Nadie puede considerarse “experto” en el dolor; siempre tiene una dimensión de originalidad: en la forma cómo se manifiesta, en sus causas, y en las diversas reacciones que desencadena. Muchas veces nos encontramos sufriendo profundamente por motivos y razones que nunca esperamos.
El Santo Padre Juan Pablo II, escribe: «El sufrimiento humano suscitacompasión; suscita también respeto, y a su manera, atemoriza. En efecto, en él está contenida la grandeza de un misterio específico [...] el hombre, en su sufrimiento, es un misterio intangible» (1).
La principal peculiaridad del dolor humano es que plantea un interrogante existencial. «Dentro de cada sufrimiento experimentado por el hombre, y también en lo profundo del mundo del sufrimiento, aparece inevitablemente la pregunta: ¿por qué? Es una pregunta acerca de la causa, de la razón; una pregunta acerca de la finalidad (para qué); en definitiva, acerca del sentido» (2).
En efecto, cuando se emprende la búsqueda del sentido del dolor, el ser humano se cuestiona sobre el sentido de su misma existencia y trata de aclarar el alcance y el significado de su propia libertad. «¿Puedo rechazar el dolor? ¿Puedo, acaso, fijar una distancia del dolor, eliminarlo? El dolor le imprime a la vida su sentido efímero» (3).
Esta experiencia humana nos mueve a buscar la ayuda de otras personas y a ofrecer, a la vez, nuestra asistencia. La experiencia del dolor nos enseña a prestar más atención a otras personas (4). El dolor marca la diferencia entre una persona madura y equilibrada, que es capaz de enfrentar obstáculos y situaciones difíciles, y una persona que se deja llevar y absorber por sus propias emociones y sensaciones.
La interacción mutua entre el dolor y el amor
«No olvides que el Dolor es la piedra de toque del Amor» (5). Esta afirmación incisiva y profunda de san Josemaría Escrivá está relacionada con las diferentes reacciones ante el dolor.
Existe una relación entre la manera en que cada persona vive el dolor y su forma de amar, porque solamente se acepta el dolor cuando se capta que su sentido es el amor. Sólo así se puede llegar a exclamar: «Bendito sea el dolor. Amado el dolor. Santificado sea el dolor [...] ¡Glorificado sea el dolor!» (6).
En los escritos de san Josemaría, el misterio del dolor es una constante piedra de toque; se convierte en ocasión para un encuentro cara a cara con Dios, que se hizo Hombre para enseñarnos a vivir como hombres.
Al elegir la Encarnación, Jesucristo quiso experimentar todo el sufrimiento humanamente posible para enseñarnos que el amor puede superar cualquier clase de dolor. En uno de los pasajes de Camino, san Josemaría expresa: Todo un programa para cursar con aprovechamiento la asignatura del dolor, nos da el Apóstol: «spe gaudentes —por la esperanza, contentos, in tribulatione patientes— sufridos, en la tribulación, orationis instantes —en la oración, continuos» (7).
El dolor es un punto de encuentro entre la alegría de la esperanza y la necesidad de la oración. Los cristianos aceptan el dolor con la esperanza de un gozo futuro. Son plenamente conscientes de sus límites y confían en la ayuda que se implora a Dios en la oración.
No se trata del convencimiento de que la propia capacidad de afrontar las dificultades por sí mismo, ni de adoptar la posición pesimista de aquel que piensa que el sufrimiento es la última e inevitable estación en el camino de la vida, «Si sabes que esos dolores —físicos o morales— son purificación y merecimiento, bendícelos» (8).
El sufrimiento es un cruce de caminos, un lugar de paso; no es nunca la estación final. Así, la oración se convierte en un momento importante donde el sufrimiento encuentra su sentido y, con la gracia de Dios, se convierte en alegría (9).
El efecto catártico de la oración se hace realidad porque, cada vez que el hombre reza, experimenta la misericordia de Dios y comparte sus preocupaciones y problemas, recibiendo al mismo tiempo una señal casi intangible de su Amor: «¡Dios mío, enséñame amar! ¡Dios mío, enséñame a orar!» (10).
La relación entre el dolor y el amor es muy fuerte. Aquellos que aman y que se «forjan en el fuego del dolor», encuentran el gozo (11). «El Amor es también la fuente más plena de la respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento » (12). San Josemaría solía decir: «Te quiero feliz en la tierra. No lo serás, si no pierdes ese miedo al dolor. Porque, mientras ‘caminamos’, en el dolor está precisamente la felicidad» (13). Esta es una afirmación tan tajante que marca el camino hacia la felicidad, hacia el fin último del hombre.
