Descarga, en PDF, el artículo La formación de un gran relato sobre el Opus Dei
- Introducción
- Los grandes relatos y las interpretaciones holísticas de la realidad
- El Opus Dei en el contexto del catolicismo español de la posguerra (1940-1944): suspicacia ante la novedad
- Recelos de las congregaciones marianas (1940-1941)
- Hostigamiento de la Falange Española (1941-1944)
- El Opus Dei en el contexto de la evolución política del primer franquismo (1942-1956)
- El debate en torno a las cátedras universitarias (1940-1944)
- La pugna entre las familias del franquismo: falangistas y tradicionalistas (1951-1956)
- Los «tecnócratas» en el gobierno y la presentación del Opus Dei como grupo de poder (1957-1966)
- Culminación, globalización y crisis del gran relato (1967-1977)
- Conclusiones
Abstract: Este artículo pretende explorar, analizar e interpretar las circunstancias que han propiciado la formación de una imagen del Opus Dei a lo largo de su historia, centrándose en la época de la España franquista (1939-1975). El objetivo principal de esta investigación es indagar las causas del contraste entre la realidad del Opus Dei y la imagen proyectada por ella, pero también profundizar en los procesos que rigen este tipo de distorsiones, tan propios de las sociedades modernas y, más propiamente, postmodernas. Se parte, por tanto, de un interés temático (la imagen del Opus Dei), y también metodológico y teórico: el funcionamiento y la divulgación de los grandes relatos en las sociedades contemporáneas, así como la proyección de realidades sociales y culturales que se manifiestan en ellos.
Keywords: Opus Dei – Grandes relatos – Historiografía – España – 1939-1975.
The making of a great story about Opus Dei in Spain (1939-1975): The aim of this article is to investigate, analyze and interpret the image of Opus Dei, specially centered on the period of Franco’s rule in Spain (1939-1975). The principal objective of the research is to look into the causes of the contrast between the reality of Opus Dei and the image projected by it. A secondary objective is to explore the processes which govern these types of distortions, that are so prevalent in modern societies and indeed postmodern societies. The article starts out by studying this image of Opus Dei and then proceeds to analyze how the great stories of contemporary societies function and are disseminated, as well as the projection of the cultural and social realities that they convey.
Keywords: Opus Dei – Grand Narrative – Historiography – Spain – 1939-1975.
Introducción
El Opus Dei es hoy día una institución de la Iglesia con un reconocido prestigio. Este respeto lo ha ido ganando desde su fundación en 1928 y se ha extendido tanto a los ambientes eclesiásticos como civiles. A lo largo de su historia ha recibido muestras de aprecio y alabanzas procedentes de los más diversos lugares, ideologías, confesiones y creencias religiosas. Su erección en prelatura personal de la Iglesia Católica, el 28 de noviembre de 1982, adecuó su configuración jurídica a su naturaleza, y una multitud de personas acudió a Roma para las ceremonias de beatificación (1992) y canonización (2002) de su fundador. Sin embargo, junto a esta imagen positiva, ampliamente reconocida, se ha ido desarrollando también otra menos favorable, limitada a algunos reducidos ambientes académicos, editoriales y mediáticos, pero que por su amplia resonancia ha tenido en diversos momentos una notable repercusión social.
Como historiador interesado en el proceso de aproximación, acceso, interpretación, escritura, transmisión y recepción del pasado, siempre me ha llamado la atención el agudo contraste entre la realidad histórica del Opus Dei y su universal aceptación (que no ha cambiado sustancialmente desde la fecha de su fundación) y su imagen, que ha variado enormemente según las diversas épocas y lugares. Para cualquiera que conozca mínimamente la realidad histórica y el itinerario jurídico del Opus Dei, no deja de ser llamativa esta discrepancia entre el hecho-en-sí y su imagen re-creada.
Partiendo de la observación de este fenómeno histórico-mediático, este artículo pretende explorar las circunstancias que han propiciado la formación de una determinada imagen del Opus Dei a lo largo de su historia, centrándose en la época de la España franquista (1939-1975). No se trata, por tanto, propiamente de un estudio sobre la naturaleza de esta institución durante ese espacio y tiempo, sino más bien de un análisis de los mecanismos que han articulado la percepción que la sociedad ha proyectado sobre ella[1]. El artículo se pro-pone profundizar, a nivel global y teórico, en los procesos que rigen este tipo de distorsiones, tan propios de las sociedades modernas y, más propiamente, postmodernas. Parto, por tanto, de un interés temático (la imagen del Opus Dei), pero también metodológico y teórico (la generación, la consolidación, y el funcionamiento de los grandes relatos en las sociedades contemporáneas).
El Opus Dei ha experimentado durante su singladura la emergencia de dos imágenes contrapuestas. La primera la presenta como una realidad apostólica que ha contribuido a la difusión de la vida cristiana en medio del mundo, y valora su compromiso con algunos sectores claves en vistas al desarrollo y progreso de la sociedad, especialmente en el campo cultural y educativo. La segunda la describe como una organización conservadora que aspira a adquirir poder, y que, partiendo de una primera configuración como grupo de presión ideológica bajo la España franquista, ha ido variando su fisonomía para adaptarse a las cambiantes circunstancias históricas.
Como consecuencia de esta segunda imagen, se han generado en torno al Opus Dei una serie de mitos, deformaciones de la realidad, que han creado a su vez todo un complejo imaginario a su alrededor. Los primeros puntos de fricción están localizados en la posguerra española, en los años cuarenta, procedentes de algunos miembros de instituciones religiosas en el ámbito eclesiástico, y de la Falange Española en el ámbito civil. En 1940, algunos de los responsables de las congregaciones marianas vieron en Escrivá un competidor, e hicieron todo lo posible por desacreditarlo, acusándolo de hereje. En 1941 fue presentada una denuncia ante el Tribunal de Represión de la Masonería, acusando a san Josemaría y a la institución por él fundada de masónica. En 1942, algunos miembros de la Falange Española le denunciaron como antifalangista y enemigo, por tanto, del Alzamiento que había dado lugar al establecimiento del franquismo. Como consecuencia, a principios de los años cuarenta, el fundador del Opus Dei atesoraba ya las denuncias de hereje, masón, y traidor de la patria.
Esos hechos históricos marcan el inicio de las campañas contra el Opus Dei, y se configuran como los originantes de un gran relato con fuertes componentes ideológicos, que viene arrastrándose hasta la actualidad, asumiendo formas muy diversas. Como consecuencia, el estudio de la formación y desarrollo de este gran relato (el Opus Dei, grupo conservador interesado en el control de los centros de poder), representa un atractivo campo de investigación para los historiadores ocupados en el análisis de la dinámica de la generación, consolidación y divulgación de los relatos históricos, los mitos y los metarrelatos. Es ésta la cuestión que me propongo analizar. Mis consideraciones se moverán a nivel historiográfico; procederé pues mediante un análisis de lo ya publicado, aunque sin excluir ocasionalmente una exploración más directa de las fuentes primarias.
Los grandes relatos y las interpretaciones holísticas de la realidad
Para comprender el funcionamiento de la creación de este monstruo mediático creo que puede ser útil acudir a la noción de gran relato, que ha ido tomando cuerpo en la esfera de las disciplinas humanísticas y las ciencias sociales a partir de los años setenta del siglo pasado. Los historiadores han definido los grandes relatos como narraciones globales del pasado, capaces de transformar conceptualmente las realidades más complejas, convirtiéndolas en sencillos sistemas de conocimiento, asequibles al gran público[2]. Jean-François Lyotard, en su diagnóstico La condición postmoderna, publicado en 1979, identificó los grandes relatos con el concepto de los metarrelatos, surgidos de la racionalización de la historia a través de teorizaciones plurisemánticas, capaces de interpretar genéricamente el pasado, dar sentido al presente y abrir perspectivas para el futuro[3].
Los grandes relatos, en el sentido mencionado, son construcciones teóricas, articuladas por intelectuales, que ofrecen explicaciones simplificadas de los complejos acontecimientos históricos experimentados por una sociedad –especialmente aquellos que poseen una fuerte carga dramática y están bien asentados en la memoria colectiva– insertándolas eficazmente en la cultura popular[4]. Estos metarrelatos poseen una notable dimensión identitaria, atendiendo a la eficacia de las explicaciones históricas, la autocomprensión y la configuración de las sociedades.
Los grandes relatos son fruto de la memoria más que de la historia y, consecuentemente, no tienen por qué tener una base histórica rigurosa, aunque sí por lo menos una cierta analogía con la realidad. Suelen originarse a partir de algunos hechos más o menos bien precisados, o de testimonios más o menos directos de algunos acontecimientos, transmitidos por tradición oral. Estos hechos son reinterpretados, para ser posteriormente recogidos por intelectuales, que los envuelven en una sofisticada base científica. Finalmente, se hacen patrimonio de escritores y periodistas, quienes los transforman en historias y los divulgan en un gran relato susceptible de ser comprendido, aprehendido y asimilado por todos los miembros de la sociedad, independientemente de su nivel cultural. Una vez hechos patrimonio de la opinión pública, los políticos los utilizan con maestría a su favor, aunque rara vez consiguen manipularlos o trans-formarlos, y por esto se limitan a explotar al máximo su potencialidad hasta que pierden vigor y por tanto son sustituidos por otros de mayor vigencia.
Los grandes relatos suelen tener vigencia durante dos o tres generaciones. Después, no necesariamente se transforman o cambian, sino que más bien languidecen paulatinamente. Así, en referencia a la historia de España, el gran relato de la primera mitad del siglo XIX, por ejemplo, fue la construcción de una nación a través de la guerra de la Independencia; el del primer tercio del XX, el gran relato de la Restauración y la mitificación del Cánovas moderado; en los años que siguen a 1939, el de la reconstrucción de la España imperial; el de la Transición democrática, forjado a través del «consenso» en torno a ciertos valores fundamentales como los de reconciliación, amnesia colectiva terapéutica y democracia. Más recientemente, parece haber dominado el gran relato de la República y la Guerra Civil como imagen de las dos Españas irreconciliables, en un discurso maniqueísta y reduccionista de buenos y malos –un discurso que a su vez está siendo reelaborado en la actualidad a través de una lectura revisionista de la historia de España. No es que estos grandes relatos, aplicados a la historia de España, sean históricamente falsos, porque siempre tienen un fundamento histórico, pero su simplificación de la realidad es tan evidente que finalmente pierden su referencialidad.
El gran relato se transforma en no pocas ocasiones en un mito, aunque no tiene por qué identificarse plenamente con él. La diferencia es que el gran relato se preocupa más por la imagen perdida que por la realidad de las cosas, mientras que el mito no necesita la mediación de esa imagen, porque muchas veces el momento de su formación coincide con el del hecho real, aunque luego se deforme con el paso del tiempo o (en el proceso más habitual) se acabe idealizando ese hecho originario. Por este motivo, el gran relato a menudo se rige por el lema de que «la percepción es la realidad», o surge de aquella otra renombrada aserción de que «el medio es el mensaje», mientras que el mito no precisa ningún tipo de legitimación, porque se impone de un modo más espontáneo[5].
A los historiadores no les satisface el gran relato para el análisis del pasado, pero tampoco lo desprecian como a-histórico, porque –al igual que el mito– su existencia responde a una imagen que la sociedad, o una parte de la sociedad, se ha hecho de sí misma y, por tanto, desde este punto de vista, es histórico o, más propiamente, pertenece al imaginario histórico de una sociedad[6]. Los mitos –las historias milenarias, los héroes fundadores, los personajes mitificados– se convierten en modelos para explicar el mundo, para definir la identidad propia, tanto ad intra como ad extra, en su relación con los otros.
Tres libros publicados en España a principios de la década pasada pusie-ron de manifiesto la importancia de la creación de los grandes relatos para la consolidación de las identidades colectivas: el de José Álvarez Junco sobre la formación de la identidad española en el siglo XIX, el de Ismael Saz sobre los discursos de los intelectuales falangistas durante el franquismo, y el de Santos Juliá sobre el gran relato de las dos Españas[7]. Todos ellos parten del presupuesto de la eficacia de los grandes relatos o discursos en la formación de las identidades y de la construcción de la propia historia. Una de las conclusiones en la que coinciden es la pervivencia del gran relato de las dos Españas, que se alargó incluso más allá de las profundas crisis que han azotado al país en los dos últimos siglos: la guerra de la independencia, el desastre de 1898, la Guerra Civil, y la Transición democrática.
El caso de España es singular, pero todas las naciones pueden identificar en su pasado y en su presente la subsistencia de unas grandes tramas narrativas, surgidas del entrecruzamiento de muchas voces y generadoras de identidades colectivas. En algún momento de su historia, buena parte de los países europeos han mantenido unos relatos análogos a los creados en España –la Francia tradicionalista y revolucionaria, la Italia legal y real, la Alemania ilustrada y militarista, la América esclavista y progresista, la Inglaterra clasista e industrial– que se caracterizan por su larga duración, aunque no suelen ser atemporales porque están asociados a determinados aspectos o períodos de su historia.
Como argumenta Manuel Pérez Ledesma, la preocupación por la dualidad no duró mucho tiempo en esos países, y los relatos enfrentados sobre la identidad de la nación sólo ocuparon un papel destacado en las creaciones de sus escritores públicos en los momentos críticos de las guerras y los conflictos internacionales, o en las fases iniciales de organización de los Estados nacionales[8]. Pero, sea cual sea su duración, esos relatos influyen de modo global, independientemente de que su creación haya surgido de un pequeño grupo de intelectuales o de un único grupo mediático. El Opus Dei también ha generado uno de estos grandes relatos.
El Opus Dei en el contexto del catolicismo español de la posguerra (1940-1944): suspicacia ante la novedad
La fundación del Opus Dei data de 1928. Durante los primeros años, san Josemaría desarrolló su labor sobre todo entre los jóvenes de Madrid, tanto estudiantes como trabajadores. El Opus Dei no tuvo una especial relevancia pública durante esos primeros años, habida cuenta de la pequeñez de los orígenes. La Guerra Civil española (julio 1936 – abril 1939) puso un freno a la actividad pastoral de Escrivá de Balaguer, a causa de la persecución religiosa en la zona de control republicano, en la que residió hasta su llegada a Burgos a finales de 1937. En 1939, al concluir la Guerra Civil, el Opus Dei contaba con poco más de una decena de miembros varones, dispuestos a vivir el celibato apostólico y con conciencia explícita de pertenecer a la institución, entre ellos Isidoro Zorzano, Juan Jiménez Vargas, José María González Barredo, Ricardo Fernández Vallespín, Álvaro del Portillo, José María Hernández Garnica, Francisco Botella, Pedro Casciaro, Rafael Calvo Serer, José María Albareda[9]. Durante varios meses, el fundador pudo desarrollar su labor apostólica sin dificultades especiales, extendiéndola también a mujeres[10].
Sin embargo, ya durante ese curso 1939-40 habían surgido algunos recelos en torno al Opus Dei, provenientes sobre todo de ambientes eclesiásticos. No era, sin embargo, la primera vez que Josemaría Escrivá se veía expuesto a habladurías. Él mismo lo había anotado en sus Apuntes íntimos antes de la Guerra Civil, cuando la actividad apostólica del Opus Dei se limitaba a la Academia DYA y la Residencia universitaria de Ferraz[11]: un día de 1935 el hijo del propietario del inmueble de la Academia, le contó que alguien había dicho a su padre: «¿Cómo tienen ustedes alquilados sus pisos a DYA, que es cosa de masones? –“¡Hombre! –le replicó el propietario–, no sabía que los masones rezan todos los días el rosario tan devotamente”»[12]. Pero Escrivá no les había dado demasiada importancia pues, al fin y al cabo, siempre se había tratado de críticas más bien residuales y no estaban originadas por una campaña organizada.
Recelos de las congregaciones marianas (1940-1941)
El panorama cambió sustancialmente después de la Guerra Civil, en los primeros años cuarenta. El Opus Dei sufrió entonces una crítica más sistemática, unas murmuraciones que no cesaban, que empezaban a propagarse de un modo llamativo y que eran desproporcionadamente grandes, atendiendo a su pequeño tamaño en aquellos momentos. La realidad es que el mensaje que difundía, basado en una espiritualidad laical, se enfrentaba a un contexto eclesial donde los seglares tendían a considerarse unos fieles de segunda categoría, cuya santidad no se excluía como posibilidad, pero lo era siempre por analogía con religiosos y sacerdotes. Este renovado mensaje de santificación a través de lo ordinario no fue comprendido por todos. Algunos no sólo no lo entendieron sino que se aprestaron a ponerle freno.
