El derecho de los padres a la educación de sus hijos (II)

En este texto se explica que, junto con la familia, también el Estado y la Iglesia poseen obligaciones ineludibles en el campo de la educación.

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En el artículo precedente se habló del fundamento natural del derecho de los padres a la educación de sus propios hijos, y del carácter universal e irrenunciable de ese derecho.

Ciertamente, de esa consideración es fácil pasar a entender la escuela como prolongación de la labor formativa que se ha de llevar a cabo en el propio hogar. Y, sin embargo, hay que afirmar que no sólo los padres son legítimamente competentes en cuestiones que tienen que ver con la educación: el Estado, y también la Iglesia, por otros títulos, poseen obligaciones ineludibles en este campo.

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LA FUNCIÓN DEL ESTADO EN MATERIA DE EDUCACIÓN

Son múltiples las razones que justifican el interés de los poderes públicos por la enseñanza. Desde el punto de vista práctico, es un hecho contrastado a nivel internacional que el crecimiento efectivo de la libertad y el progreso socio-económico de las sociedades se basa en la necesidad de que los poderes públicos garanticen un cierto nivel cultural en la población; pues una sociedad compleja sólo podrá funcionar correctamente si se da una adecuada distribución de la información y los conocimientos proporcionados para su oportuna gestión; así como la suficiente comprensión de las virtudes y de las normas que posibilitan la convivencia civil y condicionan los comportamientos individuales y colectivos.

Basta pensar, por ejemplo, en la importancia de combatir el analfabetismo para mejorar la justicia social, para entender que el Estado tiene poderes, funciones y derechos indeclinables en materia de promoción y difusión de la educación, a la que todo hombre tiene un derecho inalienable (1).

Esto justifica, como concreta exigencia del bien común, que el ordenamiento estatal establezca ciertos niveles de enseñanza cuyo eficaz aprovechamiento puede legítimamente condicionar el acceso a determinadas carreras universitarias o a otros tipos de actividades profesionales.

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En este contexto, se puede plantear el problema de si las competencias de los padres y las del Estado resultan desacordes o incompatibles o, por el contrario, pueden llegar a ser complementarias. En todo caso, cabe preguntarse: ¿cómo se relacionan entre sí?, ¿hasta dónde puede legislar el Estado sin suplantar el derecho de los padres, o cuándo podría intervenir para garantizar los derechos de los niños frente a sus padres?

En realidad, se trata de cuestiones que no tocan la función que, de suyo, respecto a la enseñanza, corresponde al Estado. Sin embargo, contrariamente a lo que sería deseable, se observa una tendencia en los poderes públicos, que se viene manifestando en muchos países al menos desde el siglo XVIII, a asumir de modo cada vez más exclusivo la función educativa, alcanzando en ocasiones niveles de monopolio casi total de la escuela.

En el fondo de este interés se encuentra la pretensión de extender a todas las personas una ética única, que correspondería a una moral ciudadana cuyo contenido estaría formado por unos mínimos principios éticos de validez universal y compartidos por todos; y que en los casos más extremos ha caído en una concepción casi totalitaria, pues pretende sustituir al ciudadano en la responsabilidad de poseer un propio juicio de moralidad y de conciencia, impidiendo otros proyectos o estilos de vida que no sean los promovidos desde la opinión pública creada o sostenida por el Estado.

El instrumento para impulsar estos objetivos ha sido la defensa a ultranza de la enseñanza neutra en la llamada escuela pública, el aislamiento o el ahogo económico de las iniciativas de enseñanza nacidas en el seno de la sociedad civil o, de modo indirecto, el establecimiento por la legislación estatal de requisitos de homologación o programación general con tal grado de concreción y exhaustividad que eliminan en la práctica las posibilidades de especificidad de las alternativas de carácter social, dando lugar por la vía de los hechos a un monopolio sobre la educación, o a la existencia puramente formal del pluralismo escolar.

En estos contextos, se puede afirmar que la pretendida neutralidad de los programas estatales es sólo aparente, pues implican una concreta posición ideológica. Además, en Occidente, se puede constatar que ese tipo de iniciativas suelen estar relacionadas con el deseo de emancipar la cultura humana de toda concepción religiosa, o con el afán de relativizar bienes morales que son fundamentales, como el sentido de la afectividad y del amor, de la maternidad, el derecho a la vida desde el primer instante de la concepción hasta la muerte natural...

En los últimos años, esta postura ha sido reforzada al aplicar a la escuela principios más propios del ámbito universitario, como la libertad de cátedra y de expresión de quien se dedica a la función docente. De ese modo, la libertad educativa se ve restringida a la presunta libertad que tendría el profesor para expresar sus ideas y formar a su capricho a sus alumnos, como una concesión que le ha delegado el Estado.

En el fondo de esos modos de concebir la libertad se aprecia un profundo pesimismo acerca de las posibilidades de la persona humana y de la capacidad de los padres, y de la sociedad en general, para garantizar una formación en la virtud y en la responsabilidad ciudadana a los hijos.

