Vengo de una familia de origen chino radicada en Ecuador desde 1910. Tanto mi esposo Víctor como yo nacimos ya en este país que sentimos profundamente nuestro. Siempre hemos sido una familia alegre, con una casa abierta a los amigos, compañeros de nuestros hijos, vecinos… una casa llena de vida.
Wei Wei, nuestro hijo mayor, nació en 1998. Fue muy deseado y amado desde el primer instante. Con el tiempo llegaron Ken Ken, Angelie y Chien Chien, completando nuestra familia.
Cuando Wei Wei tenía dos años, lo inscribimos en el maternal de Delta-Torremar, un preescolar con asistencia espiritual del Opus Dei. Con el tiempo, también inscribimos allí a nuestros otros hijos.

El inicio de la prueba
Un día de enero del año 2016 mientras estábamos en la playa, Wei Wei casi se ahoga. Lo llevamos al hospital en Guayaquil y le hicieron un chequeo médico. Después de cuatro semanas de exámenes nos enfrentamos a una noticia devastadora: a Wei Wei le diagnosticaron un cáncer cerebral, un glioblastoma grado tres difuso, descrito como una mancha o nube inoperable en el cerebro.
Fue necesario trasladarnos a Estados Unidos para iniciar el tratamiento, ya que en Ecuador no era posible.
Durante este tiempo, no estuvimos solos. La comunidad del Colegio Torremar se había convertido para nosotros en una familia. Desde el primer día habíamos encontrado calidez, un ambiente alegre y personas ilusionadas por servir. Los compañeros de Wei y sus familias, nos sostuvieron con sus oraciones y su presencia constante.
Poco después, en octubre de ese año, descubrí mi vocación como supernumeraria del Opus Dei. Fue una llamada clara, nacida en medio del dolor.
Desde los primeros años en el colegio empezamos a involucrarnos como padres en diversas actividades, especialmente en labores sociales. Con el paso de los años, los chicos fueron creciendo y los padres nos fuimos haciendo amigos.

El dolor ofrecido, la alegría encontrada
Durante el tratamiento médico, Wei Wei escuchaba atentamente a los médicos. Sabía que las probabilidades de sobrevivir eran escasas, pero para él, como para nosotros, el verdadero pronóstico estaba en manos del Señor.
En ese tiempo, nos aferramos al rezo del santo Rosario. Acudí muchas veces a la Virgen, y sentí su consuelo maternal. Descubrimos, como familia, que en el dolor ofrecido con amor se puede encontrar la paz y la alegría.
Cuando comenzó la quimioterapia y se le cayó el cabello, Wei lo ofrecía por los sacerdotes, por las vocaciones, por el Opus Dei. Durante esos seis meses, antes de acostarse tomaba cinco medicinas a las que llamaba Jesús, José, María, Arcángel Miguel y Arcángel Gabriel. También le rezaba a su ángel de la guarda, al que acudía con frecuencia y le puso por nombre Lucho (de luchar). Y así hacía con todos sus dolores.

Un regalo de Dios
Contra todo pronóstico, Wei Wei vivió cinco años más después del diagnóstico, sabiendo que su tipo de tumor suele limitar la esperanza de vida a dos años. Terminó el colegio, aprendió a conducir, comenzó la universidad y tuvo la oportunidad de peregrinar a Lourdes para dar gracias a la Virgen.
Wei Wei fue un ejemplo de coherencia, más por sus actos que por sus palabras. Aunque sufría calambres dolorosos por la medicación, nunca se quejó y ofreció sus incomodidades por la Iglesia. Me decía que rezaba conmigo “el rosario largo” que yo rezaba con mis amigas en nuestras romerías. Era su forma de acompañarnos, de unirse al ofrecimiento.
Nos enseñó a obedecer con alegría, a aceptar lo desagradable sin protestas, a mirar la muerte no con miedo, sino como una puerta al Cielo. Wei nos enseñó a vivir con fe.
Nunca me sentí sola. Siempre supe que había muchas personas rezando por él, por mí, por nuestra familia. Fue entonces cuando descubrí la maravilla de la comunión de los santos.

La despedida
A pesar del dolor, Angie decidió que el día en que su hijo partiera debía ser una fiesta, similar a la celebración del nacimiento de un bebé, pero para su vida en el cielo.
El sábado 21 de diciembre, alrededor de las siete de la mañana, el terapista respiratorio nos avisó que Wei Wei estaba muy mal. Llamamos a toda la familia y a quienes compartieron con él su camino. Llegaron sacerdotes del Opus Dei y de la parroquia, religiosas a las que habíamos ayudado, amigos, compañeros y familiares.

Rezamos muchos rosarios. Cada uno se despidió de él… En su sepelio, un sacerdote capellán del colegio que lo conocía desde pequeño, lo recordó como “su amigo gordito de ojos rasgados”. Nos dijo que sus últimos meses de tanto dolor no los había enfrentado con rabia sino con amor a Cristo, como medio de expiación y que Dios Padre lo premiará con la alegría del Cielo… para siempre.
Al terminar la ceremonia, sus amigos y familiares entonaron villancicos. Porque cuando hay fe y esperanza, incluso en el dolor, la verdadera alegría encuentra su lugar.
