Mi esposa Juliana estaba allí inerte, inconsciente sobre la camilla de la sección de urgencias del hospital. El reloj marcaba ya la primera hora del sábado 7 de agosto de 2010. Tras haber participado en una bellísima ceremonia de bodas del hijo de un amigo, regresamos de la fiesta. Ya en casa, se sintió mareada, y esa fue la primera manifestación del ictus hemorrágico que nos hizo llevarla a toda prisa al hospital. Así empezó aquella larga madrugada.
A los 56 años de edad, Juliana era madre de siete hijos, y en aquel momento abuela de tres nietos, y un cuarto que estaba en camino. Aunque tanto mis padres como mis suegros no eran cristianos cuando emigraron a Brasil desde Japón, por distintos caminos de la providencia se fueron acercando a la fe. Mi esposa y yo somos supernumerarios del Opus Dei, y el acompañamiento espiritual que recibimos desde que éramos universitarios fue decisivo para ayudar a sostener nuestra fragilidad humana, que se puso en evidencia de repente y de manera tan cruda.
44 días entre la vida y la muerte
En aquella fría madrugada, mientras tomaba un café con mi hijo mayor Marcelo en el hospital, pensábamos qué hacer. Decidimos llamar inmediatamente a Japón, para informar a uno de mis hijos, que era el que vivía más lejos de casa. Tres días más tarde llegó para unirse a nosotros en esa prueba que por algún motivo el Señor permitía.
Esa misma noche mi mujer entró al quirófano para la extracción del coágulo cerebral. La operación duró cuatro largas horas. No sabíamos cómo sería el postoperatorio, pero nos preparábamos rezando. Me acuerdo muy bien que fuimos al Santuario de Nuestra Señora de Fátima (São Paulo), para rezar el rosario en familia.
Pienso que nadie está humanamente preparado para una situación como aquella: todo cambió de golpe de un momento a otro. Empezamos una rutina diaria de visitas al hospital para aprovechar cada minuto del tiempo (bastante limitado), que se concedía a solamente dos visitantes al día. Mis hijos organizaron los turnos, y era bonito ver cómo cada uno se disponía a ceder su turno al otro, mientras por unanimidad a mí siempre me reservaban un puesto para verla.
Rezamos mucho y pedimos las oraciones de muchos, y así vimos cómo nuestras vidas se transformaban
Mi mujer estuvo entre la vida y la muerte en la UCI durante 44 días, y a cada visita o conversación con el médico de turno, a cada micrométrica evolución se volvía a renovar en cada uno la esperanza de verla recuperada. Rezamos mucho y pedimos las oraciones de muchos, y así vimos cómo nuestras vidas se transformaban. La familia se hizo aún más unida, monolítica, intensamente cooperativa. Me impresionaban los mensajes de solidaridad y ánimo que nos llegaban, cargados de oraciones: Juliana recibía estos regalos llenos de fe, y vimos mucha gente ir a Lourdes, Fátima, Tierra Santa y Roma a pedir por su salud.
Un recordatorio en el anillo de mi dedo
Cierta noche, después de varias semanas inmerso en ese escenario, y tras haber dado clases en la universidad donde era profesor, iba solo en coche hacia el hospital. Juliana acababa de ser sometida a otra intervención quirúrgica. De repente me vinieron a la cabeza aquellas palabras “...en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida”, que había proferido solemnemente 31 años antes. Durante todas esas décadas no es que me hubiese olvidado de ellas, pero entendí en aquel momento que hasta entonces no había comprendido su verdadera profundidad: “en la enfermedad” no se refería solamente a una situación pasajera de gripe o malestar, sino que aquellas palabras ganaban un significado especial durante aquellos días en los que ella estuvo inconsciente, entre la vida y la muerte, y nosotros intentando ayudarla como podíamos. Y el recordatorio siempre había estado allí, ¡en el anillo de mi dedo!
De repente me vinieron a la cabeza aquellas palabras “...en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida”
Hoy, tras 13 años y medio de aquel incidente, y con casi 44 años de muy feliz matrimonio, Juliana continúa en silla de ruedas. Vivir estos años así es ciertamente más heroico para ella que para mí. Pero ella no ha perdido su alegría y sigue recibiendo su formación y cariño en la Obra, que la ayuda a vivir en medio a las incomodidades, que ofrece a Dios por muchas personas.
Ella se ha convencido desde hace tiempo de que su labor materna ahora consiste en santificarse en la enfermedad, y en rezar por sus hijos –que hoy están esparcidos por Brasil, Estados Unidos, Suecia e Italia–, por sus nueve nietos, y por muchas personas que le piden oraciones por sus intenciones. Un motivo extra de alegría para ella fue constatar lo mucho que habían rezado por ella; muy a menudo me preguntan cómo está Juliana, y aseguran sus oraciones por ella. Y así, gracias a Dios y a muchas personas, renovamos cada día aquella promesa de estar unidos en la salud y en la enfermedad, todos los días de nuestras vidas.