Sin embargo, hay momentos en este recorrido en los que la experiencia del dolor forja la vida de un hombre. No se trata ya de una cuestión de aceptación o rechazo del dolor, sino de aprender a considerar el sufrimiento como parte de nuestra propia existencia y como parte del plan de Dios para cada uno de nosotros.
«El sufrimiento es también una llamada a manifestar la grandeza moral del hombre, su madurez espiritual» (14). Afortunadamente, con su libertad y su racionalidad el hombre puede afrontar con éxito los acontecimientos dolorosos.
Para poder hacerlo, debe alcanzar un nivel más alto de madurez personal, logro que no se produce de manera pasiva y tampoco puede considerarse como definitivamente alcanzada. Es necesario hacer acopio de todos los recursos espirituales y adoptar una actitud apropiada. Como afirma Viktor Frankl, la capacidad para sufrir forma parte de la propia educación; es una fase importante del crecimiento interior y también de autoorganización (15).
Actualmente, la incapacidad para afrontar el dolor y el sufrimiento, físico o espiritual, proviene precisamente de la falta de “cultura del sufrimiento”. Inicialmente, son los padres quienes temen enfrentar a sus hijos con el sacrificio. Como consecuencia, se ven tentados a darles todo y de forma inmediata. Piensan que siempre habrá tiempo para sufrir más adelante o guardan la ilusión de que estos momentos no llegarán nunca para ellos (16).
Es difícil entender cómo una persona puede resistir el advenimiento imprevisto de un dolor intenso sin haberlo experimentado antes. De hecho, estas personas están más propensas a sufrir crisis nerviosas y depresiones.
El sufrimiento experimentado por san Josemaría en su propia familia fue un modo muy práctico de adquirir la madurez que otros sólo alcanzan después de muchos años. Su biografía es ejemplar. Estuvo seriamente enfermo en su infancia; tuvo que enfrentar la muerte de tres de sus hermanas; contempló el sufrimiento de su padre ante las consecuencias de una crisis económica; se vio obligado a trasladarse a otra ciudad con el consecuente cambio en el estilo de vida.
Luego, volvió a experimentar el sufrimiento en el seminario, dolor que, aunado a muchas horas de oración ante el Santísimo Sacramento, le hizo madurar espiritualmente. Las múltiples pruebas internas y externas que el Señor le envió, requirieron una gran dosis de espíritu de sacrificio; incluso la persecución que sufrió durante la fundación del Opus Dei. Sufrió además de diabetes, enfermedad que le dejó exhausto durante muchos años.
En cierta forma, podríamos decir que no se le ahorró nada. San Josemaría siempre tuvo la capacidad de entender el sufrimiento y dolor ajenos debido a su propia experiencia personal y no simplemente por conocimiento teórico. Enfrentó el sufrimiento con fe y valentía, y con una gran paciencia humana y sobrenatural.
Los enfermos son un tesoro
«Los testigos de la cruz y de la resurrección del Cristo han transmitido a la Iglesia y a la humanidad un específico Evangelio del sufrimiento. El mismo Redentor ha escrito este Evangelio ante todo con el propio sufrimiento asumido por amor, para que el hombre ‘no perezca, sino que tenga vida eterna’. Este sufrimiento, junto con la palabra de su enseñanza, se ha convertido en un rico manantial para cuantos han participado en los sufrimientos de Jesús en la primera generación de sus discípulos y confesores y luego, en las que se han ido sucediendo a lo largo de los siglos» (17).
El Santo Padre Juan Pablo II cree que aquellos que sufren son protagonistas privilegiados del Evangelio del Dolor, que Jesucristo en persona comenzó a escribir con su propio dolor. Cada persona que sufre trae este Evangelio a la vida con su propio dolor personal. Es un Evangelio vivo, que nunca terminaremos de escribir, y que verdaderamente nos capacita para reconocer a Dios mismo en cada uno de los que sufren.
En su profecía del Juicio Final, nuestro Señor nos dice: «Entonces dirá el Rey a los que están a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque [...] estuve enfermo y me visitasteis [...] Señor, ¿cuándo te vimos enfermo [...] y fuimos a verte? [...] Y el Rey les dirá: en verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (18).