Los primeros infundios contra el Opus Dei y su fundador están bien localizados en el Madrid de principios de 1940. Algunos de los miembros de la Obra comentaban a Josemaría Escrivá lo que oían en la universidad en contra de su persona y de la institución que había fundado. Corría la voz entre algunos círculos de estudiantes, en la Universidad o en las Escuelas Especiales, que el oratorio de Jenner –residencia de estudiantes promovida por el Opus Dei en Madrid en 1939– estaba decorado con signos masónicos y cabalísticos, se comulgaba con formas perfumadas, había cruces sin crucificado, y se respiraba un ambiente enrarecido[13]. Escrivá se resistía a creer en la entidad de esas críticas, hasta que en la primavera de 1940, comprobó que quienes las estaban divulgando pertenecían a la Congregación Mariana de Madrid, cuyos dirigentes eran eclesiásticos influyentes tanto en el mundo clerical como en el civil[14].
Escrivá supo entonces que el jesuita encargado de esa Congregación, Ángel Carrillo de Albornoz, propagaba entre los jóvenes congregantes que el Opus Dei era una sociedad secreta, herética y de cuño masónico. Habló con el jesuita para llegar a un acuerdo de comunicarse recíprocamente cualquier crítica peyorativa que llegase a su conocimiento, bien contra el Opus Dei o bien contra las congregaciones marianas[15]. Las críticas de Carrillo podían estar condicionadas por el bienintencionado deber de preservar las congregaciones marianas, pero, en todo caso, eran infundadas. Ya un tiempo antes, san Josemaría había dirigido una carta al obispo de Madrid, Leopoldo Eijo y Garay, fechada el 23 de abril de 1940, en la que reconocía haber detectado esas habladurías desde «hace meses», lo que puede retrotraernos incluso a finales de 1939[16].
De este modo empezó a configurarse el gran relato en torno al Opus Dei. Este gran relato surgió significativamente de diversos sectores relacionados con el mundo eclesiástico, no del ámbito laicista, anticlerical o anti-católico. Se juzgaba al Opus Dei como una institución novedosa surgida en el seno de la Iglesia, pero que de hecho la perjudicaba, porque enseñaba y practicaba doctrinas sospechosas de herejía o cuanto menos dudosas, por divulgar una llamaba a la santidad a través de lo ordinario que ponía en entredicho la excelencia de la vocación religiosa. La crítica de masónica contenía, por lo demás, unas evidentes connotaciones religioso-políticas, que en el ambiente clerical de la España del primer franquismo podía implicar el inicio de un proceso judicial con eventuales repercusiones penales.
Una carta de Josemaría Escrivá al obispo de Murcia, datada el 15 de septiembre de 1940, ayuda a entender el fondo de la cuestión:
Tengo noticias fidedignas de que un Sr. Consiliario de la Juventud de A.C. masculina de Murcia ha dicho a la letra: «que la labor (la que vengo haciendo desde hace doce años, pegadito a mi Ordinario y a los Ordinarios de los lugares donde trabajo) está expuesta a una excomunión del Papa: que él [el Consiliario] está perfectamente enterado de sus alcances, pero que a los Obispos sólo les contamos lo que nos conviene, etc.». Todo esto es totalmente calumnioso, y de su gravedad juzgará mi Señor Obispo[17].
Este es uno de los documentos que testimonian que Escrivá de Balaguer procuró contar con el apoyo y la aprobación de los obispos, tanto en Madrid como en las otras ciudades donde el Opus Dei iba asentando su actividad apostólica; así lo confirman además sus continuas peticiones a los obispos, vía epistolar, de permisos para abrir residencias e instalar sagrarios[18].
En diciembre de 1940 las críticas se extendieron a Barcelona, adquiriendo formas análogas a las de Madrid, aunque asumieron formas más dramáticas. Manuel María Vergés, director de las influyentes congregaciones marianas que dirigían los jesuitas en esa ciudad, introdujo algunas citas de Camino en su predicación de la Novena a la Inmaculada de 1940 para extraer de esas citas la conclusión de que las enseñanzas que contenían eran heréticas[19]. A mediados de enero de 1941, Vergés predicó una homilía donde criticaba explícitamente esta «nueva espiritualidad» que «permite mentir a sus miembros puesto que me consta positivamente que algunos lo son y me lo han negado» y que además pretendía llevar a la convicción de que almas entregadas a Dios podían perseverar «sin ningún distintivo, con americana y corbata, libres para ir a donde se les antoje»[20].
Las ideas que contenían las homilías de Vergés son particularmente relevantes para los objetivos de este artículo, porque explican muy bien el funcionamiento de la gestación de los grandes relatos: se parte de la base de un fundamento real (los miembros del Opus Dei, laicos, no llevaban distintivos y, aunque no negaran su pertenencia al Opus Dei estaban en su derecho de no declararla innecesariamente, y además algunos de los aludidos por Manuel María Vergés, como Alfonso Balcells, no lo eran en ese momento) que es tergiversado, dando lugar a la creación de un relato, que se divulga rápidamente. El caso del jesuita Vergés es además especialmente significativo, pues el citado Alfonso Balcells ha narrado en su autobiografía, con bastante detalle, los hechos mencionados y el proceso posterior de rectificación del jesuita, quien actuó siempre de buena fe pero muy condicionado por la mentalidad clerical de aquella época[21].
En todo caso, las calumnias de Barcelona y Madrid se fueron difundiendo entre las familias de los que habían solicitado su admisión en el Opus Dei. Durante el curso 1940-1941, algunos religiosos visitaron a los padres de los que frecuentaban el centro del Opus Dei en Barcelona, llamado El Palau. Argumentaban que sus hijos, junto con otros jóvenes, estaban siendo imbuidos de unas peligrosas y novedosas ideas, que se enfrentaban a la tradición secular de la Iglesia. Uno de esos jóvenes, Rafael Escolà, explicaba que «enseguida visitaron a mi familia para contarles que la Obra era una “herejía muy peligrosa”, que a nosotros “nos iban embaucando poco a poco”, que Josemaría Escrivá “era diabólico” y que por hacer oración les calificaban de “iluministas” y que también practicaban “ritos inventados”»[22].
Se repartieron hojas en círculos eclesiásticos, llenas de acusaciones contra la persona de Josemaría Escrivá y de la institución por él fundada. Una de esas notas es especialmente significativa del relato que se estaba tejiendo sobre el Opus Dei desde esos ambientes, y que tanta influencia tendría después:
Opus Dei. Mandatos y normas a sus afiliados. Retraerse del Director Espiritual, ocultándole siempre el pertenecer al Opus. Ningún religioso es católico. – No hacer Ejercicios Espirituales. – La perfección está en nosotros sólo. – No decir nada al confesor (acerca del Opus) pues juzgamos que no nos puede comprender. – El sentir de las Congregaciones no es adecuado al siglo XX. – El P. Escrivá, autor del libro Camino dirige la institución. – Hemos de ser pocos y lo más selecto. – No aceptamos las Órdenes religiosas pero sí el clero secular. Hace algo más de un año que funciona esta institución. – El Card. Primado Dr. Gomá dijo antes de morir que A.C. debía expulsar a tales individuos que en ella buscaban adeptos. – Santa coacción. Santa desvergüenza. Santa intransigencia. – Donde veas una cruz de palo sin figura de Cristo, has de ver el lugar en que te has de crucificar[23].
La confusión rebasó pronto el ámbito de las congregaciones marianas y se difundió entre los fieles, también por iglesias y conventos. De la primavera de 1941 es un suceso bien ilustrativo, que relata uno de los primeros miembros del Opus Dei en Barcelona, Laureano López Rodó:
Recuerdo que en una ocasión D. Pascual Galindo, sacerdote amigo del Padre, fue a Barcelona y estuvo viéndonos en el Palau. Nos insistió en que fuéramos al día siguiente a oír la Santa Misa que él celebraría en un colegio de monjas situado en la esquina de la Diagonal y la Rambla de Cataluña. Asistimos a la Misa y comulgamos (lo cual entonces era muy poco frecuente). La Superiora y alguna otra monja allí presente quedaron muy «edificadas» y nos invitaron a desayunar con D. Pascual Galindo. En pleno desayuno D. Pascual le dijo a la Superiora: «éstos son los herejes por cuya conversión me pidió Vd. que ofreciera la Misa». La pobre monja a poco se desmaya: le habían hecho creer que éramos una legión numerosísima de verdaderos herejes y se encontró con que éramos unos pocos estudiantes corrientes y molientes que asistíamos a Misa con devoción y comulgábamos[24].
En el fondo de esos malentendidos se percibe el recelo de algunos eclesiásticos que consideraban que el Opus Dei llegaba con la intención de poner en entredicho el valor de la vida consagrada y de asumir labores tradicionalmente promovidas por los religiosos. El Opus Dei supondría algo así como una institución que venía a enturbiar la paz interna de la Iglesia y llevarse a algunas vocaciones que estaban destinadas a la vida consagrada. Para algunos de los religiosos de aquella época, predicar la santificación en medio del mundo tal y como lo hacía el fundador del Opus Dei era cuanto menos arriesgado. Y en todo caso el Opus Dei aparecía, a sus ojos, como una institución que pretendía competir con los religiosos por el monopolio del apostolado. Josemaría Escrivá lo señalaba el 31 de mayo de 1941 –cuando empezaban a experimentarse con especial virulencia los ecos de la campaña contra el Opus Dei– en una extensa carta al obispo de Madrid, en la que concluía que todo era cuestión de que algunos religiosos temían que iban a perder vocaciones[25].
Es sintomático analizar la trayectoria de dos de los principales detractores del Opus Dei en sus primeros años (los padres jesuitas Ángel Carrillo de Albornoz y Manuel Vergés), que son representativos de los dos principales focos del hostigamiento (Madrid y Barcelona), y escenifican la importancia de las congregaciones marianas en la divulgación de esas calumnias.
Ángel Carrillo de Albornoz era uno de los religiosos más influyentes de Madrid, sobre todo por su labor en las congregaciones marianas, a las que acudían muchos jóvenes de la ciudad. Carrillo empezó a criticar al Opus Dei, porque no admitía que pudiera haber una espiritualidad basada en la santificación de las tareas ordinarias, fuera del estado religioso. Además, recelaba del Opus Dei, porque consideraba que estaba provocando la salida de jóvenes de las congregaciones marianas, que tradicionalmente eran la cantera de las vocaciones jesuitas.
Carrillo había sido un abogado brillante del gobierno de España antes de entrar en los jesuitas y tenía un fuerte atractivo personal. Había sido capellán de las fuerzas nacionales durante la Guerra Civil y tenía un gran prestigio entre los propios jesuitas, por lo que no es extraño que muchos de ellos le siguieran en su hostigamiento contra el Opus Dei. Después de un período en la curia jesuita de Roma, Carrillo decidió abandonar la orden en 1951. Escribió entonces al superior de la orden en Suiza y le devolvió el dinero que la orden le había dado para llegar ahí. Terminó en París, donde un empresario le empleó como jefe de sus operaciones comerciales. Carrillo contrajo matrimonio en una iglesia protestante de París. Enterado de esa situación, el fundador del Opus Dei se preocupó por ayudarle a arreglar su situación moral y jurídica[26]. Murió en París en 1981.
El otro caso es el del ya mencionado Manuel María Vergés. Su historia tiene un final menos dramático. Alfonso Balcells, que –como ha quedado dicho– frecuentaba la labor del Opus Dei en Barcelona sin pertenecer por aquellos años a la institución, fue dramáticamente expulsado de la Congregación («por Judas y traidor»), en enero de 1941[27]. Después de su expulsión, se produjo una tensa conversación en casa de los Balcells, en la que Alfonso expuso ante su familia la enorme sorpresa que se había llevado con la actuación de Manuel Vergés, atribuyéndola a un gigantesco malentendido. El padre, convencido finalmente de la sinceridad de su hijo, fue a hablar con el jesuita, quien quedó bastante convencido de su error. De hecho, meses más tarde de los tensos acontecimientos de la expulsión, Vergés preguntó con afecto a Santiago Balcells por su hermano Alfonso, demostrándole que aquella crisis estaba superada y que todo había sido un malentendido. Años más tarde, Vergés acudió a la primera Misa de un sacerdote catalán del Opus Dei, Jaume Planell, celebrada en el colegio La Salle de Barcelona. El gesto fue considerado por todo el mundo como una manifestación de su voluntad de reconciliación[28]. Vergés moriría en 1956, dejando tras de sí una estela de hombre apostólico y fiel a la Iglesia Católica[29].
Los itinerarios de Carrillo y Vergés, tan divergentes, ratifican que las críticas vertidas contra el Opus Dei por aquellos eclesiásticos durante los años cuarenta respondían sobre todo al desconcierto que producía en algunos la novedad del mensaje de Escrivá sobre la búsqueda de la santificación a través de lo ordinario.
Durante el verano de 1942, se repitieron en Valencia hechos análogos a los que se habían producido meses antes en Madrid y Barcelona. La familia de Florencio e Ismael Sánchez Bella fue alertada del peligro que corrían sus hijos si seguían frecuentando los centros del Opus Dei: «A mis padres fueron a verles dos eclesiásticos y les dijeron tales falsedades, quizás pensando que obraban de buena fe, que mis padres nos amenazaron con expulsarnos de casa si volvíamos a ir por algún Centro del Opus Dei»[30]. Especialmente significativo es el testimonio de Amadeo de Fuenmayor, a quien su madre le contó que un jesuita le había visitado para prevenirle contra el Opus Dei, aduciendo que a «los del Opus Dei os tienen alucinados porque os hacen creer que se puede ser santo en medio del mundo». Fuenmayor concluye: «Ésta era la causa de mi lamentable desvarío. Ésta era la gran herejía, que –de no abandonar el Opus Dei– arrastraría mi alma al precipicio»[31]. Sucedió algo parecido con los padres de Javier de Ayala en Zaragoza: «algunos PP. de la Compañía, allí en Zaragoza, inquietaron a mi familia gravemente, acusando al Siervo de Dios de haber fundado una secta, especie de masonería, siendo como los antiguos iluminados, que terminaron en el infierno»[32].
Todos estos acontecimientos urgieron al fundador a seguir los consejos del obispo de Madrid, Leopoldo Eijo y Garay, quien tiempo atrás le había sugerido la conveniencia de que el Opus Dei contara con una aprobación jurídico-canónica, aunque fuera provisional y de ámbito diocesano[33]. Hasta entonces, a Escrivá le había parecido suficiente contar con la aprobación explícita de los obispos de las diócesis españolas donde el Opus Dei había iniciado su labor, sin considerar necesaria una aprobación de tipo jurídico. Pero, ante la insistencia de Eijo y Garay, y la experiencia de los primeros malentendidos, accedió a su petición y el Opus Dei fue aprobado como Pía Unión por el obispo de Madrid el 19 de marzo de 1941.
Hostigamiento de la Falange Española (1941-1944)
Sin embargo, esta medida no parece que tuviera demasiada eficacia para acallar las calumnias, al menos vistas las cosas a corto plazo, ya que en los años 1941-1943 continuó la campaña de desprestigio en algunos ambientes clericales. Se produjo además una intervención de la autoridad civil, que hasta ese momento se había mantenido al margen. De este modo, el gran relato del Opus Dei como una herejía católica se extendió también al mundo civil con la naturalidad con la que se entrelazaban los asuntos políticos y religiosos en el primer franquismo[34].
De hecho, el asunto llegó hasta el gobernador civil de Barcelona, Antonio Correa Veglison, quien llamó a comparecer a Alfonso Balcells. Este no sería miembro del Opus Dei hasta enero de 1943, pero el piso donde se realizaban las actividades apostólicas estaba a su nombre. Este joven consiguió convencer al gobernador de que las críticas de «secta iluminista o algo parecido» eran infundadas. Balcells había sido alertado en mayo de 1941 por el doctor Torrent, compañero suyo de Facultad, quien le hizo saber que existían gestiones para impedir su acceso a médico de guardia del Hospital Clínico de Barcelona, con el pretexto de pertenecer a una secta herética[35]. Que una autoridad civil se preocupara por un asunto de alcance espiritual, y lo hiciera «apasionadamente», como lo testimonia el abad de Montserrat, Aurelio María Escarré, en carta que unos meses más tarde dirigió al obispo de Madrid, muestra bien a las claras el tipo de sociedad en que caló este inicio de gran relato[36].
