«No te olvides de ellos. Los refugiados son un gran pecado del mundo»

Pablo es sacerdote desde mayo. Entre 2016 a 2019 dirigió una ONG de ayuda humanitaria y cooperación al desarrollo en Líbano. Recientemente ha defendido su tesis sobre las enseñanzas de los pontífices en este campo. El Papa Francisco le animó a continuar ayudando a los refugiados de la guerra siria.

Su tesis doctoral, que ha defendido recientemente en la Pontificia Università della Santa Croce, lleva por título: “El desafío de los Desplazados Forzosos a la Luz del Magisterio de la Iglesia: una aproximación moral y pastoral desde las enseñanzas de León XIII hasta Francisco”. Se trata de un problema palpitante pues, según las últimas estimaciones, hay 84 millones de personas en esta situación en todo el mundo. ¿Hay alguna conexión entre su tesis doctoral y su trayectoria vital?

Pocos hechos tienen tanto impacto, de manera continuada en los medios, como las crisis migratorias. En este sentido, los desplazados forzosos cobran especial protagonismo por la vulnerabilidad que sufren. Las variadas formas de violencia en tantas zonas del mundo han ocasionado a lo largo de la historia, y de forma especial en la actualidad, auténticas crisis humanitarias. Esto hace que ocupe un lugar prioritario no sólo en la geopolítica, sino en el corazón del Santo Padre. Asomarse al fenómeno de la movilidad humana supone un reto de enorme magnitud dada su complejidad, puesto que toca de forma transversal multitud de disciplinas.

La oportunidad de abordar este tema se fraguó durante mis años de estancia en Líbano, de 2016 a 2019. Fue mientras llevaba una ONG de ayuda humanitaria y cooperación al desarrollo dirigida a los más vulnerables de la sociedad, en un país lastrado por la guerra siria, donde entendí que un fenómeno como el de la migración forzosa debía ser abordado desde una aproximación teológica. Empeñado como estaba, junto con otros cientos de ONGs, en dar soluciones materiales a los refugiados y a los más pobres (todas ellas necesarias, y más o menos urgentes) me di cuenta de que un mundo tan herido por el conflicto sólo podía ser curado poniendo a Dios en el centro, y que podíamos ayudar también desde el ámbito académico.

¿Qué papel ha jugado la figura del Papa Francisco en la elaboración de la tesis?

El Papa Francisco ha evidenciado desde el principio de su pontificado una clara preferencia por los descartados del mundo, haciendo de las dificultades a las que se enfrentan un foco de atención no sólo mediante las palabras, sino también con los hechos. Siempre me ha llamado la atención su esfuerzo por trasladar este desafío mundial al plano personal, animando a todos a salir de uno mismo hacia la cultura del encuentro, empezando por una Iglesia sin fronteras.

Es llamativa la frecuencia con la que habla de esta realidad, y los numerosos gestos que ha tenido hacia los desplazados forzosos desde el comienzo de su pontificado. Como anécdota ilustrativa, hace un mes acudí a la audiencia del Papa en el Cortile di San Damaso. Cuando pasó junto a mí le dije que había vivido unos años en Líbano trabajando con los refugiados de la guerra siria, y que al día siguiente defendía la tesis sobre los desplazados forzosos desde la perspectiva del Magisterio de la Iglesia, incluyendo su pontificado. Su rostro se puso muy serio y me dijo: "no te olvides de ellos. Los refugiados son un gran pecado del mundo. Sigue rezando y cuidando de ellos". Mientras tanto había agarrado el ejemplar de la tesis que había llevado conmigo. Leyó el título con detenimiento, abrió la primera página y estampó su firma.

Vivió usted en el Líbano y allí desarrolló algunos programas de voluntariado. ¿Qué pretendía exactamente al atender a esos refugiados, muchos de ellos cristianos caldeos iraquíes?

Líbano es un país donde la palabra que mejor podría definirlo es el “contraste”, también en el ámbito socio-económico. La riqueza y la pobreza se dan la mano al doblar cada esquina. En una región donde existen tantas necesidades espirituales y materiales entendíamos que, en las labores apostólicas del Opus Dei con los jóvenes, la solidaridad y el voluntariado debían tener un papel protagonista. Fue así como surgieron los Campos de Trabajo Humanitarios Internacionales, cuyo factor diferencial era llevar humanidad donde faltaba. Conscientes de no poder resolver el problema de fondo, lo que pretendíamos con esta iniciativa era llevar esperanza a los abandonados de la sociedad, hacerles sentir personas de nuevo. Ayudarles a recuperar su dignidad.