Las dificultades se superan cuando se considera que la escuela cumple una función de suplencia respecto de los padres, y que «los poderes públicos tienen el deber de garantizar este derecho de los padres y de asegurar las condiciones reales de su ejercicio» (2), es decir, deben ser guiados por el principio de subsidiariedad.

LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA

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La defensa del derecho de los padres a la educación de los hijos en el ámbito escolar, sea respecto a la extralimitación de los poderes públicos, sea respecto a las pretensiones ideologizantes del profesor, es lo que usualmente se denomina libertad de enseñanza o también libertad de educación . Es el mismo derecho natural de los padres visto desde la perspectiva de la relaciones con el Estado o con otros agentes educativos.

La libertad de enseñanza es, por tanto, un derecho humano que tiene como sujeto a los padres de familia para educar a sus hijos según sus preferencias, que pueden ser de todo tipo (3): desde cuestiones que afectan al currículo (la elección de los idiomas, o de los deportes que se practican), hasta metodológicas o pedagógicas (donde entra, por ejemplo, la enseñanza diferenciada u otros aspectos de índole más bien disciplinar).

Lógicamente, cabe en este campo la orientación religiosa: es normal que un padre desee educar a su hijo en su misma fe, de un modo coherente con lo que cree y practica. No se trata, pues, de una cuestión confesional o ideológica, sino del mismo derecho natural de los padres.

Esta libertad garantiza que serán ellos quienes se ocuparán de la educación de sus hijos, bien por sí mismos, bien eligiendo las escuelas u otros medios que consideren oportunos o necesarios, o también creando sus propios centros de educación. El Estado tiene evidentes funciones de promoción, de control, de vigilancia. Y eso exige igualdad de oportunidades entre la iniciativa privada y la del Estado: vigilar no es poner obstáculos, ni impedir o coartar la libertad (4).

En cualquier caso, este derecho no se limita al ámbito doméstico, sino que justamente tiene como objeto propio la enseñanza, que satisface la obligación legítimamente impuesta por el poder público acerca de llevar a cabo una instrucción mínima del menor, es decir, durante todo el tiempo en que el hijo se encuentre bajo la tutela de sus padres.

En consecuencia, la libertad de enseñanza no versa sobre cualquier tipo de educación, sino que se refiere a las actividades educativas que tienen una concreta relevancia social, de modo que la educación recibida por el menor de edad tenga valor jurídico. La libertad de enseñanza conlleva, por tanto, admitir que no sólo la escuela estatal es capaz de certificar el cumplimiento de la obligación de la instrucción mínima establecida legítimamente por el poder público.

Durante este tiempo de minoría de edad, la actividad de los profesores no se rige por la libre transmisión de conocimientos ni por la libertad de investigación propia del ámbito y quehacer universitario; los profesores actúan principalmente como delegados de los padres, poniendo a su servicio el talento profesional que poseen para cooperar con ellos en el tipo de educación que quieren proporcionar a sus hijos.

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En el ámbito de la escuela, la actividad docente del profesor es una actividad que habría que calificar de “paterna”, nunca una actividad ideológica. La libertad de enseñanza se rebela ante el cambio de paradigma que implica la sustitución del principio según el cual la escuela actúa como delegada de los padres, por aquel otro que sostiene que la escuela actúa como agente ideológico-administrativo de los poderes estatales.

EL DEBER DE INTERVENIR EN EL ÁMBITO PÚBLICO EN MATERIA DE EDUCACIÓN

Todos los ciudadanos, y de modo especial los padres, individualmente o unidos en asociaciones, pueden y deben intervenir en el ámbito público cuando está en juego la educación, aspecto fundamental del bien común. Hay dos puntos capitales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí, los hijos de Dios tienen que estar firmes, luchar bien y con nobleza, por amor a todas las criaturas (5).

Esta firmeza, que corresponde soberanamente a la familia fundada en el matrimonio, se apoya en una potestad que es originaria –no concedida por el Estado, ni por la sociedad, sino anterior a ellos pues tiene su fundamento en la naturaleza humana– y, por tanto, debe aspirar a ver reconocido el derecho propio de los padres a educar a los hijos por sí mismos o el derecho para delegar dicha actividad en quienes deseen poner su confianza, en tanto que manifestación de la subjetividad social de la familia, y ámbito de soberanía frente a otros poderes que pretendan interferir en dicha actividad. Tal actitud por parte de los padres requiere a su vez gran espíritu de responsabilidad e iniciativa.

J.A. Araña y C.J. Errázuriz

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1. Cfr. Juan Pablo II, Alocución a la UNESCO , 2-VI-1980; Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientia , n. 92.

2. Catecismo de la Iglesia Católica , n. 2229.

3. Cfr. Ibid .

4. San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer , n. 79.

5. San Josemaría, Forja , n. 104.