Por su parte, ante ese conjunto de hechos, Balcells escribió al obispo de Madrid, quien le respondió, intentando serenarle:
Querido Sr. mío: Recibí la carta que me escribió V. por indicación del Excmo. Sr. Obispo de ahí. Ya lo sabía yo sobradamente, nuestro D. José Mª no deja de comunicarme nada. ¡Ya ve V. qué sociedad secreta! Dios N.S. le premiará a V. todo; súfralo por Él y por el Opus, y con mucha caridad y perdón. Ya se hacen gestiones para que no prospere este atropello. Escribo además a ese Sr. Obispo. Creo que enseguida se calmará el temporal. De corazón la bendice su afm. (afectuosísimo) en N.S., + El Obispo de M., Madrid, 2.VI.1941[37].
La carta, conservada en el Archivo del Opus Dei, lleva un significativo autógrafo de Escrivá, que anota con su característica caligrafía de gruesos trazos que en aquel momento Balcells no era del Opus Dei. Las palabras del obispo debieron consolar al joven médico catalán, pero no fueron precisamente proféticas en la afirmación de que «enseguida» amainaría el temporal.
Consta, en efecto, que no mucho después de esa carta fue presentada una acusación ante el Tribunal de Represión de la Masonería, que había sido constituido unos meses antes, el 10 de septiembre de 1940. El ponente, González Oliveros, comunicó que se denunciaba a un grupo de personas, dirigidas por el padre Escrivá, de formar una rama masónica con concomitancias con las sectas judaicas. La trama judeo-masónica, tan típica de la psicología complotística de la España del primer franquismo, entraba en escena. Esta idea era, por otra parte, heredera de una tradición procedente de la Ilustración francesa del siglo XVIII, que había calado en los sectores cultos más conservadores de toda la cristiandad occidental, incluida la protestante.
Escrivá conoció estos hechos, entre otras fuentes, gracias a un buen amigo, que por aquel entonces ejercía de magistrado, Luis López Ortiz, quien ha dejado un relato de los hechos:
Siendo yo Secretario General del Tribunal Especial de Represión de la Masonería, el Director General de Seguridad transmitió al Presidente del Organismo, el General Saliquet, entonces también Capitán General de Madrid, una denuncia contra el Opus Dei, formulada por un Padre de la Compañía, cuyo nombre no supe, en la que se estimaba que aquel era un rebrote masónico, que se dedicaba a desviar vocaciones que hubieran acrecido a los Jesuitas y sobre todo a arrinconar los Ejercicios Ignacianos, con el fin de descristianizar la juventud.
El Tribunal estaba entonces compuesto, a más del Presidente, por los Generales Rada y Borbón, Don Wenceslao González Oliveros, Don Juan José Pradera y Don Marcelino Ulibarri. El Presidente nombró una Ponencia integrada por González Oliveros y Pradera, a la que los socios de la Obra, según los ponentes refirieron, se les facilitó solícitamente la investigación. El resultado se expuso prolijamente de palabra por D. Wenceslao, el cual no escatimó juicios colectivos elogiosos ni alabanzas. Cuando llevaba largo rato en el desenvolvimiento de su informe, mencionó, un tanto de pasada, que los socios de la Obra viven, entre otras virtudes, la castidad. El General Saliquet, que en contraste con su ruda apariencia, era hombre muy agudo, preguntó si la Ponencia había observado alguna fisura en el acatamiento a la castidad, y el Sr. Oliveros, al igual que el Sr. Pradera, manifestaron que no había ni asomo de duda sobre la honestidad de todos los socios. El Presidente entonces decidió, que no se hablara más de la denuncia y que se archivara el asunto, pues él jamás comprendería la utilidad de que un masón, para sus fines, tuviera que vivir la castidad. Aserto que compartió el Tribunal en pleno. La “sentencia”, salomónica si se quiere, conocida por referencias, fue muy celebrada por los denunciados, a los que por entonces se les dejó tranquilos a este respecto. Digo por entonces pues siempre reverdecía alguna insidia, que quedaba prejuzgada por la decisión primaria[38].
No se trató, por lo demás, de un hecho aislado. Entre el 14 y el 20 de diciembre de 1941, Josemaría Escrivá estuvo predicando unos ejercicios espirituales a algunas jóvenes universitarias en Valencia, organizados por la Acción Católica en el convento de las religiosas del Servicio Doméstico. Una de las asistentes, María Teresa Llopis, estudiante de química, le reconoció al propio Escrivá que había sido enviada por algunos políticos para espiarle. Según ella, se preparaba una denuncia por masonería y misterismo, una acusación urdida por algunos concejales del Ayuntamiento de Valencia con el respaldo del comisario de policía[39]. El objetivo era clausurar la residencia que el Opus Dei tenía en Valencia, en la calle Samaniego. La trama se evitó a través de la mediación de Antonio Rodilla, vicario general de la Diócesis de Valencia, pero las investigaciones continuaron, generando incluso situaciones grotescas como la del espionaje a que fue sometido Escrivá. Él mismo narra la conversación que mantuvo con María Teresa Llopis durante esos ejercicios:
Una de las ejercitantes, María Teresa Llopis, que estudia Ciencias Químicas, pasó a hablar conmigo y me contó, en resumen, lo siguiente: 1/ Que se había sentido muy conmovida, al oírme hablar de la caridad, y se creía obligada a decirme que hay personas empeñadas en calumniarme. 2/ Que le habían asegurado que yo soy masón, y que mi nombre está en un fichero que tiene el gobernador civil de Valencia. Que esto se lo contó ella a D. Salvador Escrivá, actual Rector del Patriarca, quien le aseguró que eso no es verdad. 3/ Que hay quienes cuentan cosas tremendas, horribles, de la Residencia de Samaniego. 4/ Que a ella le han propuesto que sirva de espía, para que la policía pueda sorprender las actividades masónicas de la Residencia. 4/ [sic] Que le aseguraron que yo dirijo esta Residencia de Samaniego. 5/ Que quien ha dicho todo eso y le ha propuesto el espionaje es persona de comunión diaria, dirigida de un padre jesuita, que está en contacto con el gobernador y con el ayuntamiento. 6/ Que esta misma persona le aseguró que se habían encontrado en nuestra casa paños negros y signos masónicos; y que esto lo han dicho chicos que han estado en la Residencia. 7/ Que hubo un revuelo en la Universidad, con motivo de adelantar las vacaciones, y que ha habido que sancionar a diez alumnos de ciencias: dos de ellos –y dio nombres: Muñoz y Botella–, de Burjasot, capitanes rojos; y los demás de Samaniego. Todos estos eran los cabecillas. Los estudiantes rojos están en Burjasot y en Samaniego. Esto se sabe (así dijo) por las fichas que hay en la secretaría. [...] 11/ Continuó la muchacha –Mª Teresa– diciendo que el plan es enviar policía a Samaniego.
Escuché en silencio –estoy tan acostumbrado, Jesús mío– y le hice ver la obligación grave de comunicar lo que sabía a la Autoridad Eclesiástica. Me prometió hablar con el Sr. Vicario General.
Hoy, viernes, ha vuelto a verme la Srta. Llopis. [...] [Y ella afirmó]: “Esto viene del P. Lacruz, que es el director del capitán Cerezo, y del P. Segarra, el Superior. Estoy segura”. 4/ Me explica que es el capitán Cerezo, de la policía armada, quien ha hablado con ella y le ha propuesto ser espía. 5/ Me asegura que, como metieron a ella, han metido en el asunto a concejales de Valencia y al comisario de policía[40].
La última frase es interesante, porque es una muestra fehaciente de la facilidad con que se podía pasar por aquel entonces de la esfera eclesiástica a la política, sin solución de continuidad, lo que aumentaba el riesgo real de los malentendidos o incluso la posibilidad del inicio de imputaciones judiciales. Unos meses más tarde, el 16 de enero de 1942, fue redactado un Informe Confidencial sobre la Organización Secreta Opus Dei, elaborado por la Delegación de Información de la Falange en Madrid. Allí se acusaba a la institución de oponerse a los fines del Estado por internacionalismo, clandestinidad, intromisión en la vida intelectual y el orden de ideas propugnado por el Caudillo, sectarismo, actividad contra el Movimiento y utilización de la Iglesia para fines partidistas[41].
Casi por las mismas fechas, en marzo de 1942, Carlos Rodríguez de Valcárcel, jefe Nacional del SEU (Sindicato de Estudiantes Universitarios) e influyente político de la Falange, fue a visitar al obispo de Madrid, Leopoldo Eijo y Garay. Como resultado de la campaña promovida contra el Opus Dei, venía a consultar al prelado sobre la sociedad «secreta y masónica» fundada por Josemaría Escrivá. El obispo defendió al fundador del Opus Dei no sólo porque estaba convencido de su santidad sino también por su patriotismo, tal como relató años después Eduardo Alastrué, quien también estuvo presente en la tensa entrevista[42].
Cualquiera que conozca mínimamente el peculiar ambiente de la España de aquellos años sabe que esa acusación, y las análogas antes mencionadas, eran para tomárselas en serio. De hecho no prosperaron, pero no dejaban de ser peligrosas para el fundador del Opus Dei, porque provenían de ambientes falangistas que tenían gran relevancia política e influencia en el Gobierno, y actuaban con una fuerte conciencia de partido único[43]. Cualquier otro criterio político era considerado antipatriótico y sujeto, por tanto, a persecución. Cualquier acusación de herejía o sospecha de heterodoxia podría comportar también la apertura de un proceso penal por atentar contra la integridad del régimen político hegemónico en España.
Durante los años 1943 y 1944 continuaron las acusaciones. A principios de 1943, uno de los miembros del Opus Dei, Eduardo Alastrué, fue investigado, según contó a Escrivá un amigo, por «pertenecer a una sociedad secreta, enemiga de la F.E. (Falange Española), que está en connivencia con la embajada inglesa», y que esperaban «ir conociendo las amistades de Alastrué, para hacer con todos una buena redada»[44]. El 6 de febrero de 1943 se presentó en la residencia de la calle Diego de León de Madrid un agente del Servicio de Información de la Falange, enviado a sonsacar noticias con el pretexto de ver cómo estaba organizado el abastecimiento de la casa. El relato de José Manuel Casas Torres, director de la residencia, tiene también interés:
Esta mañana llegó un agente del Servicio de Información de la Delegación de Falange; le pasaron al despacho y bajé a verle. Me enseñó su documentación y me dijo venía a ver como teníamos organizada la cuestión de abastecimientos. Le contesté que el encargado de ello no estaba, pero que podía enseñarle las cartillas y tal vez darle algún dato más. Mientras iba a buscarlas pasé aviso al Padre [a Josemaría Escrivá], que me dijo, como es lógico, que se las enseñara y le facilitara su labor en todo. Bajé con ellas, las vio, sin concederles gran importancia, y comenzó a pre[gun]tarme a quién pertenecía la Residencia, cuantos chicos había y cómo se ingresaba [...].
En esto entró el Padre en el despacho [...]. [El Padre] le hizo ver además que esto era un atropello y una falta de delicadeza y que hubiera bastado dirigirse personalmente a él para obtener todos los informes, sin necesidad de andarse con tapujos ni misterios. El muchacho no negó, sino que preguntó que qué era esa institución. El Padre le dijo que era una organización de carácter religioso que ejercitaba el apostolado entre intelectuales, y, añadió, que por eso mismo era tanto más de lamentar lo que se había hecho, y más todavía siendo una institución aprobada por la Iglesia. Después le hizo ver cómo en los comienzos de muchas instituciones excelentes, de carácter religioso, el Señor ha permitido la contradicción e incluso la persecución de los buenos, y cómo en casa había ocurrido lo mismo, y se habían vertido sobre el Opus una serie de calumnias, aunque ya había cesado esta campaña[45].
Paralelo al hostigamiento de la Falange, continuaron también los recelos por parte de algunos clérigos. La diferencia fundamental de estos ataques, respecto a los originarios de principios de los años cuarenta, es que a mediados de esa década el Opus Dei estaba ya extendido por las ciudades más importantes de España, y por tanto su precariedad era menor. Además, y quizás más importante, el Opus Dei había recibido poco antes la primera aprobación jurídica por parte de la Santa Sede, con el nihil obstat para la erección diocesana de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, el 11 de octubre de 1943.
Los años 1945 y 1946 supusieron una tregua. En el verano de 1946, Escrivá se trasladó a Roma para seguir personalmente las gestiones para la concesión de una nueva aprobación jurídica, que llegaría el 24 de febrero de 1947 a través del Decretum laudis, que dotaría al Opus Dei de un régimen jurídico universal, amparado en la nueva figura de los institutos seculares[46]. En diciembre de 1947, san Josemaría podía escribir, en referencia a la atenuación de los ataques al Opus Dei: «Se han calmado bastante las aguas»[47]. Por otra parte, su estancia en Roma –donde fijó su residencia de modo permanente a partir del verano de 1946, aunque con frecuentes viajes a España hasta 1949– favoreció la disminución de las calumnias en su país natal.
Todos estos malentendidos fueron especialmente dolorosos para el fundador y los primeros miembros del Opus Dei por tres razones: en primer lugar, porque faltaban a la verdad respecto a una institución recién nacida, lo que la hacía evidentemente más vulnerable a los golpes y comprometía su futuro; la segunda, porque parte de los ataques provenían de personas que, por su condición religiosa, estaban entregadas a Dios y, conscientemente o no, cometían una injusticia; la tercera, porque en muchas ocasiones, cuando la calumnia llegaba a los obispos, paralizaban o hacían de hecho inviable la labor apostólica del Opus Dei en esas diócesis, como consecuencia de la inalterable costumbre del fundador de no iniciar nunca el trabajo en una diócesis cuyo obispo no diera su consentimiento explícito para iniciar esas tareas.
En esos años, para definir los ataques, Josemaría Escrivá solía utilizar –y siguió haciéndolo en el futuro– una fórmula de profunda raigambre en la tradición espiritual española desde Santa Teresa: «la contradicción de los buenos». Las críticas habían surgido de personas vinculadas a prestigiosas instituciones religiosas, con siglos de historia, por lo que el Opus Dei era de hecho considerado en esos ambientes una fundación espuria, que había que purificar. El fundador del Opus Dei preveía a la vez –y así lo manifestó en más de una ocasión– que esas críticas podrían acabar siendo recogidas por personas no católicas, con daño no sólo de la Obra, sino de la Iglesia, lo que le dolía profundamente. El tiempo le dio la razón.
El Opus Dei en el contexto de la evolución política del primer franquismo (1942-1956)
Más allá de los acontecimientos reseñados, en los que se ponen de manifiesto tanto el recelo de cierto mundo clerical como el hostigamiento de la Falange, el gran relato sobre el Opus Dei fue pivotando cada vez más hacia la esfera pública, concretamente la política, trascendiendo los ambientes eclesiásticos. Como consecuencia, a partir de los años cincuenta el Opus Dei pasa a ser considerado por algunos como una amenaza reaccionaria en lo político y conservadora en lo religioso –acusaciones en las antípodas de las anteriores, tanto desde el punto de vista religioso como ideológico. Pero éste es el mecanismo de generación de los mitos y los grandes relatos, que precisan de medias verdades para fundamentar su alto poder ejemplarizante y generalizador, basados en buena medida en la ficcionalización.
Como todos los mitos, esta nueva fase del gran relato arraiga en un contexto y circunstancias históricas determinadas. En este caso, el contexto es la propia evolución del franquismo en los años cincuenta, durante los cuales el falangismo perdió su supremacía como fuerza política e ideológica hegemónica. La idea distorsionada de asimilar el Opus Dei a una fuerza política y económica surge de identificarlo como una de las familias que entonces empezaron a rivalizar por los nuevos espacios públicos generados ante el vacío dejado por la Falange a finales de los años cincuenta. De ahí emerge también la idea del interés del Opus Dei por controlar el poder político. Aunque este relato se teje y consolida en torno a la falseada idea de los tecnócratas del Opus Dei, antes de su emergencia en 1957 se habían producido dos fenómenos, que conviene rastrear también en este capítulo: el debate en torno a las cátedras –a principios de los años cuarenta– y el enfrentamiento cultural entre las familias tradicionalistas y falangistas a principios de los cincuenta.
