. Aun así, hay pasos concretos que todos podemos considerar, para convertirnos en la clase de personas que serán agentes de cambio mediante estas virtudes.
Transformarnos constantemente para cambiar el mundo
El primer paso es cultivar nuestra capacidad para percibir situaciones de necesidad. Para ejercitar cualquier virtud, primero tengo que darme cuenta de cuál es la situación en la que me encuentro: en este caso, un problema social. Puede que mi objetivo sea pequeño, porque absorbe mi vida cotidiana y mi círculo inmediato de acción. Tal vez sé, en teoría, que hay muchos problemas en el mundo, pero no me he parado a examinarlos de cerca. Quizá me haya acostumbrado a reaccionar con pesar al ver u oír malas noticias, pero nunca me he planteado que esas situaciones pueden interpelarme y yo puedo responder. Puede que todo esto me haga menos sensible a las necesidades de quienes tengo cerca.
Decidir cultivar esa sensibilidad puede pasar por leer más noticias, o prestar atención en mi camino al trabajo, o mirar el tablón (físico, o en alguna red social) de mi parroquia. En toda sociedad hay al menos algún sector necesitado de justicia, solidaridad y caridad: los ancianos a los que nadie acompaña; los enfermos terminales; quienes no tienen acceso a comida, agua o un alojamiento digno; las personas con discapacidad y las familias que los cuidan (o quienes los abandonan). Los que sufren alguna enfermedad mental, niños o adultos con falta de acceso a la educación, comunidades —autóctonas, quizá, o inmigrantes— marginadas. Los sin techo o los refugiados. Las personas que sufren violencia doméstica o abusos, las víctimas de desastres naturales. Los trabajadores con condiciones laborales inhumanas, los presos o quienes viven en lugares de conflicto o con un alto nivel de inseguridad. Las madres solteras —o padres—; quienes sufren acoso escolar, o de otro tipo; víctimas de adicciones a las drogas o al juego. Quien no tiene acceso a la cultura, el deporte o el arte, los socialmente abandonados, los niños de la calle… Enumerar estas situaciones nos ayuda a ver que no hay falta de oportunidades para colaborar.
Por eso, el siguiente paso es comprometerse a actuar, no solo sentir. En nuestro mundo corremos el riesgo de permanecer pasivos ante inputs constantes. La solidaridad real no lleva solo a sentir compasión por las desgracias que presentamos, sino también a aliviar el sufrimiento siempre que podamos. Es imposible solucionar todos los problemas, pero tal vez podamos estudiar cómo contribuir a una sociedad más justa, o cómo dedicar parte de nuestro tiempo a un proyecto social, quizá incluso con amigos o en familia. Si los problemas a gran escala parecen fuera de nuestro alcance (aunque quién sabe, puede que no para todos nosotros), quizá podemos ayudar con un donativo a una organización que conozcamos.
Si decidimos involucrarnos en una actividad cívica, otro hábito importante es el de pensar y planear un impacto significativo, incluso si es algo como un día dedicado a ayudar en un centro para personas con discapacidad. Para quienes se ven limitados a actividades a corto plazo, sería una pena ofrecer soluciones a modo de “parches”, o buscando un sentimiento de satisfacción o alivio. Y quienes puedan llevar a cabo iniciativas a largo plazo, es importante evitar crear dependencia permanente de esas ayudas. Podemos realizar obras muy buenas si identificamos claramente los objetivos que nos proponemos en el tiempo que tenemos: en esta visita de un día a una casa de acogida para personas con discapacidad, enseñamos a nuestros voluntarios a afirmar su dignidad personal y subrayamos el valor que supone hacer compañía. También podemos llevar a cabo proyectos buenos si estudiamos con seriedad el problema al que nos enfrentamos, para llegar a su raíz, de forma que las intervenciones que diseñemos capaciten a las personas que ayudamos, proporcionando herramientas y habilidades con las que puedan, en último término, ayudarse ellos mismos. En vez de construir casas para comunidades pobres, por ejemplo, podemos involucrar a las personas, de modo que se sientan realmente dueños de sus hogares y se comprometan a un plan de formación para capacitarse para el trabajo, de forma que consigan mantener un entorno sano y humano.
El Papa Francisco nos dice que la solidaridad es “mucho más que algunos actos de generosidad esporádicos […]. También es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de tierra y de vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del Imperio del dinero. […] La solidaridad, entendida en su sentido más hondo, es un modo de hacer historia […]”[11].
Expandir nuestra zona de confort
Ser agente de justicia, solidaridad y caridad no se reduce a nuestra actitud personal. Hay por lo menos otros dos ámbitos en los que podemos crecer como cristianos.
Cuando nos involucramos en los problemas que hay a nuestro alrededor, seguramente encontramos más gente que siente la misma pasión por cambiar el mundo, pero cuyas ideas o estilos de vida quizá no están informados por la fe en Cristo. Sin embargo, esto no significa que no podamos compartir objetivos comunes, verdaderamente humanos. Puede que una forma muy concreta de vivir la solidaridad y la caridad sea atrevernos a dialogar con quienes piensan distinto que nosotros, para encontrar una forma de trabajar juntos, en vez de unos contra otros. Quizá el esfuerzo por la justicia tendrá mejores resultados si procuramos superar la polarización, un tema especialmente relevante en nuestra época, tanto online como cara a cara. Primero debemos escuchar y dialogar, para encontrar lo que nos une, y así conseguir un bien mayor para quienes más sufren en nuestra sociedad.