Consciente de la identificación entre Cristo y los enfermos, san Josemaría siempre intentó transmitir a aquellas personas cercanas a él, un especial cariño por los enfermos. Constantemente repitió que amaba a Dios y a los demás con el mismo corazón. Sabía cómo amar a los otros a través de Dios y ellos, a su vez, le acercaban más a Dios.
Los enfermos ocupaban un lugar especial en el corazón de san Josemaría, porque en cada uno de ellos veía la imagen de Cristo que sufre. Por esta razón, cada uno le atraía, de una manera misteriosa y fuerte, a la corredención.
En la oración, se imaginaba a sí mismo como uno de los Apóstoles, deseando reparar por su huida en el momento de la Cruz. Para reparar por las deserciones que habían aumentado tanto los sufrimientos de Jesús, deseaba que los enfermos fuesen amados de la misma manera como una madre ama con ternura a su hijo, y que nunca se les dejase solos.
«Como siempre, cuando un hijo mío se encuentra enfermo, les digo a aquellos que viven a su lado que deben cuidarle de tal manera, que no extrañe los cuidados de su madre que está lejos, y que en aquellos momentos, debemos ser como una madre para ese hijo mío, cuidándole como su madre lo hubiese hecho». Y en otro momento, «Aunque somos pobres, nunca debemos ahorrar nada en el cuidado de nuestros hermanos enfermos. Si fuese necesario, robaríamos un pedacico de Cielo para ellos y el Señor nos perdonaría» (19).
«Niño. —Enfermo.— Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula? Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos, son Él» (20). Los enfermos son un tesoro, solía decir, porque al vivir el ascetismo sonriente, que era tan preciado por san Josemaría, el enfermo puede convertir su dolencia en oración.
Se convierte en un tesoro para otros también porque, al cuidarle, practican la virtud de la caridad y se enriquecen en tanto que el cuidado que prestan es lo mejor que pueden ofrecer. La enfermedad es un tesoro para la Iglesia porque cada persona enferma participa en la Pasión de nuestro Señor en la Cruz (21).
El enfermo en estado grave, al acercarse al momento del encuentro personal con Dios, se dirige hacia ese instante de una manera especial. Este encuentro tiene un efecto de purificación profunda y, al mismo tiempo, de paz.
«“Este hombre se muere. Ya no hay nada que hacer [...]” —Fue hace años, en un hospital de Madrid. Después de confesarse, cuando el sacerdote le daba a besar su crucifijo, aquel gitano decía a gritos, sin que lograsen hacerle callar: —¡Con esta boca mía podrida no puedo besar al Señor! —Pero, ¡si le vas a dar un abrazo y un beso muy fuerte enseguida, en el Cielo!’ [...] ¿Has visto una manera más hermosamente tremenda de manifestar la contrición?» (22).
Este episodio de la vida del Fundador resume idealmente su actitud frente a la muerte y el dolor. El valor purificador del sufrimiento del gitano adquiere un dimensión ilimitada y, junto con la gracia del sacramento de la Penitencia, la muerte pierde el espectro del temor. Se convierte, en cambio, en la oportunidad que la fe de todo hombre espera: la de poder contemplar a Dios cara a cara, no como Juez , sino como Padre amoroso que nos espera para abrazarnos.
Profesionales en contacto con el dolor
No es fácil enfrentar la situación de personas que sufren diariamente y, al mismo tiempo, mantener un interés vivo por sus problemas y sus tristezas. En estas circunstancias existe el riesgo de manejar el dolor de manera anónima, intentando aliviar falsamente la atmósfera en la que deben vivir diariamente los profesionales de la medicina.
Se pueden encontrar enfermeras muy competentes a quienes el dolor ya no les afecta profundamente. En lugar de ver al paciente como un ser humano, con una visión integral de sus necesidades, centran su preocupación en lo que se requiere para responder a las necesidades clínicas de la persona.
Los médicos también se encuentran frecuentemente en peligro de considerar a los pacientes desde un punto de vista meramente pragmático, limitando su atención al diagnóstico y a las opciones terapéuticas.
Aparte del contacto con el enfermo durante las etapas de diagnóstico y planeación de tratamiento, los médicos son invisibles, absorbidos por actividades administrativas, cursos, consultas con colegas y conferencias.