El debate en torno a las cátedras universitarias (1940-1944)
El ámbito cultural e intelectual fue uno de los más perjudicados por la ruptura que supuso la Guerra Civil. Una buena parte de los intelectuales se habían exiliado y muchos otros habían optado por quedarse en el país, pero no pudieron desarrollar su labor con normalidad. La universidad, en concreto, se encontró con la necesidad de renovar sus profesores en un breve período de tiempo. Se inició entonces un proceso muy intenso de reconstrucción de la universidad como centro neurálgico y punto clave de recuperación cultural en el que intervinieron buena parte de los intelectuales del país que sintonizaban con el régimen, pero también otros que, sin estar entusiasmados con la situación generada después de la Guerra Civil, consideraban un deber para con España –y, en el caso de personas de honda formación católica, para con la propia conciencia– intervenir en el debate cultural[48].
En este contexto es donde hay que situar el revuelo causado por el acceso a cátedras de un número reducido pero significativo de miembros del Opus Dei[49]. Algunos llegaron a hablar incluso del «asalto del Opus Dei a las cátedras». En concreto, se difundió el rumor de que el ministro José Ibáñez-Martín favorecía a los candidatos que pertenecían a la Acción Católica, a través de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, y al Opus Dei. La posición del ministro en esta cuestión era, en efecto, determinante: según la ley de 1943 el ministro de Educación Nacional designaba directamente a los cinco miembros del tribunal de oposición a cátedra. Ibáñez-Martín era propagandista, y no cabe duda de que vería con buenos ojos a candidatos a cátedra católicos y con un curriculum digno de la plaza vacante. Entre ellos, los había provenientes de los propagandistas –por cuyo Boletín sabemos que se exhortaba a sus miembros a opositar y obtener cátedras– y también otros del Opus Dei, éstos sobre todo en las ramas de las Facultades de Filosofía y Letras.
Sin embargo, las personas que pertenecían a los propagandistas o al Opus Dei eran sólo una parte de los concurrentes a cátedras, y de los que finalmente las obtuvieron. En este sentido, las notas de «católicos y prestigiosos», condiciones para el acceso a cátedra, no eran ni mucho menos exclusivas de los propagandistas y de los miembros del Opus Dei, sino que podían aplicarse a casi todos los opositores de los años cuarenta. En 1941, concretamente, sólo un miembro del Opus Dei, José María Albareda, era catedrático y únicamente once miembros del Opus Dei obtuvieron la cátedra a lo largo del quinquenio 1940-1945, período en el que la campaña de la conquista de las cátedras fue más virulenta. En ese período accedieron a la cátedra 179 profesores[50]. El historiador Onésimo Díaz ha calculado que el número de personas del Opus Dei que obtuvieron la cátedra en los años cuarenta fueron veintitrés[51]. Este dato ayuda a situar este tema en su dimensión real.
De otra parte, como han puesto de manifiesto los especialistas sobre la historia intelectual de la España de la posguerra, no todos los católicos estaban de acuerdo en los caminos que se debían recorrer para alcanzar la re-catolización de España a través de la cultura y de la universidad. Entre otras cuestiones, hay también ahí un problema generacional que explica en parte esa diversidad de enfoques y que conviene tener presente para comprender el artificioso debate de la conquista de las cátedras[52].
Como un dato más, y procurando añadir una información inédita a los muchos estudios ya realizados, consta que ninguno de los medievalistas que entre 1940 y 1944 fueron obteniendo sus cátedras pertenecían al Opus Dei: Antonio de la Torre y del Cerro (1878-1966), quien en 1940 heredó la cátedra de Madrid del exiliado Claudio Sánchez Albornoz, y había sido uno de los maestros de Jaume Vicens Vives desde su cátedra de Barcelona[53]; José María Lacarra (1907-1987), quien obtuvo la cátedra por la Universidad de Zaragoza en 1940[54]; Ángel Ferrari Núñez (1906-1986), catedrático por la Universidad de Santiago de Compostela en 1940, quien recibió la herencia de Hinojosa y ejerció más tarde su docencia en la Universidad de Madrid[55]; Alfonso García-Gallo (1911-1992), heredero de la mejor tradición jurídico-institucionalista del medievalismo español, quien recuperó su cátedra en 1940, en la Universidad de Valencia[56]; y José María Font Rius (nacido en 1915), quien obtuvo su cátedra en 1944 por la Universidad de La Laguna[57]. Hay un único miembro del Opus Dei, José Orlandis, que se podría incluir en la relación de medievalistas, pero su cátedra de la Universidad de Murcia, obtenida en 1942, pertenecía a la Facultad de Derecho. Entre 1944 y 1955, ya no hubo ninguna convocatoria de cátedra del área de la historia medieval[58].
Obviamente, sería interesante, para acabar de documentar este tema, realizar un estudio monográfico del desarrollo de la universidad en la España de los años cuarenta teniendo a la vista las diversas disciplinas. Sin embargo, por los datos que ya poseemos, se puede afirmar que existe una desproporción entre el número de miembros del Opus Dei que accedieron a las cátedras por aquellos años y el revuelo levantado. Me parece que el fenómeno puede tener dos explicaciones. Por un lado, esa desproporción concuerda perfectamente con la tesis desarrollada en este artículo: el mito del asalto de las cátedras es un hito más en la configuración del gran relato sobre el Opus Dei. Por otro lado, es evidente que la fuerte personalidad, la presencia pública y la notable categoría científica de algunos de esos primeros catedráticos e intelectuales del Opus Dei contribuyó a la propagación de esos rumores. En este sentido, se puede destacar particularmente la figura de José María Albareda (1902-1966), que fue el primer secretario general del CSIC y, en gran parte, su fundador y diseñador. Desde ese puesto ejerció obviamente un notable influjo en la reorganización de la investigación científica en España, tan castigada después de la Guerra Civil.
Otro de los intelectuales miembros del Opus Dei que empezó a despuntar aquellos años fue Rafael Calvo Serer (1916-1988). Obtuvo la cátedra de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Valencia en 1942, y fue una figura importante en el debate cultural de esos años, particularmente en torno al grupo de intelectuales de la revista Arbor, cuyo primer número apareció en 1944. Otro intelectual de relieve fue Vicente Rodríguez Casado (1918-1990), quien obtuvo la cátedra de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Sevilla en 1942, y fue a su vez fundador de la Universidad de verano de La Rábida en Huelva a partir de 1943[59]. Por fin, parece importante destacar a Florentino Pérez Embid (1918-1974), incorporado más tardíamente al mundo universitario (obtuvo la cátedra de Historia de América por la Universidad de Sevilla en 1949), pero que jugó también un papel significativo ya en los años cincuenta, extendiendo su influjo a la política.
Todos estos profesores universitarios influyeron, al igual que otros muchos católicos, en la cultura española del primer franquismo, pero no existen datos objetivos que permitan encasillarlos en la categoría de un grupo colectivo de presión. Ciertamente, estos académicos crearon diversas plataformas para desarrollar su labor intelectual y cultural: un centro de investigación en el caso de Albareda, una revista cultural en el caso de Calvo Serer, una universidad de verano en el caso de Rodríguez Casado y una plataforma más cercana a la política activa en el caso de Pérez Embid. Pero cada uno actuó de acuerdo con sus propias ideas y recorrió su propio camino. Si se tiene presente la diversa evolución intelectual, política e ideológica de cada uno de ellos, se hace aún más evidente que la idea de que constituían un grupo no se sostiene. Algo sí les unía: su preocupación por la promoción y la defensa de un orden cultural cristiano, tal y como en ese momento era entendido por muchos otros.
La pugna entre las familias del franquismo: falangistas y tradicionalistas (1951-1956)
Tras el final de la segunda guerra mundial, el régimen español atravesó un momento difícil, caracterizado por el boicot internacional e incluso la amenaza de invasión externa. Franco, con su pragmatismo habitual, intentó hacer frente a estas amenazas alejando del gobierno o aislando políticamente a los falangistas que durante los años de la segunda guerra mundial se habían manifestado más netamente germanófilos o que parecían menos predispuestos a adaptarse a los nuevos tiempos. A cambio, decidió incorporar a algunos demócrata-cristianos, calificativo que indicaba una determinada actitud común de fondo, pero que acogía en su seno a personas con perfiles intelectuales e ideológicos con frecuencia heterogéneos[60]. A lo largo de los años cincuenta, el régimen consiguió estabilizarse. Fue entonces cuando se incrementaron las pugnas entre las diversas familias franquistas para atraer a sus proyectos a Franco.
Se inició así un período, cuyo punto álgido fue el trienio 1952-1954, en el que se materializó un enfrentamiento entre dos posturas divergentes en su lectura del proyecto de España y, por tanto, de la estrategia a seguir una vez se accediera al poder[61]. Todos los protagonistas de este debate estaban de acuerdo en que España tenía que ser, ante todo, un país católico, pero diferían en los contenidos y fines de la política cultural católica a implantar. Con el tiempo, se fueron consolidando dos facciones de diferente talante ideológico y político, que empezaron a rivalizar. Ambas estaban plenamente identifica-das con el régimen, pero la primera provenía de una particular mixtura entre un falangismo de corte liberal y un sector de origen demócrata-cristiano y la segunda se basaba en una revitalización del tradicionalismo cultural. Para los primeros, el problema radicaba en lo que España no era aún (España como problema); para los segundos, en lo que España había sido y debía continuar siendo (España sin problema). Para los primeros, la depresión nacional no consistía en haber perdido algo, sino en no haber ganado algo, por lo que propugnaban una regeneración, una reforma, una adaptación original; para los segundos, la depresión nacional era consecuencia de una pérdida que había que restañar, y por tanto su ideal era el regreso al pasado: era precisa una restauración. Los primeros respondían a las convicciones más profundas de una Falange que se estaba reinventando ante el nuevo contexto político, cultural e ideológico de mediados de los años cincuenta. Los segundos pretendían restaurar el espíritu de Acción Española, un heterogéneo movimiento cultural fundado en 1931 que aglutinó a los monárquicos durante la República y fueron asociados por Franco al Movimiento Nacional durante la guerra. Entre los primeros se podría destacar al demócrata-cristiano Joaquín Ruiz-Giménez (embajador ante la Santa Sede desde 1948 a 1951 y Ministro de Educación desde 1951 a 1956) y a los neo-falangistas Pedro Laín Entralgo y Dionisio Ridruejo. Los segundos pivotaban alrededor de la hegemónica figura de Rafael Calvo Serer, junto a activistas culturales como Jorge Vigón y Florentino Pérez Embid[62].
Los inicios de este debate se relacionaron con las pugnas por ocupar posiciones de poder ante la configuración del Nuevo Estado. La derrota de los fascismos europeos y el aislamiento al que fue sometida la dictadura incentivaron la reactivación del debate intelectual en torno a cuestiones como el ser de España, la especificidad de lo español, el sentido de la tradición, el origen de la decadencia, la identidad católica de la nación, o la identificación del catolicismo con lo español. A finales de los cuarenta, para los falangistas se había desvanecido el sueño de constituir un nuevo orden en el mundo occidental junto a Alemania e Italia. Los tradicionalistas, por su parte, habían perdido toda esperanza de entender lo que ocurría en España en clave de los vencedores de la guerra mundial. Ante el bloqueo de las soluciones políticas que ofrecían el fascismo y la democracia para la construcción del Nuevo Estado, todos ellos buscaron la solución en la experiencia histórica española, ensimismándose en una reflexión histórica sobre la esencia de España y, particularmente, buscando como modelo las épocas históricas –la edad media, el renacimiento, el siglo de Oro, la guerra de la independencia– en las que se había verificado una tradición autóctona autosuficiente en el ejercicio de poder.
Uno de los temas clave del debate era la actitud que debía adoptarse respecto a los intelectuales liberales del periodo anterior a la Guerra Civil, y determinar en qué medida la nueva síntesis ideológica y espiritual que surgía en España a principios de los años cincuenta debía constituirse heredera de la cultura española de la anteguerra. Para los falangistas, la incorporación de las ideas intelectuales liberales de la preguerra a la nueva intelectualidad debía ser generosa. Para los tradicionalistas, había que hacer de esa herencia liberal una rigurosa discriminación. En definitiva, pasados casi tres lustros desde el final de la Guerra Civil, había que redefinir y enjuiciar históricamente la postura de los que iniciaron el Movimiento Nacional[63].
En este debate, de notables resonancias historiográficas, no sólo par-ticiparon algunos historiadores profesionales de reconocida talla –Ramón Menéndez Pidal, Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz, Jaume Vicens Vives–, sino también los respectivos líderes ideológicos de cada una de las facciones, Laín Entralgo y Rafael Calvo Serer. Ambos publicaron por aquellos años diversos ensayos sobre el problema de España, unas interpretaciones de la historia que eran una patente proyección en el pasado de sus diferentes modos de concebir la política cultural del momento.
Pedro Laín Entralgo, junto con Dionisio Ridruejo y Antonio Tovar, formaban parte del grupo procedente de Falange, que en el gobierno constituido en 1951 habían escalado puestos del Ministerio de Educación con la protección de Joaquín Ruiz-Giménez, que era demócrata-cristiano de origen, pero que no tenía ningún reparo en aparecer públicamente ataviado con la camisa azul. En un interesante proceso de ida y vuelta, estos neofalangistas empezaron a cortejar a los intelectuales de la generación del 98 más propiamente liberales (Unamuno, Machado, Baroja, Azorín), excluyendo de su esfera intelectual la figura intergeneracional de Maeztu. Dejando intacto su culto a José Antonio, trataron de refundar una suerte de falangismo liberal, algunos de cuyos representantes –como Ridruejo, Laín y Aranguren– fueron adoptados como referentes intelectuales por la izquierda durante el tardofranquismo y la transición.
Rafael Calvo Serer, por su parte, era el líder del grupo alternativo, que provenía de Acción Española y pretendía apropiarse de la herencia de Menéndez Pelayo y de Ramiro de Maeztu. Significativamente, el propio Calvo Serer era historiador, y había realizado su tesis doctoral sobre Menéndez Pelayo y su visión de la decadencia española (1940)[64]. Su plataforma intelectual estaba relacionada con el Consejo de Investigaciones Científicas, en cuyo seno había contribuido a crear la revista cultural Arbor, en la que ya en los años cuarenta habían colaborado algunos jóvenes intelectuales como Vicente Palacio Atard, José María Jover, Vicente Rodríguez Casado, Gonzalo Fernández de la Mora, Vicente Marrero, Federico Suárez y Antonio Fontán, y en la que los historiadores tenían, significativamente, una presencia destacada. Ese grupo tenía vinculaciones también con Florentino Pérez Embid, cuyo trabajo en la Dirección General de Información a partir de 1951, y su relación con una tradicional institución cultural, el Ateneo de Madrid, hacían de él un valioso instrumento de gestión cultural. Calvo Serer y Pérez Embid –valenciano y andaluz respectivamente–, se aliaron con Jaume Vicens Vives, catalán, en la tarea de promocionar los centros de investigación histórica de la periferia, y en potenciar una visión común de la historia, compatible con una apreciación de las diferencias regionales[65]. Cobró relevancia también Jorge Vigón, con quien Ridruejo había tenido un intenso debate sobre el problema de España, y que representaba el enlace con Acción Española. Aunque la figura principal de este segundo grupo (Calvo Serer) fuera miembro del Opus Dei y algunos de los citados lo fueran también (Rodríguez Casado, Pérez Embid, Federico Suárez y Fontán), es claro que otros, como Jaume Vicens Vives, José María Jover, Vicente Palacio Atard, Jorge Vigón, Gonzalo Fernández de la Mora y Rafael Gambra, no tenían mucho que ver con esa institución. Por consiguiente, no era propiamente el Opus Dei quien definía o aglutinaba a ese grupo. La realidad era mucho más compleja.
De otra parte, así como en el primer grupo la coherencia ideológica venía claramente definida por el falangismo explícito aunque renovado de sus protagonistas (de ahí que haya sido considerado por algunos una facción neofalangista), en el segundo, el de los tradicionalistas, la coherencia ideológica era menor. Esta misma heterogeneidad dificulta la tarea de encontrar un concepto que los aglutine a todos. Por este motivo, la utilización del concepto tradicionalismo, ya de por sí plurisemántico, debe ser entendida en este caso como una noción que describe su intención de buscar en la tradición histórica española la solución a los problemas que tenía planteada la España de los años cincuenta –una noción que obviamente queda lejos de la acepción más específica del concepto identificada con el Carlismo.