Finalmente, podemos atrevernos a dar cada vez un paso más. Por ejemplo, a raíz de intentar vivir la justicia en el trabajo podemos considerar cómo impacta nuestra empresa o institución en la comunidad en la que se mueve. Después, podemos plantearnos la posibilidad de colaborar en una iniciativa social, fuera del ámbito laboral. Y más tarde, podemos involucrar a más personas. Si elegimos una necesidad que queremos afrontar, si nos comprometemos a actuar y planeamos soluciones a largo plazo, entonces la justicia, la solidaridad y la caridad podrán configurar también la realidad a nuestro alrededor.
Ver a Cristo en cada persona
Miramos a nuestro mundo imperfecto y vemos que las posibilidades de transformación son inagotables. Obviamente hay mucho trabajo por hacer, y aquí hemos detallado algunos hábitos que nos capacitan para llevar a cabo la acción social de forma efectiva y ofrecer soluciones reales a los problemas que vemos. Pero hay algo que debe tener un lugar prioritario en la cabeza y el corazón de un hijo de Dios: la verdadera misión del cristiano en el mundo no consiste meramente en resolver problemas, sino que se trata de darvalor a cada persona.
En otras palabras, la eficacia es importante, pero debemos ir más allá. Podríamos conseguir montar y mantener un programa de alimentación y educación, y así cubrir las necesidades básicas de niños de una comunidad en riesgo, y podríamos lograr crear un compromiso solidario por parte de quienes colaboran en el programa. Pero si aquellos a quienes ayudamos son solo un colectivo anónimo para nosotros, simples “beneficiarios”, si los vemos como resultados que nos dan la medida del éxito del programa, o si nos quedamos en nuestro sentimiento de satisfacción ante una buena obra…, entonces no hemos llegado al corazón del Evangelio. La justicia y la solidaridad no pueden separarse de la verdadera caridad, que nos permite ver a Cristo en los demás.
Esto supone, por ejemplo, que en cualquier actividad en la que participemos, o en nuestra forma de comportarnos, intentemos centrarnos en las personas: “La generalización de los remedios sociales […] –que hacen posible hoy alcanzar resultados humanitarios, que en otros tiempos ni se soñaban–, no podrá suplantar nunca la ternura eficaz –humana y sobrenatural– de este contacto inmediato, personal, con el prójimo”[12]. Intentamos ser conscientes de cómo miramos a las personas a las que ayudamos, saber quiénes son y no solo qué necesitan, porque una persona es mucho más que aquello de lo que carece.
Durante el tiempo que estamos en contacto con aquellos a quienes ayudamos, entramos en sus necesidades y su dolor, ofreciendo cuidado y no un realismo frío o indiferente[13]. Esto trae verdadero consuelo, un contacto humano que es tan apreciado como el alivio material. Compartimos con ellos tiempo, atención y presencia, consiguiendo – para ellos y para nosotros – la presencia de Cristo. Así les damos ese “don sincero de uno mismo” que es nuestra verdadera realización[14]. No solo amamos al prójimo, “nos convertimos” en el prójimo de cada uno, así como Cristo nos ha pedido que hagamos[15].
[1] Fratelli Tutti, 11
[2] Gaudium et Spes, 39.
[3] “...la justicia es el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno su derecho. Y esta definición es casi igual a aquella que pone el Filósofo en V Ethic., diciendo que la justicia es el hábito según el cual se dice que uno es operativo en la elección de lo justo”: Summa Theologica II-II, Q. 58, Art. 1 co.
[4] Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 193.
[5] Fratelli Tutti, 116.
[6] Fratelli Tutti, 115.
[7] Cfr. Laudato si’, 202.
[8] ST II-II Q. 26, Art 1 co. y Art. 2 co.
[9] Fratelli Tutti, 93.
[10] Cfr. Fratelli Tutti, 94, 99.
[11] Fratelli Tutti, 116.
[12] San Josemaría, Carta 24-X-1942, n. 44.
[13] Cfr. Fernando Ocáriz, Carta 14-II- 2017, 31.2.
[14] Cfr.Gaudium et Spes, 24: “[Jesús] sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”.
[15] Cfr. Fratelli Tutti, 81: “La propuesta es la de hacerse presentes ante el que necesita ayuda, sin importar si es parte del propio círculo de pertenencia. En este caso, el samaritano fue quien se hizo prójimo del judío herido. Para volverse cercano y presente, atravesó todas las barreras culturales e históricas. La conclusión de Jesús es un pedido: «Tienes que ir y hacer lo mismo» (Lc 10,37). Es decir, nos interpela a dejar de lado toda diferencia y, ante el sufrimiento, volvernos cercanos a cualquiera. Entonces, ya no digo que tengo “prójimos” a quienes debo ayudar, sino que me siento llamado a volverme yo un prójimo de los otros”.