Tema 8. El dominio sobre la creación. El trabajo. La ecología.

Dios otorga al hombre el señorío sobre el mundo y le manda ejercerlo. La tutela del medio ambiente es una obligación moral que incumbe a cada persona y a toda la humanidad. La ecología es uno de los ámbitos en los que el diálogo de los cristianos con los fieles de otras religiones es especialmente importante para establecer una colaboración.

Sumario

1. Dios otorga al hombre la capacidad de dominar la creación material
2. La imagen de Dios en el hombre, fundamento del señorío
3. El trabajo en el plan de Dios
4. Ecología. Señorío del hombre y valor de la naturaleza
Bibliografía básica



1. Dios otorga al hombre la capacidad de dominar la creación material.

Según el relato del Génesis, Dios crea al hombre y a la mujer y los llama a participar en la ejecución de su plan sobre la creación. Esta llamada se manifiesta en el hecho de que Dios otorga al hombre el señorío sobre el mundo y le manda ejercerlo.

La concesión de esa misión está expresada especialmente en tres textos del Génesis:

«Dijo Dios: “Hagamos al hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza. Que domine sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, sobre todos los animales salvajes y todos los reptiles que se mueven por la tierra”» (Gn 1, 26).

«Y los bendijo Dios, y les dijo: “Creced, multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que reptan por la tierra”» (Gn 1, 28).

«El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara» (Gn 2, 15).

Dios concede a los hombres el poder de participar inteligente y libremente en perfeccionar la armonía de la creación en bien propio y de sus prójimos1: los convierte en sus colaboradores.

El plan divino originario consistía en que el hombre, viviendo en armonía con Dios, con los demás y con el mundo2, orientase al Creador no solo su persona, sino también el universo entero, de modo que la creación diera gloria a Dios a través del hombre3.

«La creación está hecha con miras al Sabbat y, por tanto, al culto y a la adoración de Dios. El culto está inscrito en el orden de la creación (cfr. Gn 1, 14)»4.

El dominio, que alcanza a todo el mundo visible, a todos los recursos que la tierra encierra y que el hombre puede descubrir mediante su actividad5, es otorgado a todos los hombres y pueblos. De aquí se pueden extraer las siguientes consecuencias:

a) La propiedad absoluta de la tierra pertenece a Dios: «De Yahvé es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes» (Sal 24, 1)6. El hombre debe considerarse a sí mismo solo como administrador de un bien.

b) La naturaleza no es algo que no tiene dueño, sino que es patrimonio de la humanidad. Por tanto, su uso debe redundar en beneficio de todos7.

c) El hombre «debe considerar las cosas externas que posee legítimamente, no solo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que han de aprovechar no solo a él, sino también a los demás»8.

2. La imagen de Dios en el hombre, fundamento del señorío

El hombre, en cuanto a su dimensión corporal, tiene una cierta afinidad con las demás criaturas. Pero, en cuanto a su dimensión espiritual, tiene una verdadera afinidad con Dios, pues ha sido creado a su imagen y semejanza, y se le ha prometido la inmortalidad.

La imagen de Dios en el hombre es el fundamento de su poder sobre la creación:

«El hombre es la imagen de Dios, entre otros motivos por el mandato recibido de su Creador de someter y dominar la tierra. En la realización de este mandato, el hombre, todo ser humano, refleja la acción misma del Creador del universo»9.

La condición de imagen de Dios le señala también al hombre el modo de ejercer su dominio: debe subordinar la posesión, el dominio y el uso de las cosas a la semejanza divina y a su vocación a la inmortalidad10.

«La tarea es “dominar” las demás criaturas, “cultivar el jardín”; pero hay que hacerlo en el marco de la obediencia a la ley divina y, por consiguiente, en el respeto de la imagen recibida, fundamento claro del poder de dominio, concedido en orden a su perfeccionamiento»11.

Como imagen de Dios, el hombre participa de su Sabiduría y de su Soberanía sobre el mundo12. Y precisamente por ello, debe acercarse a la tierra con la misma actitud del Creador, que no solo es Omnipotencia, sino también Providencia amorosa. En consecuencia, el hombre debe actuar en la tierra «con santidad y justicia (...) con rectitud de ánimo» (Sb 9, 3), con sabiduría y amor13, «como “dueño” y “custodio” inteligente y noble, y no como “explotador” sin ningún reparo»14. De este modo, a través del hombre, se hace visible y efectiva la providencia de Dios sobre el mundo.

El hombre recibe la misión sobre el mundo para perfeccionarlo, no para destruirlo; para transformarlo no en un caos, «sino en una hermosa morada donde se respete todo»15. Esta capacidad del hombre no es un poder absoluto, que solo corresponde a Dios, ni mucho menos un poder despótico, de «usar y abusar» o de disponer de las cosas a su antojo16.