La historia del enfrentamiento entre las dos facciones se precipitó abruptamente a raíz de la publicación del célebre artículo de Calvo Serer sobre la política interior de la España de Franco en la revista parisina Écrits de Paris, en septiembre de 1953[66]. Con su habitual audacia, rayana a la temeridad, arremetía contra los nacional-sindicalistas de corte falangista por haber fracasado en su propósito totalitario a pesar de contar con todos los medios posibles, y calificaba de nihilista a la derecha demócrata cristiana en la línea de Martín Artajo, por haber naufragado desembocando en una atonía política. Calvo Serer no comprendía como después del fracaso de los primeros y el naufragio de los segundos, un católico-propagandista como Ruiz-Giménez se hubiera aliado con representantes de la izquierda falangista como Laín, Tovar y Ridruejo. En ese contexto Calvo presentaba como alternativa (una especie de «tercera fuerza») a los intelectuales que, junto a él, estaban comprometidos con una ambiciosa tarea de restauración del país.
El resultado de la marejada política e ideológica que levantó el artículo de Écrits de Paris fue la pérdida de Calvo Serer de la dirección de Arbor, de su puesto en el CSIC y de su influjo en la esfera pública española y, con ello, la derrota de los tradicionalistas, con la subsiguiente hegemonía de los falangistas. Sin embargo, el triunfo de éstos fue efímero, porque pronto se vieron desbordados por la rebelión universitaria de principios de 1956, que tuvo como consecuencia inmediata la destitución de Ruiz-Giménez, y dio paso a un periodo de incertidumbre política que culminó en la constitución de un nuevo gobierno en 1957, fruto de factores, tanto ideológicos como sobre todo económicos, que llevaron a un cambio profundo en el horizonte político-cultural español.
Trazando un balance desde la perspectiva propia de nuestro estudio, puede decirse que la divergencia entre falangistas y tradicionalistas tuvo como consecuencia una profundización en el recelo de la Falange respecto al Opus Dei, algo que, tal como ya hemos visto, se había manifestado justo diez años antes en los sucesos del Madrid clericalizado de los primeros años cuarenta. Entre los tradicionalistas había algunos miembros del Opus Dei, junto a otros que no lo eran; en cambio, en el grupo de los falangistas no había ninguno. Estamos ante un hecho que hunde sus raíces en los antecedentes históricos de la Falange y de la democracia cristiana, y que, en todo caso, no justifica considerar al Opus Dei como un grupo de poder dentro del delicado equilibrio de las familias franquistas. Sin olvidar, por lo demás, que la inmensa mayoría de los miembros del Opus Dei, que se había implantado en diversas ciudades españolas y había comenzado a partir de 1945 su expansión internacional, fueron por entero ajenos a estos debates.
Como siempre, son las fuentes originales –las que surgen del momento histórico analizado y no del momento histórico desde el que se analiza– las que nos dan la clave de los acontecimientos históricos y éstas se mueven en una dirección distinta de ese malentendido. Ridruejo, en el artículo de 1952 en el que distinguía estos dos grupos, calificándolos de excluyentes y comprensivos, no hablaba de una oposición entre Falange y Opus Dei, sino, literalmente, entre Falange Española y Acción Española:
«En fin, Falange Española y Acción Española –tan afines en la afirmación de lo español y en el amor por los métodos heroicos– fueron dos movimientos perfectamente incompatibles y sin posibilidad de recíproca inteligencia o práctica compenetración»[67].
Es digno de notar que, tanto en el debate de las cátedras como en el de la contraposición entre tradicionalistas y falangistas, no se nombra al Opus Dei en los escritos publicados por los diversos protagonistas. Existen ciertamente referencias al Opus Dei en conversaciones o cartas privadas, pero no en los medios de comunicación ni en las revistas culturales del momento, lo que obviamente tiene que ver con la escasa credibilidad que habría tenido la adscripción del Opus Dei a una de las familias franquistas en litigio.
Los «tecnócratas» en el gobierno y la presentación del Opus Dei como grupo de poder (1957-1966)
Durante la segunda mitad de la década de los cincuenta, España experimentó una significativa transición de la autarquía a la liberalización. Esta transición, forzada por la necesidad de adecuarse tanto a la evolución interior (con la endémica crisis económica y los condicionamientos de la autarquía) como a la exterior (con la Europa de posguerra en su fase más álgida de desarrollo), implicó una transformación del régimen, que condujo a nuevas políticas económico-comerciales, que pasaron por encima de los debates ideológicos. Todo ello tuvo como consecuencia algunos cambios en las carteras ministeriales, que afectaron sobre todo a los ministerios más directamente relacionados con la administración y con la economía. La nueva generación de políticos no se sintió en absoluto identificada con el debate entre tradicionalistas y falangistas, sencillamente porque estos nuevos agentes culturales y políticos no tenían ya interés por las disquisiciones acerca de la esencia de España, o por la reconstrucción, regeneración o restauración de su pasado, sino más bien por la búsqueda de soluciones concretas ordenadas a la consecución de un desarrollo económico y social.
Como consecuencia, de los esencialistas e ideológicos debates públicos de los primeros años cincuenta, se pasó a un acentuado pragmatismo. Del predominio de los funcionarios del ministerio de Educación se pasó a la hegemonía de los técnicos en administración y economía. Los tradicionalistas se diluyeron y los falangistas tendieron a transformarse, poco a poco, en demócratas[68], evolución a la que no fueron ajenos algunos de los tradicionalistas, como el propio Rafael Calvo Serer. Una nueva época histórica se abría, y otros estereotipos se acuñaban o reinventaban. El enfrentamiento entre tradicionalistas y falangistas había terminado con la derrota de ambas facciones, una detrás de otra (1953 y 1956). Las transformaciones políticas subsiguientes eran fruto de los nuevos tiempos: España salía de la autarquía propugnada por la Falange para abrirse a las instituciones económicas occidentales y, particularmente, al Mercado Común Europeo. Todo esto era fruto de una evolución ya iniciada en años anteriores, pero impulsada con mayor decisión a partir de ahora.
Hito importante en esta evolución fue la remodelación del gobierno que Franco afrontó en 1957, concretamente el 25 de febrero de ese año. El nuevo gobierno presentaba elementos de continuidad con los anteriores, y también novedades. Entre estas últimas destacaban los nombramientos de Alberto Ullastres en Comercio y Mariano Navarro Rubio en Hacienda. El primero había colaborado con Acción Nacional durante la República. Finalizada la Guerra Civil, se doctoró en Derecho y fue miembro del Instituto de Economía del CSIC. Como colaborador en la sección de Economía Nacional del Instituto de Estudios Políticos, formó parte de la ponencia que redactó el proyecto fundacional de la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de la Universidad de Madrid. Se graduó en ella y desde 1948 ocupó la cátedra de Historia de la Economía Universal y de España. Durante varios años fue profesor de Economía y Hacienda en el Centro de Estudios Universitarios de Madrid, y de Historia Económica, en el Instituto Social León XIII. El segundo tuvo una estrecha vinculación con la Acción Católica en los años de la República. Después de la Guerra Civil, se comprometió en actividades relacionadas con los ambientes sindicales. Su acceso a la política se produjo a través de los sindicatos verticales agrarios, convirtiéndose en procurador en Cortes por los Sindicatos. A ambos se les confiaba una importante esfera del gobierno: la relacionada con el desarrollo económico.
Tanto los falangistas como los sectores que se vieron fuera del poder con la caída de Ruiz-Giménez, reaccionaron frente a las nuevas incorporaciones, y otras que les sucedieron, tildándolas de tecnócratas, dando al término un tinte despectivo, es decir, que se trataba de gente que quizás tenía una preparación técnica pero que les faltaba un verdadero sentido de Estado, y el correspondiente trasfondo cultural y político. El hecho de que tanto Alberto Ullastres como Mariano Navarro Rubio fueran miembros del Opus Dei llevó a dar un paso más en esa estrategia política hablando de tecnócratas del Opus Dei.
Se llegaba así a una etapa de especial importancia en la configuración del gran relato sobre el Opus Dei. El centro y el origen de esa etapa es de nuevo España, pero ahora el gran relato no quedará limitado a ese país, sino que se va a extender por todo el mundo occidental. La globalización del gran relato está motivada en buena medida no sólo por el nuevo contexto histórico, donde los eventos tienden a trascender las fronteras estatales, sino también porque adquirirá a partir de 1957 una llamativa dimensión mediática, por la intervención de importantes periódicos europeos y norteamericanos. El nombramiento de Alberto Ullastres y Mariano Navarro tuvo una gran repercusión, y muy pronto se les asignó la etiqueta de ministros del Opus Dei[69].
Es posible que en algunos de los medios de comunicación esa calificación aspirara sólo a dar un dato, sin atribuirle una particular significación. No era esa en cambio la intención de los ambientes españoles que la habían propiciado. En todo caso, se prestaba a dar la impresión de que eran de algún modo, y precisamente en cuanto ministros, representantes del Opus Dei, lo que ponía en entredicho la finalidad exclusivamente apostólica de esta institución, y la libertad y responsabilidad personales de sus miembros en las actuaciones profesionales y políticas, defendida siempre por Josemaría Escrivá a capa y espada, fueran del signo que fueran las opciones que unos y otros adoptaran. No hizo una excepción con Navarro Rubio y Ullastres.
Desde el primer momento, el Opus Dei puso de manifiesto que ni Ullastres ni ningún otro político lo representaba. El 12 de julio de 1957 la Secretaría del Opus Dei en España difundió una nota en la que se reafirmaba esta realidad, publicada por ABC al día siguiente y por otros medios nacionales e internacionales, como el inglés Catholic Herald[70]. De la misma línea es el artículo de Julián Herranz, en ese momento miembro del Consejo General del Opus Dei, sobre «el Opus Dei y la política», publicado en la revista mensual Nuestro Tiempo, en abril de 1957; el mismo autor volvió sobre el tema en 1961 con un nuevo artículo, titulado «Naturaleza del Opus Dei y las actividades temporales de sus miembros», que apareció también en Nuestro Tiempo. Meses antes, José Luis Illanes, residente también en Roma, había publicado un artículo sobre «L’attività dei cattolici nella Spagna d’oggi», publicado en Studi Cattolici a raíz de la afirmación, hecha por parte de la prensa, de que el Opus Dei había venido a ser el principal apoyo a Franco por parte de los católicos. Illanes enfatizaba la libertad en temas políticos de los miembros del Opus Dei. Como el artículo señalaba también la libertad que gozaban los católicos para oponerse a Franco, no se pudo publicar en España.
El equívoco de presentar al Opus Dei como una fuerza política e ideológica con una notable influencia en el franquismo se recrudeció en 1962, con ocasión de la remodelación del gobierno que se produjo aquel año. Dos de los cambios más relevantes fueron la entrada de Manuel Fraga Iribarne como Ministro de Información y Turismo, que enlazaba con algunos medios demócrata cristianos y falangistas y que propició una cierta apertura en la política de censura de los medios de comunicación, y del ingeniero Gregorio López Bravo como Ministro de Industria, políticamente independiente, que era miembro del Opus Dei.
Algo análogo ocurrió con motivo de la nueva remodelación del gobierno que tuvo lugar en 1965. En ese año Ullastres y Navarro Rubio dejaron el gobierno, aunque su política económica continuó aplicándose. Alberto Ullastres continuó trabajando por la incorporación al Mercado Común, que se hizo realidad en 1970 en virtud del Acuerdo económico preferencial entre el Estado español y la Comunidad Económica Europea firmado en octubre de ese año. En esa misma remodelación del gobierno, Laureano López Rodó, catedrático de Derecho Administrativo, que era miembro del Opus Dei, fue nombrado ministro del Plan de Desarrollo. López Rodó tenía una larga experiencia política, pues en 1956 había sido nombrado secretario general técnico de la Presidencia de Gobierno y siempre había contado con el apoyo del almirante Carrero Blanco, uno de los principales colaboradores del general Franco.
Ante la reiteración de las noticias y comentarios de prensa que continuaban manteniendo el equívoco respecto a las relaciones entre gobierno español y Opus Dei, éste se vio obligado a emitir en junio de 1962 un nuevo comunicado, esta vez de la Secretaría General del Opus Dei, en el que se aclaraba que:
Los socios del Opus Dei son libérrimos en su pensamiento y en su actuación política, lo mismo que cualquier otro ciudadano católico. Dentro de la Asociación caben, y de hecho hay, personas de distintas y aún opuestas ideas políticas, sin que el Opus Dei tenga nada que ver de ningún modo en los méritos o deméritos de la gestión personal de sus socios. Quede, pues, claro que el Opus Dei no está ligado a ninguna persona, a ningún régimen, ni a ninguna idea política[71].
El comunicado no dejaba lugar a la interpretación. Por lo demás el propio fundador del Opus Dei se había manifestado personalmente. Estaba dispuesto a tolerar en silencio las injurias que pudieran proferirse sobre su persona, pero consideraba necesario hacer pública su protesta cuando se tratara de errores referentes a la Iglesia y al Opus Dei. Así se pone de manifiesto en una carta del fundador dirigida al consiliario del Opus Dei en España, fechada el 9 de octubre de 1965 en la que, con tono de indignación, denunciaba: «No podemos tolerar más la calumnia, ni la insinuación venenosa: y de cada cien casos, los cien tienen su origen en esa España mía queridísima. ¡Basta!»[72].
De hecho, pocos meses antes, en mayo de 1964, había intervenido personalmente mediante una carta dirigida a Javier de Borbón-Parma, cabeza de uno de los sectores políticos de la época, el tradicionalismo dinástico, quejándose de la difusión, en un acto organizado por ese grupo, de unos folletos en los que se atacaba calumniosamente al Opus Dei:
Me llama poderosamente la atención, aunque soy muy amigo de la libertad política y muy respetuoso con lo que piensan todos, que en la reunión de Montejurra no haya habido más que unas cuantas pancartas en las que se insultaba a unos hijos míos que, en uso de su plena libertad, piensan honradamente como les da la gana. Sobre todo, cuando en España son tantas las personas que no coinciden con los carlistas. Renuevo mi maravilla, y no puedo entender esa predilección. Respeto, sin embargo, la libertad disgustosa de esos señores de Montejurra, y no presento ninguna queja. Sin embargo, llegó a mis manos una hoja que se llama «Boina Roja» –sin pie de imprenta, pero con contenido carlista– n. 89, año 12, con un artículo titulado «A los españoles», y firmado por «Unos excombatientes», en donde se ataca calumniosamente a la Obra. No lo puedo tolerar: y me avergüenza que personas que pertenecen a la llamada Comunión carlista se presten a difamaciones de este estilo.
A continuación, concluye con una frase bien ilustrativa de su postura:
Si estos hechos se repiten, tendré que tomar mis determinaciones, ya que no se trata de una infamia contra mí, que estoy siempre dispuesto a soportar en silencio, sino de una infamia contra Dios Nuestro Señor y los que, consagrándole sus vidas, le sirven[73].
La Falange Española, reviviendo acaso aquellos ataques proferidos durante los años cuarenta, orquestó una fuerte campaña de prensa vehiculada por el diario Pueblo, afín al régimen, y la Organización Sindical Española, como reacción al hecho de que entre los firmantes de algunos artículos periodísticos en contra del monopolitismo sindical del franquismo hubiera algún miembro del Opus Dei. Escrivá de Balaguer escribió una enérgica carta al Ministro correspondiente, José Solís Ruiz:
Con ese modo de proceder equivocado [...] no logran más que ofender a Dios, confundiendo lo espiritual con lo terreno, cuando es evidente que los Directores del Opus Dei nada pueden hacer para cohibir la legítima y completa libertad personal de los socios [...]. Esta familia espiritual no interviene ni puede intervenir nunca en opciones políticas o terrenas en ningún campo, porque sus fines son exclusivamente espirituales[74].