Las palabras del Fundador del Opus Dei a un cirujano ortopédico son significativas. El médico le preguntó cómo era posible evadir la rutina en su profesión: «Vive en la presencia de Dios, como seguramente ya haces. Ayer he visitado a una persona enferma a quien quiero con todo mi corazón de padre, y entiendo la gran labor sacerdotal que vosotros los médicos hacéis. Pero no te enorgullezcas de esto, ¡porque todo el mundo tiene alma sacerdotal! ¡Necesitáis poner en práctica vuestra alma sacerdotal! Cuando te lavas las manos, cuando usas tu bata blanca, cuando te pones los guantes, piensa en Dios y en su sacerdocio real, al que San Pedro se refiere. Sólo así evitarás la rutina en el trabajo. Harás bien al cuerpo y también al alma» (23).
El trabajo de los médicos y de las enfermeras es una realización ininterrumpida e intangible de lo que llevó a cabo nuestro Señor durante su vida en la tierra. Sus milagros lo demuestran: los ciegos podían ver; los mudos podían hablar; los sordos podían oír; los cojos, caminar. Curó a los epilépticos y a los leprosos, e incluso resucitó muertos.
Un médico, al leer el Evangelio, no puede evitar percibir la profunda compasión de Jesús cuando se acercaba a los enfermos, tomando Él la iniciativa para ir a su encuentro y atendiendo siempre a sus súplicas. Sin embargo, el Señor sí estableció una condición: fe, una fe humana y sobrenatural en Él.
Cuando en el Evangelio aquel padre pregunta por qué los Apóstoles no habían podido curar a su hijo, Jesús responde que a causa de su falta de fe (24). Actualmente, los médicos olvidan con frecuencia la necesidad fundamental de establecer una relación de verdadera confianza con sus pacientes. Éstos se ven estimulados a poner su confianza en los medicamentos más que en la persona que se los administra. La burocratización inapropiada en la práctica médica puede efectivamente destruir la relación médico-paciente y reducirla a un mero intercambio de información y prescripciones, donde las estadísticas toman el lugar de la comunicación interpersonal.
San Josemaría Escrivá recordaba a los médicos la dimensión única que posee su relación personal con el paciente, y les estimulaba a evitar caer en la rutina en su trabajo. Les urgía a mantener su corazón a tono con el corazón de Dios. No se trataba de sentimentalismo, sino de la fuerte convicción de que no se puede ejercer la profesión médica como si fuese cualquier otra profesión, ni siquiera movido meramente por el amor a la ciencia.
En una ocasión, algunas enfermeras le preguntaron cómo podían mejorar en su trabajo, y él contestó: «Necesitamos muchas enfermeras cristianas. Vuestro trabajo es un sacerdocio, mucho más que el trabajo de un médico. He dicho mucho más porque vosotras tenéis la delicadeza, la proximidad de estar siempre cerca al paciente. Creo que para ser enfermera, se requiere una verdadera vocación cristiana. Para perfeccionar esta vocación, se requiere estar científicamente preparado y tener una gran delicadeza» (25).
En otra oportunidad, explicó aún más el anterior planteamiento: «¡Que Dios os bendiga! Pensad que estáis cuidando a la Sagrada Familia de Nazaret y que la persona enferma es Jesús [...] O pensad que es su Madre. Tratadles con amor, con cuidado, con delicadeza. Aseguraos de que no necesiten nada, especialmente la ayuda espiritual [...] Yo rezo por vosotras porque pienso en el bien o en el mal que podéis hacer. A una persona que está espiritualmente preparada, se le puede hablar de su estado con franqueza. Pero si éste no es el caso, debéis aprovechar cualquier oportunidad para ayudarles a acudir a la Confesión y a recibir la Comunión. Y llegará el momento en que la persona que está enferma, deseará que se le diga que se va al Cielo. Yo mismo conozco algunos ejemplos muy hermosos» (26).
Más de una vez, san Josemaría enfatizó la dimensión sacerdotal de este trabajo: «Me impresiona cuando me dicen algo que muchos de vosotros ya conocéis. Los médicos deben hacer lo que hacen los buenos confesores, pero en la esfera material. Los médicos deben no solo preocuparse del estado físico del paciente sino también de su alma» (27).
El prestigio profesional, una manera de dar gloria a Dios
El fundador del Opus Dei sabía cómo aplicar la llamada universal a la santidad a la profesión médica. Para buscar la santidad en el trabajo, debemos llevar a cabo la labor con perfección, con competencia profesional. «Al que pueda ser sabio no le perdonamos que no lo sea» (28). «La santidad está compuesta de heroísmos. — Por tanto, en el trabajo se nos pide el heroísmo de ‘acabar’ bien las tareas que nos corresponden, día tras día, aunque se repitan las mismas ocupaciones. Si no, ¡no queremos ser santos!» (29).