Las iniciativas eran muchas y variadas: dar de comer en comedores de las Hermanas de la Caridad, ayudar en orfanatos, visitar familias de refugiados en sus hogares, llevarles ropa, medicinas, cheques de supermercado, organizar juegos en campos de refugiados, torneos de fútbol… Nuestro público objetivo era fundamentalmente huérfanos y refugiados sirios, palestinos e iraquíes. Estos últimos tenían la particularidad de ser cristianos perseguidos por el Estado Islámico que habían tenido que huir con lo puesto para salvar sus vidas. Al no tener el impacto mediático de la guerra siria, viven en una situación de abandono y escasa ayuda internacional.

Usted ha vivido en Oriente Medio y en Occidente. ¿Dónde ha encontrado mayor sensibilidad hacia la acogida para los refugiados?

Líbano tiene con mucha diferencia la mayor proporción de refugiados del planeta. En función de las fuentes consultadas (la realidad es mucho más compleja que los datos oficiales), una de cada cuatro personas aproximadamente es refugiada en el país del cedro. Esto hace que se trate de una situación que, lejos de quedarse en el plano teórico, forma parte de la convivencia diaria. Tiene mérito que un país que fue invadido por Siria hace no muchas décadas les acoja como refugiados en la actualidad, comprometiendo su propia supervivencia y estabilidad política. Esto no quita que la cuerda se tense y muchos, antes de querer oír hablar de acogida, prefieran el retorno seguro a su país de origen. Solución que, por otro lado, es la ideal a largo plazo para todas las partes, siempre que se aseguren las condiciones de seguridad, voluntariedad y dignidad.

¿Un refugiado es sólo un desafío, una amenaza a la seguridad y a los puestos de trabajo, o puede también ser una oportunidad? Tomando distancia de los posibles desórdenes que puede generar, es importante hacer un ejercicio de reconocimiento de lo que puede aportar a la sociedad. Por nombrar algunos, los refugiados buscan la paz, albergan esperanza, pueden aportar habilidades y conocimientos, nos enseñan a esforzarnos, promueven el sentido de familia y viven una gratitud incondicional.

El fenómeno de los desplazados forzados y de los refugiados es muy complejo. Usted, que ha estudiado el magisterio católico sobre este punto, ¿podría sintetizar las soluciones que aporta la Iglesia católica sobre el particular?

En primer lugar, me gustaría aclarar que la Iglesia no pretende dar soluciones técnicas a los problemas de su tiempo. Sin embargo, como decía Pablo VI, es experta en humanidad. Como una madre buena, cuando la Iglesia se interesa por los desplazados lo hace sin alusiones políticas de ninguna clase. Si se pronuncia sobre estos temas lo hace movida por la máxima moral de que, cuando se produce una necesidad humanitaria, los pobres no pueden esperar. Lo que le anima es el cuidado y respeto de la dignidad de la persona en su totalidad de alma y cuerpo. Como la historia de la humanidad está marcada por continuos movimientos migratorios, esa preocupación por cada uno de sus hijos allí donde estén implica que la Iglesia tenga una naturaleza migrante, un alma migratoria. “A la movilidad humana le ha de corresponder la movilidad de la Iglesia”, decía Pío XII. La Iglesia se hace migrante en la figura de tantos sacerdotes, laicos y religiosos que acompañan a los emigrantes en su aventura migratoria.

Pablo protagonizó una historia publicada en esta página web, hace dos años

La pastoral de las migraciones comenzó su andadura en el siglo XIX. León XIII recogió la inquietud hacia los grandes desplazamientos de su época, desarrollando sistemáticamente la Doctrina Social de la Iglesia a partir de la publicación de la Rerum Novarum. A partir de entonces, y cada vez con más fuerza, el tema no dejará de estar presente en el Magisterio, donde los pontífices que se suceden irán enriqueciendo con sus aportaciones los cuidados de la Iglesia hacia esta población necesitada a través de su palabra, iniciativas y acciones concretas, adaptando incluso su propia estructura.