La equívoca presentación del Opus Dei como un grupo de presión política había empezado a ser universal, y continuó siéndolo en años posteriores. Las campañas de prensa, sobre todo en periódicos franceses y españoles, abundaron en 1966, desvirtuando la naturaleza espiritual del Opus Dei, atribuyéndole un deseo de influencia política, poder económico y prestigio entre las élites sociales, y negando su dimensión universal, identificándolo con una obra española[75]. Escrivá decidió no limitarse a cartas personales o a promover comunicados de los organismos de gobierno de la Obra, y concedió entrevistas a corresponsales de los medios más influyentes del panorama mediático internacional. La primera entrevista fue publicada en Le Figaro en mayo de 1966; en ella, pasaba revista a diversos temas y reafirmaba la naturaleza espiritual del Opus Dei, defendiendo una vez más la absoluta libertad de sus miembros en las cuestiones políticas, económicas o culturales. Las entrevistas concedidas a los más diversos medios internacionales entre los años 1966 y 1968 fueron el contenido del libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, pronto traducido a varios idiomas. Vale la pena reproducir dos de sus respuestas. La primera forma parte de la entrevista publicada en Le Figaro:
Insisto en que cada uno de los socios del Opus Dei trabaja con plena libertad y con responsabilidad personal, sin comprometer ni a la Iglesia, ni a la Obra porque ni en la Iglesia ni en la Obra se apoyan para realizar sus personales actividades. Gentes formadas en una concepción militar del apostolado y de la vida espiritual, tenderán a ver el trabajo libre y personal de los cristianos como una actuación colectiva. Pero le digo, como no me he cansado de repetir desde 1928, que la diversidad de opiniones y de actuaciones en lo temporal y en lo teológico opinable, no es para la Obra ningún problema: la diversidad que existe y existirá siempre entre los miembros del Opus Dei es, por el contrario, una manifestación de buen espíritu, de vida limpia, de respeto a la opción legítima de cada uno[76].
La segunda proviene de la entrevista concedida unos meses después, en abril de 1967, a Peter Forbath, corresponsal de la revista norteamericana Time:
El Opus Dei no interviene para nada en política; es absolutamente ajeno a cualquier tendencia, grupo o régimen político, económico, cultural o ideológico. Sus fines son exclusivamente espirituales y apostólicos [...]. Desde el mismo momento en que se acercan a la Obra, todos los socios conocen bien la realidad de su libertad individual, de modo que si en algún caso alguno de ellos intentara presionar a los otros imponiendo sus propias opiniones en materia política o servirse de ellos para intereses humanos, los demás se rebelarían y lo expulsarían inmediatamente [...]. Si se diera alguna vez –no ha sucedido, no sucede, y con la ayuda de Dios, no sucederá jamás– una intromisión del Opus Dei en la política, o en algún otro campo de las actividades humanas, el primer enemigo del Opus Dei sería yo[77].
Estas declaraciones constituyen un testimonio histórico de primera magnitud. De hecho, contribuyeron a frenar algunas de las actitudes y campañas que las habían provocado, aunque no consiguieron evitar que el gran relato continuara difundiéndose. Como nos hallamos ante un momento clave en la configuración de ese relato, merece la pena analizar más detenidamente el trasfondo ante el que unos y otros hechos –las declaraciones del Opus Dei y los malentendidos que las provocaron– se sitúan.
En los años cincuenta, el régimen franquista continuaba respondiendo a los valores del bando vencedor de la Guerra Civil[78]. Ante todo, seguía fundamentado sobre el poder autoritario del general Franco. Desde 1938, el dictador había velado escrupulosamente para que sus gobiernos reflejaran exactamente el equilibrio de familias integradas en el Movimiento Nacional –nombre por el que se conocía el conjunto de fuerzas políticas que habían apoyado el Alzamiento de 1936 desde el inicio. Estas fuerzas políticas eran los militares, los falangistas, los tradicionalistas carlistas, los demócrata-cristianos, los monárquicos y algunas personalidades «independientes», que le merecían confianza por sus conocimientos profesionales, y que en todo caso provenían sistemáticamente de los altos cuerpos de la Administración del Estado. La novedad del gobierno de 1957 era la generosa presencia de un grupo de esos independientes, que debían dar un impulso a las reformas sociales, políticas, administrativas y económicas que, según el parecer de Franco, la nación necesitaba.
Estas reformas debían ceñirse, lógicamente, al espectro político e ideológico de la dictadura franquista. Uno de los objetivos del nuevo gobierno fue la integración de la economía española en el marco del mundo occidental, a través de un plan de estabilización y de medidas liberalizadoras propias de una economía de mercado. Fueron precisamente Navarro Rubio y Ullastres, ministros de Hacienda y Comercio respectivamente, quienes debían pilotar esa nueva política. Esta reforma no fue un simple «relevo de guardia» sino el inicio de una tendencia a orillar a la Falange como pivote político e ideológico del régimen[79]. Es importante tener esto en cuenta al analizar la virulenta reacción de los falangistas ante la aparición de los tecnócratas, como pronto empezaron a ser designados por sus detractores: en ellos vieron a los que, de hecho, les habían desplazado de los centros neurálgicos del poder.
Sectores del Movimiento no sólo tildaron despectivamente de tecnócratas a los nuevos ministros, sino añadían el matiz de tecnócratas del Opus Dei, con lo que confundían su adscripción a una determinada tendencia dentro de los gobiernos de Franco con su pertenencia a una institución de la Iglesia. Es interesante observar que los miembros del Opus Dei que fueron ministros de Franco durante los años cincuenta, sesenta y setenta, no pertenecían a ninguna de las familias antes reseñadas, aunque provenían habitualmente de los grupos genéricos identificados con las tradiciones demócrata-cristianas o monárquicas, surgidas en España antes de la Guerra Civil[80]. La única excepción fue Fernando Herrero Tejedor, ministro y secretario general del Movimiento Nacional del penúltimo gobierno de Franco, de ascendencia falangista, aunque alcanzó notoriedad más bien hacia el final del régimen. Pero por lo general no tenían, por así decirlo, un perfil ideológico identificable con alguna de las familias políticas existentes, por lo que, desde una perspectiva ideológica, podía pensarse en agruparlos bajo el paraguas de la tecnocracia, aunque entre ellos hubiera tan diferentes posturas[81].
De este modo, a despecho de su pluralidad intelectual e ideológica, fueran o no del Opus Dei, todos estos ministros pasaron a ser agrupados, desde fuera, bajo un mismo calificativo. En la contienda por el poder político de aquellos años, los adversarios políticos de los nuevos ministros, en lugar de plantear la lucha por el poder en su ámbito propio, recurrieron a una maniobra de opinión pública bien conocida: crear artificialmente un grupo. En este caso, se amparaban en la real (e incluso en la supuesta) pertenencia a una institución de la Iglesia (el Opus Dei) de algunos de ellos. Nada importaba que esta circunstancia, de naturaleza espiritual, no condicionara su posición política e ideológica –y todavía menos en un régimen político donde todo era católico. Pero la etiqueta tecnócratas les sirvió para agrupar a cualquiera que se integrase en el grupo que López Rodó estaba formando en la secretaría general técnica de la vicepresidencia del gobierno, bajo la protección del almirante Carrero Blanco. De hecho, esos técnicos, entre los que destacaban por ejemplo Agustín Cotorruelo, Santiago Udina Martorell, Fabià Estapé, José Ángel Sánchez Asiaín, Enrique Fuentes Quintana y Juan Sardá Dexeus, tenían entre ellos mismos una muy diversa ascendencia ideológica y procedencia política, así como un diferente grado de cercanía con el Opus Dei[82]. Se deseaba sólo un cliché eficaz cara a la intriga política del momento[83].
Esto hizo a los ministros del Opus Dei (y a los que se metía en el mismo saco sin formar parte de esa institución) más vulnerables desde una perspectiva estrictamente política, porque un defecto o error de uno de ellos podría ser proyectado a todos –generalización que también era aplicable a su buen hacer, que es finalmente lo que ha quedado inscrito en la memoria colectiva de los españoles, porque gracias a sus políticas pragmáticas son considerados como los causantes del desarrollismo y, por tanto, del principio del final del franquismo y del despegue de la economía española. Anclados en esta estrategia de generalización, las críticas, que habían surgido en un principio exclusivamente para salvaguardar intereses políticos (la búsqueda de mayores cuotas de poder por parte de las diversas familias franquistas) fueron degenerando simultáneamente en un deseo de desprestigio de la institución a la que pertenecían también algunos de ellos. En todo caso, lo que nadie duda a estas alturas es la eficacia de las medidas tomadas por aquellos tecnócratas cara a la modernización económica y, consecuentemente, política y cultural, de la España franquista. Raymond Carr y Juan Pablo Fusi sintetizan su labor como defensores de un rápido crecimiento capitalista y de la neutralización de la política por la vía de la prosperidad[84].
Por otra parte, hubo, además, otros prestigiosos tecnócratas que, sin ser del Opus Dei, colaboraron en el diseño y despliegue del Plan de Estabilización, como Juan Sardá, Gabriel Ferràs, José Luis Sampedro, Manuel Varela Parache o Enrique Fuentes Quintana. ¿Por qué no se les aplica también el calificativo de tecnócratas, aunque ellos no pertenecieran al Opus Dei? La única explicación posible es que ellos no fueron ministros y, por tanto, no pudieron ser identificados como una amenaza política por las familias franquistas, especialmente los falangistas. Éstos vieron claramente que el éxito de los tecnócratas implicaba de hecho la desaparición de la Falange como grupo hegemónico entre las familias franquistas. Por esto fueron ellos quienes orquestaron la campaña de desprestigio contra los llamados tecnócratas, a la que después se sumaron otros grupos, tanto desde el mundo civil como eclesiástico, con mayor o menor empeño según fuera su interés[85].
Los ministros del Opus Dei coincidían con todos los demás miembros del gabinete en que eran católicos, pero su pertenencia a la institución no condicionó particularmente su orientación política e ideológica, como tampoco sus concretas decisiones de gobierno. De hecho, algunos otros ministros eran miembros de Asociaciones de fieles, especialmente los procedentes de la Asociación Nacional Católica de Propagandistas, pero a nadie se le ocurrió afirmar que ellos representaban a dichas asociaciones en el Gobierno[86]. Otra cuestión, también innegable, es que algunos de ellos coincidieron en algunas residencias de estudiantes y Colegios Mayores, que se constituyeron en centros de sociabilidad, según el concepto acuñado por la moderna historiografía, lo que generaba un lógico círculo común de amistades[87].
Sin embargo, la captación de nuevas personas para los puestos políticos no respondió a un único criterio –quizás el único criterio claro era la exclusión de las mujeres. Es ilustrativo el relato de López-Rodó sobre sus sistemas de cooptación de nuevos ministros y altos cargos, en el que razones de amistad se unen a las estrictamente personales, de segundas referencias, o simplemente de casualidades[88]. Esta circunstancia, referida a los centros de sociabilidad y la generación de relaciones interpersonales como base de cooptación política, no por menos obvia me parece esencial para entender toda esta cuestión. Una mayor atención de historiadores y sociólogos a este aspecto, basándose en las últimas contribuciones de la historiografía francesa, contribuiría sin duda a aclarar mucho más el debate historiográfico sobre el origen y las motivaciones de las nuevas incorporaciones a los puestos políticos[89]. En este sentido, es significativo que la fulgurante carrera política de otro miembro del Opus Dei (Florentino Pérez-Embid) sufriera un parón en el mismo año de la promoción de Navarro Rubio y Ullastres. Además, como sutilmente apunta Paul Preston, «resulta revelador que a principios de la década de 1960 hubiera más tensión entre López Rodó y Navarro Rubio que entre López Rodó y Fraga»[90].
Merece la pena acudir al recuento que hace Laureano López-Rodó en sus memorias:
También se propaló el infundio de que los miembros del Opus Dei que intervenían en la política formaban un grupo homogéneo. Es patente que, como consecuencia lógica de la plena libertad política, eran muy diversas sus posturas y opiniones. A título de ejemplo, recordemos que Fernando Herrero Tejedor, Javier Domínguez Marroquín y José Ramón Herrero Fontana eran falangistas; Juan María de Araluce Villar y Pedro Mendizábal Uriarte, tradicionalistas; Mariano Navarro Rubio, sindicalista; Hermenegildo Altozano Moraleda, Antonio Fontán Pérez y Florentino Pérez Embid pertenecían al Consejo Privado del Conde de Barcelona y, en cambio, Gregorio López Bravo de Castro, Vicente Mortes Alfonso y yo mismo fuimos partidarios de la restauración de la Monarquía en la persona de Don Juan Carlos de Borbón; Alberto Ullastres Calvo y Juan José Espinosa San Martín eran políticos independientes; por último hubo quienes se hallaban en la oposición al Régimen, cuya figura más destacada fue Rafael Calvo Serer[91].
Los ministros que pertenecían al Opus Dei ni actuaron como grupo ni tenían un interés especial en actuar como tal, ya que esto, además de traicionar las ideas defendidas por la institución espiritual a la que pertenecían, les hubiera reportado más perjuicios que beneficios en el ambiente político de la época. Sin embargo, como algunos de ellos gozaron desde el principio de la etiqueta de independientes, sin estar adscritos a las categorías de carlistas o falangistas, fácilmente se les podía considerar ad extra como un nuevo grupo emergente, más cercano a los monárquicos y los demócrata-cristianos. Ante la necesidad que suelen tener las sociedades de encuadrar a las personas en grupos, para hacer más asequible y comprensible la ya de por sí compleja realidad que les rodea, se les asignó el pragmático título de tecnócratas, cuando quizás lo más apropiado hubiera sido referirse a ellos como independientes.
En todo caso, el dato cierto es que de los ciento dieciséis ministros designados por Franco en once gobiernos entre 1939 y 1975, ocho de ellos fueron miembros del Opus Dei: Mariano Navarro Rubio (1957-1965), Alberto Ullastres (1957-1965), Gregorio López Bravo (1962-1973), Juan José Espinosa (1965-1969), Faustino García Moncó (1965-1969), Laureano López Rodó (1965-1975), Vicente Mortes (1969-1973), Fernando Herrero Tejedor (1975). Con la perspectiva histórica adquirida, se percibe mejor la desproporción entre ese reducido número de ministros y la magnitud del ruido mediático que se generó por la supuesta influencia del Opus Dei en la evolución política de la España franquista.
Por otra parte, algunos Propagandistas no entendieron la actitud independiente de esos ministros. Les desconcertaba que el Opus Dei no quisiera unirse a un frente común demócrata-cristiano. La experiencia ya había funcionado durante la Segunda República (a través de la coalición de la CEDA, la Confederación Española de Derechas Autónomas), y ahora la veían también necesaria para enfrentarse a las tendencias totalitarias de la Falange Española y, no menos importante, para afrontar con garantías de futuro el día después del franquismo. En este sentido, algunos historiadores han postulado que «no era fácil para hombres formados en el catolicismo fuertemente jerárquico de la preguerra comprender que unas gentes que compartían su preocupación por regenerar la intelligentsia nacional y la vida pública, no militase en sus filas»[92]. De hecho, todos aquellos que confiaban en un frente demócrata-cristiano fueron quienes –en la política franquista madrileña y en la curia eclesiástica romana– menos entendieron la postura del Opus Dei. Y es precisamente de este campo de donde emergió el otro gran frente del segundo gran relato, que se extendería a Roma. Muchos años después de escribir su libelo contra el Opus Dei bajo el seudónimo de Daniel Artigues, Jean Bécarud describía de este modo a su confidente Giménez Fernández, una de sus más importantes fuentes de información para la escritura de su libro:
Antiguo líder de la izquierda cedista, ministro de Agricultura con la República y reconocido especialista de Bartolomé de las Casas, se dedicaba a la enseñanza, después de no pocas vicisitudes, en la Universidad de Sevilla. Más democratacristiano que nunca, era un furibundo adversario del franquismo en general y del Opus Dei en particular[93].
Se comprende bien así que las críticas a los tecnócratas del Opus Dei procedieran también de los grupos opositores del franquismo, muchos de ellos socialistas y comunistas en el exilio. Si bien todos estaban de acuerdo en que había que desarrollar la economía española, coincidían también en que este saneamiento suponía un balón de oxígeno para el régimen y podía por tanto hacerlo más longevo, al darle una mayor credibilidad. Los enemigos del catolicismo, por su parte, aprovecharon la oportunidad de criticar a una institución católica que era conocida por su cada vez mayor pujanza espiritual, pero que parecía mostrar ahora su apoyo a un régimen autoritario. Por fin, emergió también una crítica de los sectores más nacionalistas y antifranquistas de Cataluña y el País Vasco por el supuesto españolismo del Opus Dei –un juicio que parece hoy inverosímil, viendo la nómina de tantos miembros del Opus Dei autóctonos, que en aquellos años se comprometieron con la preservación de la identidad cultural y la autonomía política de esas comunidades.
Por otra parte, hay que señalar que hubo también notorios casos de miembros del Opus Dei activos en la oposición antifranquista, lo que desautoriza a los que pensaban que había directrices «desde arriba» en la institución para apoyar al franquismo. Aparte de Calvo Serer, quien después del artículo de 1953 en Écrits de Paris adoptó una postura claramente crítica con el régimen, otro de sus colaboradores en Arbor, Antonio Fontán, llevó a cabo una actividad cuanto menos poco complaciente con el régimen a través de la dirección del diario Madrid[94].