«Es cierto que el hombre ha recibido de Dios mismo el encargo de “dominar” las cosas creadas y de “cultivar el jardín” del mundo; pero esta es una tarea que el hombre ha de llevar a cabo respetando la imagen divina recibida, y, por tanto, con inteligencia y amor: debe sentirse responsable de los dones que Dios le ha concedido y continuamente le concede»17.

La función sobre el mundo encuentra una adecuada expresión en el concepto de administración18. El hombre recibe el don de la naturaleza visible para administrarlo en orden a su propia perfección y a la de sus semejantes19.

3. El trabajo en el plan de Dios

El mandado sobre el mundo, de labrar y cuidar la tierra, se realiza mediante el trabajo. Este no se impone al hombre, por tanto, como consecuencia del pecado original, sino que entra en el plan de Dios desde el principio:

«Desde el comienzo de su creación, el hombre —no me lo invento yo— ha tenido que trabajar. Basta abrir la Sagrada Biblia por las primeras páginas, y allí se lee que —antes de que entrara el pecado en la humanidad y, como consecuencia de esa ofensa, la muerte y las penalidades y miserias (cfr. Rm 5, 12)— Dios formó a Adán con el barro de la tierra, y creó para él y para su descendencia este mundo tan hermoso, ut operaretur et custodiret illum (Gn 2, 15), con el fin de que lo trabajara y lo custodiase.

»Hemos de convencernos, por lo tanto, de que el trabajo es una estupenda realidad, que se nos impone como una ley inexorable a la que todos, de una manera o de otra, estamos sometidos, aunque algunos pretendan eximirse. Aprendedlo bien: esta obligación no ha surgido como una secuela del pecado original, ni se reduce a un hallazgo de los tiempos modernos. Se trata de un medio necesario que Dios nos confía aquí en la tierra, dilatando nuestros días y haciéndonos partícipes de su poder creador, para que nos ganemos el sustento y simultáneamente recojamos frutos para la vida eterna (Jn 4, 36): el hombre nace para trabajar, como las aves para volar (Jb 5, 7)»20.

Cuando el hombre, «con el trabajo de sus manos o con ayuda de los recursos técnicos cultiva la tierra para que produzca frutos y llegue a ser morada digna de toda la familia humana»21, al mismo tiempo que procura el propio sustento y el de su familia, presta un servicio a la sociedad; coopera personalmente con Dios para que se desarrolle y complete su obra, para que se cumplan sus designios en la historia, y así se perfecciona también a sí mismo22.

La dimensión social de la persona hace que estemos necesariamente interconectados y que, por tanto, nos necesitemos unos a otros. En cierto sentido, esta realidad es expresión del ser imagen de Dios, comunidad de personas que se intercambian el sumo bien. De modo análogo, con el trabajo y el servicio, el hombre hace presente el cuidado de Dios hacia cada persona y recibe igualmente el cuidado de Dios por el trabajo y servicio de los demás.

4. Ecología. Señorío del hombre y valor de la naturaleza

El término «ecología» (del griego oikía: casa) se aplica, sobre todo, a las relaciones del hombre con la naturaleza.

Durante los últimos decenios, las enseñanzas de la Iglesia sobre la cuestión ecológica han sido muy abundantes23. Sin descender a soluciones concretas, que no son de su competencia, ofrece importantes orientaciones, que constituyen una guía imprescindible para las relaciones de la persona con el mundo.

La naturaleza, al servicio de la persona humana

La naturaleza tiene un valor objetivo, pero no absoluto. El don de la tierra ha sido otorgado al hombre para que sirva al hombre, y unida a él, glorifique a Dios.

De esta manera, la naturaleza participa de la vocación de servicio que también tiene el hombre24.

«Toda forma de vida debe ser respetada, cuidada y amada de verdad como creación del mismo Señor Dios que creó todo lo “bueno”. Pero es precisamente el especial valor de la vida humana lo que nos aconseja, y de hecho nos obliga, a examinar cuidadosamente el modo como usamos las otras especies creadas»25.

Por eso, para salvaguardar la naturaleza, «el problema decisivo —afirma Benedicto XVI— es la capacidad moral global de la sociedad. Si no se respeta el derecho a la vida y a la muerte natural, si se hace artificial la concepción, la gestación y el nacimiento del hombre, si se sacrifican embriones humanos a la investigación, la conciencia común acaba perdiendo el concepto de ecología humana y con ello de la ecología ambiental. Es una contradicción pedir a las nuevas generaciones el respeto al ambiente natural, cuando la educación y las leyes no las ayudan a respetarse a sí mismas»26.