San Josemaría se refería también con frecuencia a la necesidad de que el médico tenga alma sacerdotal. «Afirmas que vas comprendiendo lo que quiere decir ‘alma sacerdotal’ [...] No te enfades si respondo que los hechos demuestran que lo entiendes sólo en teoría.— Cada jornada te pasa lo mismo: al anochecer, en el examen, todo son deseos y propósitos; por la mañana y por la tarde, en el trabajo, todo son pegas y excusas. —¿Así vives el ‘sacerdocio santo, para ofrecer víctimas espirituales, agradables a Dios por Jesucristo’?» (30).
También entendió la conexión entre la santidad y los intereses del intelecto humano: «Si has de servir a Dios con tu inteligencia, para ti estudiar es una obligación grave» (31) y «Pon un motivo sobrenatural a tu ordinaria labor profesional y habrás santificado el trabajo» (32).
Y de nuevo, dirigiéndose a los médicos, san Josemaría decía: «Imitadle; de esta manera, seréis más refinados, más cristianos cada día; no sólo más doctos, incluso más que un experto, sino más como uno de los discípulos de Cristo» (33). (...)
San Josemaría invitaba a enfermeras y médicos a comparar su trabajo con el de un sacerdote. Hablaba de su labor asignándole el calificativo de misión sagrada, por su cercanía con los que sufren, que son imágenes de Cristo en la Cruz. Su afecto y atención nos recuerdan el amor compasivo de Jesús por los enfermos durante su vida terrena.
Por estas razones, san Josemaría Escrivá se refirió con claridad a la necesidad de vivir la vocación de médico y de enfermera con una actitud verdaderamente profesional: con pericia científica, con el cuidado amoroso de una madre y con esperanza humana y sobrenatural.
Resulta difícil entender realmente la enfermedad si no se ha experimentado su carga, al menos una vez en la vida, y si no se han vivido esos momentos en los que surge la tentación de caer en la ira o en el rechazo.
San Josemaría Escrivá está capacitado para hablar tan clara y caritativamente acerca del sufrimiento y el dolor porque los experimentó en su propia vida. Pudo convivir con el sufrimiento y el dolor precisamente porque creía en el amor de Dios. Confiaba en Dios con la misma confianza que un niño pequeño tiene con su Padre. Transmitía claramente esta actitud en su predicación y sus acciones hablaban tan elocuentemente como sus palabras. Cualquiera que acuda a san Josemaría a confiarle su dolor y su tristeza aprenderá a confiar su sufrimiento a Dios.
Artículo de P. Binetti, publicado originalmente en 2002
Notas
1. JUAN PABLO II, Carta Apostolica, Salvifici doloris, 4.
2. Ibidem, 9.
3. C.S. LEWIS, Diario di un dolore, Milano 1990, p. 40.
4. Cfr. Forja, 987.
5. Camino, 439.
6. Ibidem, 208.
7. Ibidem, 209.
8. Camino, 219.
9. Cfr. Salvifici doloris, 18.
10. Forja, 66.
11. Cfr. Forja, 816.
12. Cfr. Salvifici doloris, 13.
13. Camino, 217.
14. Cfr. Salvifici doloris, 14.
15. Cfr. V. FRANKL, Homo Patiens, Brezzo di Bodero 1979, p. 98.
16. Cfr. A. MACINTYRE, Tras la virtud, Barcelona 1987, pp. 34-35.
17. Cfr. Salvifici doloris, 25.
18. Mt. XXV, 34-41.
19. Cfr. G. HERRANZ, "Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte. Palabras de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás a médicos y enfermos", en AA.VV., En memoria de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, cit., p. 164.
20. Camino, 419.
21. Cfr. P. URBANO, El hombre de Villa Tevere, Barcelona 1994, p. 235.
22. Via Crucis, III, 4.
23. Cfr. G. HERRANZ, "Sin miedo a la vida" …, cit., pp. 158-159.
24. Cfr. Mt. XVII, 14-20.
25. Cfr. G. HERRANZ, Sin miedo a la vida…, cit., p. 159.
26. Cfr. ibidem, p. 161.
27. Cfr. ibidem, p. 159.
28. Camino, 332.
29. Surco, 529.
30. Surco, 499.
31. Camino, 336.
32. Ibidem, 359.
33. Cfr. G. HERRANZ, "Sin miedo a la vida" …, cit., p. 160.