Otros miembros del Opus Dei, como Pere Pascual, Robert Espí y Francesc Brosa, además de otros estudiantes, participaron en la célebre caputxinada, del año 1966. La caputxinada fue la primera protesta notoria contra el régimen franquista en Barcelona, que tuvo un especial eco por estar encabezada por intelectuales. Recibe este nombre porque se desarrolló en el monasterio de los capuchinos de Sarrià, entre el 9 y el 11 de marzo de 1966. Se inició como una reunión clandestina de una asociación de estudiantes constituida para rivalizar con la asociación oficial de la Falange (SEU) y culminó con todos sus asistentes encerrados en el monasterio en señal de desacuerdo contra el régimen franquista. La protesta agrupó a personas de posturas políticas e ideológicas muy diversas, incluidas las de centro-izquierda y el clandestino Partido Comunista. Poco después del inicio del acto, el 9 de marzo, la guardia civil irrumpió en el monasterio y obligó a todos los asistentes a desalojarlo y a mostrar sus documentos. Alrededor de doscientos participantes decidieron quedarse, continuando sus debates. Durante más de cuarenta y ocho horas fueron huéspedes de los capuchinos. Finalmente, después de dos días de gran tensión, los estudiantes salieron pacíficamente y algunos fueron depurados, entre ellos Pere Pascual, que fue excluido del sector editorial, en el que había trabajado hasta ese momento[95].
La pluralidad de los miembros del Opus Dei ha sido documentada por algunos especialistas en el período, ajenos a la institución. Ellos han afirmado que en ningún caso se puede hablar de un monolitismo en la actuación pública del Opus Dei en la España franquista, no sólo por la evidencia de que hubo miembros depurados sino también porque, entre los franquistas que eran miembros del Opus Dei, surgieron tendencias muy diferentes. Incluso miradas las cosas desde la perspectiva equivocada del funcionamiento del Opus Dei como un grupo político, la extrañeza es grande al ver que las actuaciones de sus miembros fueron tan diversas, como por ejemplo entre Calvo Serer, Pérez-Embid y López Rodó. Así lo narra el historiador Manuel Pérez Ledesma, comentando el libro de Santos Juliá sobre las dos Españas:
Los excluyentes fracasaron en 1953, cuando el intento de Calvo Serer de convertir a su grupo en una «Tercera Fuerza», enfrentada tanto a los falangistas orteguianos como a la derecha católica en el poder, acabó con la pérdida del poder cultural del que habían disfrutado hasta entonces. Aunque lo más sorprendente fue que de la misma corporación religiosa surgió poco después un nuevo grupo de juristas y economistas, encabezados por López Rodó, que acabaron con la figura del «intelectual católico» y la sustituyeron por la del «tecnócrata», al tiempo que introducían un lenguaje político secularizado y racional, apoyado en la idea de eficacia y progreso. Desde una institución tan católica como el Opus Dei se acababa así con la sacralización de la política y la vida cultural cuyos últimos representantes habían sido otros miembros del Opus Dei[96].
Esto pondría también en entredicho la supuesta univocidad del calificativo de tecnócratas y su generalización. Entre los que se suelen incluir en ese grupo hubo algunos que simplemente aspiraban a potenciar la economía, y en este sentido eran sobre todo técnicos (tal fue probablemente el caso de Ullastres), y otros que tenían objetivos políticos netos y de largo alcance, como es el caso de López Rodó, que aspiraba a la modernización de la estructura administrativa del Estado español (lo que trasciende a la técnica) y a promover una marcha hacia la monarquía, optando por el príncipe Juan Carlos.
Por otra parte, es interesante señalar que, durante esos mismos años de desarrollismo de la posguerra mundial, otros países europeos confiaron también la dirección de los asuntos económicos a técnicos y empresarios tecnócratas, sin provocar por ello problemas de interpretación como los que tuvieron lugar en España. Antonio Argandoña concluye que:
la tesis de la vinculación de los tecnócratas con el Opus Dei fue, en aquellos momentos, la solución cómoda adoptada por personalidades o grupos políticos cuya hegemonía se veía amenazada por los éxitos técnicos de los tecnócratas (y por la misma presencia de éstos en la escena política española), aunque atribuirles aquella vinculación fuese una falsedad y una injusticia con ellos y con el Opus Dei. Si esto es así, la continuidad del cliché hasta nuestros días muestra una cierta pereza mental en algunos analistas e historiadores. Ahora, como entonces, hablar de «los tecnócratas del Opus Dei» ahorra tener que llevar a cabo un análisis más profundo de aquellos años, acerca de qué personas formaron aquel grupo político que disfrutó de cuotas importantes de poder alrededor del Almirante Carrero Blanco, cuáles eran sus concepciones económicas y sus ideales políticos, qué pretendían con su actuación, etc. Pero esto deja sin explicar numerosos caracteres de la política y de la economía de aquellos años. Y cuando esos caracteres se han estudiado y comprendido, el Opus Dei no desempeña papel alguno[97].
Es patente, pues, que hubo miembros del Opus Dei entre los franquistas y entre los antifranquistas, ante lo cual el fundador tuvo siempre una actitud de no-intervencionismo, porque defendió la libertad de esas personas en cuestiones políticas e ideológicas, aun siendo consciente de las dificultades, incomprensiones y recelos personales e institucionales que esta actuación suscitaría, tanto en al ámbito civil como en el eclesiástico. ¿Fue precisamente esa neutralidad del Opus Dei, la que le reportó tantos ataques?
Por otra parte, al no existir en la España de entonces libertad de asociación política ni cauces para la expresión del pluralismo, a medida que se fue debilitando el franquismo, tendía a adquirir matiz político cualquier manifestación de tipo religioso, cultural, nacionalista, social o incluso lúdica que, por su misma naturaleza, eran ajenas al campo de la lucha política, como sucedió con el deporte[98]. Además, quienes criticaban ahora al Opus Dei por su intromisión en el precario equilibrio de poder en la España franquista, dieron categoría de universal a lo que no eran más que circunstancias contingentes y coyunturales de un país concreto, en este caso España. Esto causó más de un quebradero de cabeza a los miembros del Opus Dei de otras latitudes, especialmente en los países anglosajones, a quienes se aplicaron unas categorías típicamente hispánicas que no cuadraban en absoluto con su particular idiosincrasia.
Las presiones al fundador del Opus Dei para que cambiara su forma de actuar, y diera indicaciones precisas a los miembros que desarrollaban tareas políticas, fueron persistentes, y provinieron tanto de las autoridades civiles como de las eclesiásticas. Cada una de las facciones le exigía, paradójicamente, dos actuaciones contrapuestas, fruto de posturas cesaropapistas o clericales. Quienes provenían del ámbito civil, le recriminaban que la institución por él fundada se inmiscuyera en asuntos políticos, en una lucha des-enfrenada por el poder. Quienes provenían del ámbito eclesiástico, le reprochaban que no estuviera dispuesto a estimular a los miembros del Opus Dei a unirse a las fuerzas de la Democracia Cristiana, que se habían mostrado providenciales en Italia ante el imparable avance del comunismo durante la postguerra, y que en otros países, especialmente en Europa e Hispanoamérica, habían adquirido otras formas, pero la misma idea de fondo[99]. Éstos también le hostigaban para que obligara a los miembros del Opus Dei a retirarse del gobierno franquista. Pero él actuaba siguiendo un lógico raciocinio: igual que no les había estimulado a entrar en esos gobiernos, tampoco podía animarles a salir de ellos. Si le acosaban para pronunciarse sobre la moralidad de un régimen político, aducía que no le correspondía a él hacerlo, sino a la jerarquía eclesiástica, si es que lo veía oportuno –y, para bien o para mal, no hubo ninguna declaración eclesiástica oficial de condena al régimen franquista.
Por encima de todo, Escrivá velaba por preservar la libertad de los miembros del Opus Dei en materias opinables, una idea que hoy día parece más o menos asimilada y de sencilla explicación, pero que en aquellos momentos de mayor polarización ideológica y maniqueísmo político era más complejo postular y defender. Por muy dictatorial que fuera, el régimen franquista no había sido rechazado por la autoridad eclesiástica competente, por lo que Escrivá, concluía él mismo, no tenía nada más que decir. Por lo demás, y aunque este dato sea circunstancial en esta argumentación porque no afecta a la esencia del problema sino a sus efectos coyunturales, es un hecho innegable que la labor de los tecnócratas supuso un aumento considerable del nivel económico de España, un crecimiento de las posibilidades de acceso a la cultura, y un aumento de la (relativa) pluralidad ideológica que tan providenciales se mostraron a la hora de la Transición democrática española de la segunda mitad de los setenta. Esto lo han reconocido unánimemente todos los estudiosos del período, que enfatizan el carácter modélico de la transición democrática española como una reforma sin degenerar en revolución, al tiempo que apuntan lo beneficioso que fue para el milagro español el crecimiento económico, la favorable coyuntura internacional y la oportuna explotación del turismo[100].
Los especialistas también han reconocido que no se pueden unir las dos etiquetas, Opus Dei y tecnocracia: «el atribuir el giro de la política económica a la influencia exclusiva del Opus Dei aparece como un grave error»[101]. Sea como fuere, Escrivá siguió con su norma de no interferir en la orientación política o ideológica de los miembros del Opus Dei, aunque esto le reportara abundantes quebraderos de cabeza. Durante aquellos años, llegó a comentar a uno de los directores regionales del Opus Dei de España: «me quitarían muchos problemas si esos hermanos tuyos no fueran ministros, pero si yo insinuase eso no respetaría su libertad y destrozaría la Obra»[102].
El hecho es que la campaña surgida desde 1957 en España contra el Opus Dei y su presencia en la vida pública, confinada hasta entonces a las fronteras peninsulares, se extendió por todo el mundo a partir de 1964, azuzada por el interés mostrado por influyentes semanarios internacionales. El gran relato del Opus Dei como una fuerza política al servicio del falangismo (por muy inverosímil que fuera para el que tuviera un mínimo conocimiento de los sucesos acaecidos pocos años antes en España, con el hostigamiento de la Falange al Opus Dei, y el posterior enfrentamiento entre falangistas y tradicionalistas) se expandió tan rápido entre los países demócrata-liberales, a mi entender, por tres motivos. En primer lugar, porque desde esos países se identificaba, sin matices, al régimen franquista con los clásicos regímenes fascistas italianos y alemanes, lo cual supone un llamativo error desde el punto de vista estrictamente histórico y, por supuesto, de la historia intelectual y las ideologías. En segundo lugar, porque apoyar al fascismo significaba dar alas a las fuerzas que habían sido vencidas décadas atrás por los aliados, quienes habían tenido que pagar un altísimo precio humano y material por ello. En tercer lugar, porque en el mundo polarizado de la guerra fría, no había lugar para una tercera fuerza diferente a la de la democracia-liberal o el comunismo.
Culminación, globalización y crisis del gran relato (1967-1977)
El debate generado en torno a los tecnócratas se fue apaciguando a medida que avanzaban los años sesenta, en los que España se vio envuelta progresivamente en el tardofranquismo, y el contexto iba cambiando sensiblemente: si los tecnócratas se habían aprovechado a finales de los cincuenta del desvanecimiento de los debates esencialistas entre tradicionalistas y falangistas, a finales de los sesenta ellos mismos se vieron desplazados del centro neurálgico de la escena política por los nuevos movimientos ideológicos y sociales que se presentaron como alternativa a un régimen que languidecía, como por ejemplo el socialismo, el comunismo, el sindicalismo y los movimientos nacionalistas catalán y vasco. Quienes lideraron esos movimientos de contestación al franquismo empezaron a partir de entonces a copar los foros intelectuales y las luchas por el poder, aunque todavía desde fuera, y ellos fueron quienes protagonizarían poco más tarde la transición española de mediados de los años setenta.
Sin embargo, el gran relato del Opus Dei como una fuerza política y económica más que una institución con fines espirituales volvió a revitalizarse a raíz de la publicación de los libros de Daniel Artigues (El Opus Dei en España, 1968) y Jesús Ynfante (La prodigiosa aventura del Opus Dei,1970). El primero de ellos es un libelo contra el Opus Dei que tuvo una notoria influencia en España y Francia, cuyo autor firmó como Daniel Artigues, en realidad seudónimo de Jean Bécarud. Como su mismo autor reconoció más tarde en su autobiografía intelectual, el libro fue escrito sin hablar con ningún miembro del Opus Dei y sus principales fuentes fueron los ex-miembros de la institución críticos con ella. Bécarud reconoció treinta años después que eludió, «quizás equivocadamente», entablar contacto con representantes del Opus Dei, y finalmente, concluye:
De cualquier modo, al escribir en 1999, tengo que insistir en el hecho de que el Opus Dei ya no es en la actualidad lo que era hacia 1970, y que ahora me guardaría de emitir al respecto el menor juicio moral [...]. Un segundo y fundamental error procede del intento de establecer una relación entre el Opus Dei y la Institución Libre de Enseñanza, que tuve siempre en mente[103].
Cabe cuestionarse si el Opus Dei era el que había cambiado entre 1970 y 1999 o más bien el contexto. Como apunta el propio Bécarud, el Opus Dei quedó muchas veces aprisionado entre otras instituciones españolas de aquel período, que nada tenían que ver con su identidad –Institución Libre de Enseñanza, órdenes religiosas, partidos democrata-cristianos, asociaciones político-religiosas–, que curiosamente siempre eran tomados como puntos de comparación y analogía. En todo caso, es evidente que estos dos libros, azuzados por el peculiar ambiente del tardofranquismo y por los intereses económicos de sus editoriales, tuvieron una amplia difusión tanto en España como en el mundo francés y anglosajón.
Poco tiempo después, en febrero de 1972, el influyente semanario británico The Economist publicaba, en uno de sus monográficos sobre política internacional, un extenso reportaje sobre España, titulado «Between Past and Future»[104]. El reportaje sostenía que la clave de la estabilidad de Franco se podía resumir en que no se había comprometido del todo con ninguna de las fuerzas políticas que le habían seguido en el Alzamiento de 1936: militares, carlistas, falangistas, demócrata-cristianos y monárquicos:
The secret of General Franco’s survival over the 33 years since the civil war has been that he has never allowed one faction to grow too strong […]. Today, a new force has achieved political ascendency in Spain. Many of those aligned with it are too young to remember the civil war. Some call them simply the technocrats; to others, they are the disciplined militants of Opus Dei[105].
Cuando la evolución de la política española estaba tomando ya otros derroteros, el semanario argumentaba que los tecnócratas habían llegado justo en el momento en que parecía que las otras fuerzas del Movimiento habían perdido su oportunidad. Esto contribuyó, según la tesis defendida por el semanario británico, a que los tecnócratas fueran los encargados de ocupar ese vacío de poder. Desde un punto de vista mediático, era eficaz identificar un grupo que amparase sociológicamente a todos los tecnócratas. Apareció entonces el Opus Dei, que no tenía ningún interés en meterse en el avispero de las familias franquistas pero que fue introducido a la fuerza por el semanario británico, que se hacía eco de la problemática surgida en la España de 1957 con la entrada de los dos ministros del Opus Dei en el gobierno.
The Economist no hizo más que recoger este estado de cosas, sintetizar en un agudo artículo ese gran relato y divulgarlo por todo el mundo. Cinco años más tarde, en su siguiente monográfico dedicado a España («The New Spain», The Economist, 2 de abril de 1977), el gran relato creado por ellos mismos estaba consolidado. En el artículo había escasas referencias al Opus Dei pero, lo que es más importante, se daba por hecho algunos de estos mitos como si fueran realidades. De Laureano López Rodó se afirmaba tranquilamente que era el líder miembro de una orden laica secreta («a leading member of the wealthy and secretive lay order», p. 18). Con todo, es evidente que el Opus Dei no asumía el protagonismo que se le había asignado en el monográfico de 1972. El mito seguía en pie, aunque había remitido en intensidad. La salida de los últimos ministros del Opus Dei, con la remodelación del gabinete a principios de 1974, tras el asesinato del Almirante Carrero Blanco, hizo atenuar lógicamente el protagonismo mediático que la institución había tenido, muy a su pesar, hasta ese momento.