La vida de los demás seres tiene también un gran valor, pero no se trata de un valor opuesto al de la persona; por el contrario, el valor de la vida animal y vegetal adquiere su pleno sentido si se pone en relación con la vida de la persona humana. Francisco llama la atención sobre la evidente incoherencia de oponer ambos valores:

«A veces se advierte una obsesión por negar toda preeminencia a la persona humana, y se lleva adelante una lucha por otras especies que no desarrollamos para defender la igual dignidad entre los seres humanos»27. «No puede ser real un sentimiento de íntima unión con los demás seres de la naturaleza si al mismo tiempo en el corazón no hay ternura, compasión y preocupación por los seres humanos»28.

El respeto a la naturaleza

«La intervención humana no es creadora; encuentra ya una naturaleza material que, como ella, tiene su origen en Dios Creador y de la cual el hombre ha sido constituido noble y sabio guardián»29.

La naturaleza no es obra del hombre, sino de Dios; su valor no es el que el hombre quiera darle, convirtiéndose en su medida; está a su servicio, pero no al servicio de sus caprichos, sino de su perfección como persona; tiene una fisonomía propia y un destino dados previamente por Dios30.

Esto implica que la acción humana sobre el mundo «no debe hacer uso de la naturaleza contra su propio bien, el bien de sus prójimos y el bien de las futuras generaciones. Por esto, hay una dimensión moral en el concepto y en la práctica del desarrollo que debe ser respetada en todo caso»31.

En consecuencia, la ley que debe regir la relación del hombre con el mundo no es la ley de la utilidad, la que establece la razón movida exclusivamente por los fines económicos, considerando la naturaleza únicamente como material disponible.

La necesidad de conversión y el cuidado de la naturaleza

La educación de la responsabilidad ecológica, es decir, de la responsabilidad respecto a uno mismo, a los demás y al ambiente, debe tener, por tanto, como primer objetivo, la conversión, el cambio interior de la persona32.

El Papa Francisco lamenta que «algunos cristianos comprometidos y orantes, bajo una excusa de realismo y pragmatismo, suelen burlarse de las preocupaciones por el medio ambiente. Otros son pasivos, no se deciden a cambiar sus hábitos y se vuelven incoherentes. Les hace falta entonces una conversión ecológica, que implica dejar brotar todas las consecuencias de su encuentro con Jesucristo en las relaciones con el mundo que los rodea. Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana»33.

Lo anterior conlleva un nuevo modo de actuar en relación con los demás y con la naturaleza, la superación de las actitudes y estilos de vida conducidos por el egoísmo, que son la causa del agotamiento de los recursos naturales34. La tutela del medio ambiente será considerada eficazmente como una obligación moral que incumbe a cada persona y a toda la humanidad. No será apreciada solo como una cuestión de interés por la naturaleza, sino de responsabilidad de cada hombre ante el bien común y los designios de Dios35.

La obligación de contribuir al saneamiento del ambiente afecta a todos los hombres. «Con mayor razón aún, los que creen en Dios Creador, y, por tanto, están convencidos de que en el mundo existe un orden bien definido y orientado a un fin, deben sentirse llamados a interesarse por este problema. Los cristianos, en particular, descubren que su cometido dentro de la creación, así como sus deberes con la naturaleza y el Creador, forman parte de su fe»36.

En el campo concreto de las relaciones del hombre con el mundo, los cristianos tienen que desempeñar también el papel de difundir los valores morales y contribuir a la educación en la conciencia ecológica37.

Precisamente por su carácter global, la ecología es uno de los ámbitos en los que el diálogo de los cristianos con los fieles de otras religiones es especialmente importante para establecer una colaboración38.

Tomás Trigo


Bibliografía básica

—Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 21-XI-1964, nn. 36, 41 y 48; Gaudium et spes, 7-XII-1965, nn. 34, 36, 37, 57 y 69.

—Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 279-314; 337-349; 2415-2418.

—Pontificio Consejo «Justicia Y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Ed. Vaticana, Città del Vaticano 2005, nn. 451-487.


Bibliografía recomendada

—Francisco, Laudato si’, 24-V-2015.

—Benedicto XVI, Caritas in veritate, 29-VI-2009.

—San Juan Pablo II, Centesimus annus, 30-XII-1991, nn. 37, 38, 40 y 52; Sollicitudo rei sociales, 30-XII-1987, nn. 26, 29, 30, 34 y 48; Redemptor hominis, 4-III.-1979, nn. 8, 15 y 16; Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1990, 8-XII-1989.

—San Josemaría Escrivá, Trabajo de Dios, en Amigos de Dios, nn. 55-72, Rialp, Madrid 2002.

—Tomás Trigo, Cuidar la Creación. Estudios sobre la encíclica «Laudato si’», Eunsa, Pamplona 2016.


1. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 307.
2
Cfr. San Juan Pablo II, Audiencia general 17-I-2001, n. 1.
3. Cfr. Gaudium et spes, n. 34. «La creación... está llamada a unirse al hombre para glorificar a Dios (cfr. Sal 148 y 96)» (San Juan Pablo II, Mensaje 8-XII-1989, n. 16). La gloria que la naturaleza rinde al Creador se expresa de modo admirable en el Canto de los tres jóvenes (Dn 3, 52-90).
4Catecismo de la Iglesia Católica, n. 347.
5Cfr. San Juan Pablo II, Evangelium vitae, 25-III-1995, n. 42.
6
. Ver también Jos 22, 19; Os 9, 3; Sal 85, 2; Jer 16, 18; Ez 36, 5.
7
Cfr. San Pablo VI, Mensaje 1-VI-1972.
8
Gaudium et Spes, n. 69. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2402-2404. «El medio ambiente es un bien colectivo, patrimonio de toda la humanidad y responsabilidad de todos. Quien se apropia de algo es solo para administrarlo en bien de todos. Si no lo hacemos, cargamos sobre la conciencia el peso de negar la existencia de los otros» (Francisco, Laudato si’, 24-V-2015, n. 95).
9
. San Juan Pablo II, Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 4.
10
Cfr. San Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 30-XII-1987, n. 29.
11
Sollicitudo rei socialis, n. 30.
12
Cfr. Evangelium vitae, n. 42.
13Cfr. San Juan Pablo II, Mensaje 8-XII-1989, n. 3.
14
. San Juan Pablo II, Redemptor hominis, 4-III-1979, n. 15.
15. San Pablo VI, Mensaje 1-VI-1972.
16
Cfr. Sollicitudo rei socialis, n. 34; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2415.
17
. San Juan Pablo II, Christifideles laici, 30-X-1988, n. 43.
18
Cfr. San Juan Pablo II, Audiencia general 17-I-2001, nn. 1-2.
19
Cfr. Sollicitudo rei socialis, n. 30; LS, n. 68.
20
. San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, Rialp, Madrid 2002, n. 57; cfr. Gaudium et Spes, n. 34.
21
Gaudium et Spes, n. 57.
22
Cfr. Gaudium et Spes, nn. 34 y 57.
23
. En continuidad con las enseñanzas de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, destaca la encíclica de Francisco, Laudato si’, ya citada, por su gran repercusión —no solo en el ámbito católico—, que ha despertado interesantes iniciativas en todo el mundo a favor del cuidado de la persona humana y del medio ambiente.
24
. «La interdependencia de las criaturas es querida por Dios... Ellas no existen sino en dependencia unas de otras, para complementarse y servirse mutuamente» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 340).
25
. San Juan Pablo II, Alocución 18-V-1990, n. 3. Cfr. también San Juan Pablo II, Declaración de Venecia, 10-VI-2002, en la que se afirma que «el respeto a la creación deriva del respeto a la vida y la dignidad humanas».
26
. Benedicto XVI, Caritas in veritate, 29-VI-2009, n. 51.
27
Laudato si’, n. 90.
28
Laudato si’, n. 91.
29
. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientia, 22-III-1986, n. 34.
30
Cfr. Sollicitudo rei socialis, n. 34; San Juan Pablo II, Mensaje 8-XII-1989; San Juan Pablo II, Centesimus annus, 1-V-1991, n. 37.
31
. San Juan Pablo II, Alocución 18-V-1990, n. 4. La raíz que hace brotar la reacción moral ante el impacto que provocan nuestras acciones en los demás y en el medio ambiente es —afirma Francisco— «la actitud básica de autotrascenderse, rompiendo la conciencia aislada y la autorreferencialidad» (Laudato si’, n. 208).
32
. San Juan Pablo II, Mensaje 8-XII-1989, n. 13.
33
Laudato si’, n. 217.
34
Cfr. San Juan Pablo II, Ecclesia in America, 22.I.1999, n. 25.
35
Cfr. San Juan Pablo II, Alocución 18-V-1990, n. 4. Son muchas las llamadas del Magisterio a la responsabilidad moral del hombre respecto a la ecología: cfr., entre otros lugares, Centesimus annus, n. 40; Evangelium vitae, n. 42; San Juan Pablo II, Ecclesia in America, n. 25; Alocución 18-VIII-1985, n. 2; Mensaje 8-XII-1989, n. 15.
36
. San Juan Pablo, Mensaje 8-XII-1989, n. 15: citado en Laudato si’, n.64.
37
Declaración de Venecia.
38
Cfr. San Juan Pablo II, Fides et ratio, 14-9-1998, n. 104; San Juan Pablo II, Mensaje 8-XII-1989, n. 15; Laudato si, n. 7.