Resumir en pocas palabras casi un siglo y medio de Magisterio es difícil. Si bien el concepto de desplazado forzoso ha ido evolucionando y definiéndose jurídicamente, la preocupación por su figura siempre ha formado parte de la enseñanza moral de la Iglesia, que se ha ido adaptando a una realidad compleja y cambiante. El Magisterio traslada el fenómeno global de la movilidad forzada a la esfera personal. El grito de los necesitados espera respuesta y debe interpelar a cada uno. Si bien en la búsqueda de soluciones existe la limitación de la voluntad política de los Estados, cada individuo tiene una responsabilidad moral. Entre las muchas aportaciones del rico Magisterio de la Iglesia destacan conceptos como la dignidad y centralidad de la persona, el respeto de sus derechos fundamentales, la importancia del perdón, la promoción integral del hombre, la necesidad de la paz, el combate contra el pecado, la llamada a la hospitalidad, la integración, la cultura del encuentro o la primacía de la caridad.

¿Hay límites morales al derecho de acogida a los refugiados?

Abordado tímidamente en el Papa León XIII, el derecho a emigrar ha sido una constante en el Magisterio desde Pío XII. En la base de este derecho, como recuerda el beato Juan XXIII, se encuentra el destino universal de los bienes de este mundo. Al mismo tiempo, se ha manifestado que el derecho a emigrar no es un derecho absoluto, sino que debe ir acompañado de intereses legítimos y de la protección del bien común. Como recogía Juan Pablo II, el derecho a la migración debe estar reglamentado. Si se aplica indiscriminadamente, puede causar graves daños al bien común de los países anfitriones.

Por su parte, la Iglesia ha reconocido insistentemente a la autoridad pública el derecho a reglamentar el flujo migratorio cuando, haciendo un uso justo de su autoridad, busca la garantía del bien común. El Magisterio ha pedido que se obedezca a los Estados en esta materia, si bien no les ha otorgado un derecho absoluto (pidiendo, por ejemplo, que no impidan injustamente la llegada de los pobres). También ha reconocido el papel de la ONU, el respeto a la soberanía de los países para preservar el bien común, la importancia de la vía jurídica en la resolución de los conflictos internacionales, e incluso ha mostrado su apoyo a pactos internacionales en materia de migración.

Aunque existe el derecho a emigrar, se trata de un derecho subjetivo, pues nadie puede exigir ser acogido en un país concreto en un momento determinado. Ante los debates sobre las condiciones y los límites que se han de poner a la acogida, Francisco dice que la respuesta del Evangelio es la misericordia. Acoger al otro es acoger a Dios en persona. Abrir las fronteras al refugiado siempre supone un riesgo. En esa apertura deberá dejarse espacio a la acción armoniosa de la caridad, para que no prevalezca el criterio exclusivo de la propia seguridad. Con sus matices, nos parece que el límite moral al derecho de ser acogido está en el carácter de crisis humanitaria. Cuando ésta tiene lugar, los emigrantes deben ser acogidos (los pobres no pueden esperar) siempre que sea posible; si la migración es por motivos no forzosos (económicos, políticos, etc.), cabría precisar el ejercicio de este derecho, que no es absoluto y se supedita al bien común.

¿Qué puede o debe hacer un católico ante el fenómeno de los refugiados?

En primer lugar, descubrir la identidad migratoria de la Iglesia. Fundamentada en que el mismo Jesús se hizo migrante, el alma de la Iglesia es migratoria, pues se interesa por sus hijos allí donde estén, en un mundo marcado por continuos movimientos migratorios, con la mirada puesta en la patria definitiva. Como dice Jesús a sus discípulos, estamos en el mundo sin ser del mundo. El que se siente interiormente extranjero no cae en el defecto de considerar como forastero a aquel que no se le parece. Reconoce en ellos a sus hermanos. En la Iglesia, como en el Reino de los Cielos, no hay lugar a la marginación.

La Iglesia, desplazada del debate público en temas como el que nos ocupa, se sabe migrante con los desplazados. Los cristianos, en el encuentro con los migrantes, conocemos más y mejor cómo es Dios. Las enseñanzas del Magisterio nos invitan a “complicarnos la vida”, movidos por la caridad, saliendo al encuentro del necesitado para que se siente a nuestra mesa. La presencia de los desplazados forzosos supone una invitación a recuperar ciertas dimensiones esenciales de nuestra existencia como hijos de Dios. La parábola del buen samaritano sigue teniendo perenne actualidad: para un cristiano no cabe la indiferencia ante el pobre que yace en el camino. Como nos recuerda el Papa Francisco, cada forastero que llama a nuestra puerta es una ocasión de encuentro con Jesucristo, que se identifica con el extranjero acogido o rechazado en cualquier época de la historia.