En ese mismo artículo de 1977 se hacía referencia también a una idea que, con el tiempo, tendría un cierto eco en la opinión pública, pero que, con todo, no acabaría constituyendo un verdadero gran relato. Para algunos observadores, el Opus Dei era considerado como un nuevo tipo de calvinismo católico, que exaltaba la importancia del trabajo cotidiano y que había llevado a sus miembros a tener suficiente competencia y racionalidad como para dirigir la economía española. De este pequeño relato se haría eco, bastantes años después, Joan Estruch, en su tesis doctoral sobre el Opus Dei, publicada en 1994, y ha dado lugar a una derivación del gran relato en la consideración del Opus Dei como una fuerza en la que convergen las etiquetas conservadoras y modernizantes –en la línea de las teorías sociológicas generales sobre la modernización y su relación con la religión y los procesos de secularización[106]. La aparición de la idea de modernización está obviamente relacionada con que a pocos observadores se les escapa la aportación objetiva de algunos miembros del Opus Dei (Ullastres, López Rodó, López Bravo) a la modernización económica y política de España, así como la contribución de algunos otros (Amadeo de Fuenmayor) a su modernización religiosa, a través de la ley de libertad religiosa.
En todo caso, según el gran relato de los tecnócratas, el espíritu fascista del régimen franquista habría impregnado el Opus Dei, dotándole de una tendencia conservadora en lo político e integrista en lo doctrinal que ya no abandonaría en el futuro. Todavía hoy, podemos apreciar la vigencia de este relato en algunos de los medios de información más influyentes[107]. Pero, de hecho, nadie puede documentar hoy en día un alineamiento de Escrivá en uno u otro bando. John Allen comenta sutilmente:
En las décadas de 1930 y 1940, cuando el sentimiento aplastante en la España católica era profranquista, el silencio de Escrivá se interpretó a menudo como la señal de un liberalismo escondido; hacia las décadas de 1960 y 1970, cuando la opinión de los católicos había cambiado, ese mismo silencio se interpretó como una máscara del conservadurismo profranquista[108].
Además, si el Opus Dei hubiera buscado poder e influencia, sus ocho ministros en los treinta y seis años del franquismo habrían aumentado todavía más (en su número y en su capacidad de influencia) durante la Transición, cosa que no sucedió. La nómina de ministros del Opus Dei disminuyó radicalmente a partir de la remodelación del gobierno de Franco en enero de 1974, tras el asesinato de Carrero Blanco –lo que también desmitificaba la supuesta hegemonía de López Rodó en los gobiernos de Franco. Entre los miembros del Opus Dei, sólo Antonio Fontán fue ministro de Administración Territorial entre 1979 y 1980, e Isabel Tocino y Federico Trillo en gabinetes de la presidencia de José María Aznar (1996-2004).
Desde 1975, con la muerte de Franco y del propio fundador del Opus Dei, hasta 1980, las cosas volvieron a entrar en un cierto periodo de normalidad, típico de los momentos de decadencia de un gran relato. Como factores que contribuyeron a esta decadencia, subrayaría dos: por un lado, dejaron huella las declaraciones hechas por el Opus Dei, por su fundador, y por sus propios miembros, confirmando su libertad en cuestiones políticas e ideológicas; por otro, los hechos mismos fueron constatando la falsedad del gran relato. Éste pudo y puede continuar perviviendo cambiando y adaptándose, pero es evidente que ya ha perdido fuerza.
Por una parte, fue aumentando la conciencia por parte de los historiadores de que la labor de los tecnócratas era más compleja de lo que se venía diciendo, lo que llevó a introducir el término desarrollistas y a las reflexiones sobre la modernización de España y su relación con la religión que han llevado a cabo sociólogos como José Casanova[109]. Por otra parte, quedó más patente, con el paso del tiempo, el pluralismo que se daba entre miembros del Opus Dei, y el hecho de que algunos se opusieron al régimen, tal como se ha detallado anteriormente.
La propia evolución de la coyuntura histórica, en concreto en el tardo-franquismo, contribuyó a la disipación del gran relato. El atentado a Carrero Blanco tuvo como consecuencia la desaparición de López Rodó, lo que puso de relieve que era Carrero y no López Rodó quien tenía un acceso más directo a Franco y, por tanto, al poder. Después de la muerte de Franco, hubo personas del Opus Dei que se manifestaron seguidoras del partido en el que recabó López Rodó (Alianza Popular), otras que se comprometieron con el proyecto liderado por Adolfo Suárez (Unión de Centro Democrático), otros con los nacionalistas catalanes o vascos (como Unió Democrática de Cataluña, Convergencia Democrática de Cataluña, Partido Nacionalista Vasco), y otros buscaron una anacrónica restauración de la democracia cristiana.
También contribuyó decisivamente el hecho del honesto reconocimiento de algunos autores de la superficialidad científica con la que habían procedido en sus investigaciones (el citado caso de Jean Bécarud es muy notorio) y, sobre todo, el hecho de que un número cada vez mayor de historiadores, basados en fuentes primarias, matizaron sus afirmaciones o publicaron monografías de rigor. Así, los historiadores y sociólogos que adoptaron las obras de Artigues y de Ynfante como una de sus principales fuentes de información y documentación (Juan José Linz, Raymond Carr, Guy Hermet y Paul Preston[110]) han ido siendo sustituidos, con el paso del tiempo, por autores mejor documentados a partir de los años noventa, ampliando sus fuentes sobre el Opus Dei y reduciendo la tendencia sensacionalista y apriorística que había predominado en años anteriores. La lista empieza a ser ya notoria: Carolyn P. Boyd (1997), Vicente Cárcel Ortí (1997), Stanley G. Payne (1997), José Andrés-Gallego y Antón Pazos (1998), Javier Tusell (1998), Gonzalo Redondo (1999, 2005, 2009), William J. Callahan (2000), Mercedes Cabrera y Fernando Del Rey (2002), Santos Juliá (2004)[111]. Algunos de estos nuevos trabajos no son ajenos del todo al gran relato del Opus Dei, pero desde luego sus análisis más documentados y menos apasionados representan un paso adelante hacia el predominio de lo rigurosamente histórico sobre lo mitificante o metarrealista.
Conclusiones
Desde la fundación del Opus Dei (1928) hasta finales del franquismo se pueden distinguir diferentes oleadas en la evolución del gran relato: desde la consideración del Opus Dei como una peligrosa novedad e incluso una herejía en el seno del catolicismo posterior a la Guerra Civil hasta su presentación como una organización conservadora con ambiciones políticas y económicas en la España fuertemente ideologizada del franquismo y en los ambientes occidentales marcados por la guerra fría y el sesentayochismo. En este estudio, ha interesado sobre todo enfatizar el carácter proyectivo de estos metarrelatos en torno al Opus Dei, partiendo del hecho de que han ido variando al compás de la paralela mutación del ambiente político, cultural e ideológico de la sociedad occidental, y de la misma situación de la Iglesia Católica. Es decir, que cada relato forjado en torno al Opus Dei refleja unas determinadas mentalidades, identificadas más con los valores proyectados por la sociedad en ese momento que con la propia naturaleza de la institución.
Como consecuencia, el mito del Opus Dei se ha modificado, consolidado y evolucionado a lo largo del tiempo como una realidad mutante, adaptada a las variaciones de las épocas y las mentalidades, y como respuesta a las necesidades de los paradigmas generados por la sociedad occidental durante la segunda mitad del siglo XX[112]. La primera oleada responde a los recelos de una sociedad en la que los religiosos y eclesiásticos gozaban de gran prestigio, y en la que los laicos eran considerados sólo como elementos subordinados a la jerarquía; por tanto, se percibía el Opus Dei como una amenaza de la estabilidad de la vida de la Iglesia, con su mensaje «revolucionario». Estos malentendidos, localizados en un principio en el ámbito clerical, fueron aprovechados por la Falange, que se unió a los ataques desde su posición hegemónica en la vida política y cultural de la primera España franquista de partido único. El momento álgido de esta fase del gran relato lo constituyeron los ataques recibidos por miembros del Opus Dei que frecuentaban las congregaciones marianas en Madrid y Barcelona (1940).
Durante esos mismos años cuarenta, el Opus Dei fue hostigado por la Falange, que lo consideraba como un competidor en la dura pugna por la repartición de los centros del poder en el primer franquismo, a pesar de la pequeña dimensión que todavía tenía la institución y que sus actividades estaban restringidas al campo espiritual. Esta conjetura se concretó en la acusación de «asalto» a las cátedras universitarias por parte del Opus Dei. Este recelo se proyectará a principios de los cincuenta, cuando algunos miembros del Opus Dei (particularmente, Rafael Calvo Serer) empezarán a tener una mayor presencia pública.
A partir de los años sesenta, los ataques dejaron de proceder de la derecha (si encajamos a la Falange Española en esta categoría) y empezaron a pro-venir significativamente de la izquierda. El Opus Dei pasó a ser considerado un engendro franquista, que pretendía alargar la vida del lánguido régimen gracias a la eficaz política económica de los tecnócratas. El Opus Dei se habría hecho con el poder político, aprovechando la decadencia de sectores ideológicos como la Falange o los Propagandistas, que, en otro tiempo, habían concentrado todo el poder. El mito se extendió acríticamente a algunos ambientes eclesiásticos, que empezaron a considerar al Opus Dei como una organización conservadora, integrista y reaccionaria, recelosa de las reformas del Concilio Vaticano II (1962-1965). Esta segunda oleada abarcó, pues, desde las críticas a los tecnócratas por parte de falangistas y otras familias franquistas, hasta la actitud adversa de algunos eclesiásticos en el contexto de las tensiones que conoció el período postconciliar. A partir de 1975, con la muerte de Franco y la consolidación de la democracia en España, así como con la cada vez más amplia expansión internacional del Opus Dei, el relato llegó a su fin, aunque persistan todavía hoy anacrónicas secuelas fruto de la inercia.
Ante tantas mutaciones de la imagen del Opus Dei es fácil cuestionarse si es la propia institución o su imagen la que se ha visto alterada. Aparte de la evidencia de la continuidad histórica del Opus Dei como institución, un dato emerge con claridad: el Opus Dei ha reiterado las declaraciones proclamando la orientación espiritual de su actividad. Así, el hecho de que una persona pertenezca al Opus Dei no es ni más ni menos relevante para sus decisiones que el de ser un cristiano que desea comportarse de modo coherente con su fe. Por tanto, en una historia política o ideológica resulta irrelevante, cuando no equívoco, señalar que un determinado personaje público forma parte del Opus Dei.
Llegados a este punto, es preciso preguntarse por algunos factores que parecen repetirse en la historia narrada en este artículo, desde las primeras calumnias contra el Opus Dei en el Madrid de la postguerra hasta los últimos coletazos a finales de la época franquista. En primer lugar, cabe destacar la capacidad de renovación, regeneración y mutación de los mitos en torno al Opus Dei. Para alguien que se acerque a esta realidad sin haberla vivido, este asunto se transforma en un campo de experimentación prototípico de las periódicas renovaciones que precisa la memoria histórica para retroalimentarse. Considerando las muy diversas críticas recibidas por el Opus Dei en ese periodo (1940-1977), algunas de las cuales se presentan totalmente opuestas entre sí, parece inverosímil que su objetivo haya sido siempre la misma institución, y no diversas. Las críticas aparecen así totalmente irracionales, contraviniendo el principio de no-contradicción: la misma persona es falangista y perseguida por los falangistas, herético y perseguido por los enemigos de la Iglesia, renovador y acusado de conservadurismo. Escrivá de Balaguer mismo recuerda que le tildaron de masón, «de monárquico, de antimonárquico, de falangista, de carlista, de anti-carlista». En plena guerra mundial «iban las mismas personas –o gentes movidas por ellos– a las Embajadas de los aliados, para decir que yo era germanófilo; y a las representaciones de Alemania e Italia, para decir que yo era anglófilo»[113].
Al mismo tiempo, y quizás menos paradójicamente de lo que parece, esa misma variedad del fondo de las críticas es compatible con la mutua retroalimentación de los diversos grandes relatos. Unas palabras del fundador del Opus Dei, quien sufrió en primera persona tanta diversidad de críticas, son bien elocuentes de esta realidad:
En aquellos primeros momentos fuertes, que no son fáciles de describir, porque removieron a muchas almas contra el Opus Dei y en contra de mí, decía a los hermanos vuestros, que tenía cerca: hijos míos, lo malo no es esta campaña de ahora, lo malo será que después repetirán lo mismo los fanáticos y los enemigos de la Iglesia, reforzando sus calumnias con el falso testimonio de estos santos varones. Y, efectivamente, así sucede. Todas las falsedades contra la Obra que ahora se difunden, no son nuevas: son francamente viejas, son las inventadas entonces, hace tantos años[114].
Lo que está en juego en la desaparición de este gran relato, o su sustitución por una interpretación con base histórica, es el reconocimiento de la finalidad apostólica del Opus Dei y la consiguiente libertad política y profesional de sus miembros. Existe una notoria contradicción entre el hecho de la tarea del Opus Dei, de alcance internacional, extendida a personas de todas las condiciones sociales, y materializada en innumerables iniciativas de carácter educativo y asistencial, por un lado, y el hecho de que sus autoridades puedan dar orientaciones sobre la política en un país concreto, por otro. La expansión por países de tan diversas circunstancias ideológicas y situaciones políticas sólo es posible si sus miembros tienen conciencia de su libertad y si las autoridades del Opus Dei la respetan plenamente. La expansión del Opus Dei es, en suma, una confirmación de la honestidad de las declaraciones de su fundador y de sus dirigentes respecto a la autonomía de sus miembros en los ámbitos humanos, sean éstos políticos, económicos, profesionales, culturales.
Jaume Aurell. Profesor titular de Historia de la Universidad de Navarra. Especialista en historiografía medieval y contemporánea, ha publicado Els mercaders catalans al Quatre-Cents (1996), La escritura de la memoria. De los positivismos a los postmo-dernismos (2005) y Authoring the Past. History, Autobiography and Politics in Me-dieval Catalonia (2012). Ha editado, junto a Pablo Pérez, Católicos entre dos guerras. La historia religiosa de España en los años veinte y treinta (2005) y publicado algunos artículos sobre las relaciones entre autobiografía e historia en las revistas Annales, Biography, Viator, Rethinking History y Prose Studies.
e-mail: saurell@unav.es
[1] Sobre la naturaleza del Opus Dei, hay algunos estudios que considero imprescindibles para todo aquel que quiera entender esta realidad, más allá de las deformaciones a las que hago referencia en este artículo. Son, por este orden: Pedro Rodríguez – Fernando Ocáriz – José Luis Illanes, El Opus Dei en la Iglesia. Introducción eclesiológica a la vida y el apostolado del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1993; Amadeo de Fuenmayor – Valentín Gómez-Iglesias – José Luis Illanes, El Itinerario Jurídico del Opus Dei: Historia y defensa de un carisma, Pamplona, Eunsa, 1989; Andrés Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei. Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp (3 vols.: 1997, 2002, 2003; Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1968.
[2] Es importante aclarar que parto aquí de la definición de gran relato en su acepción pro-piamente historiográfica, surgida de los ambientes postmodernos, que se desarrolló con fuerza a partir de los años setenta del siglo pasado. Dejo de lado, por tanto, otros significados relacionados con otras disciplinas, particularmente la teológica.
[3] Jean-François Lyotard, La condición postmoderna: informe sobre el saber, Madrid, Cátedra, 1984 (versión original francesa de París, Minuit, 1979).
[4] Para el concepto de la memoria colectiva, clave para la comprensión de la formación de los grandes relatos, cfr. los estudios clásicos de Maurice Halbwachs, On Collective Memory, Chicago, The University Press of Chicago, 1992 (1950) y Gérard Namer, Mèmoire et sociéte, París, Méridiens Klincksieck, 1987
[5] Cfr. Marshall McLuhan, Understanding Media. The Extensions of Man, New York, McGraw-Hill, 1964, cap. 1.
[6] Los forjadores del concepto de imaginario histórico fueron sobre todo los historiadores de la tercera generación de los Annales, historiadores vinculados a la historia de las mentalidades, como Gerges Duby, Jacques Le Goff y Emmanuel Le Roy Ladurie: cfr Jaume Aurell, La escritura de la memoria. De los positivismos a los postmodernismos, Valencia, PUV, 2005, pp. 97-105.
[7] Cfr. José Álvarez Junco, Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, Santillana USA Pub., 2001; Ismael Saz, España contra España. Los nacionalismos franquistas, Madrid, Marcial Pons, 2003; Santos Juliá, Historia de las dos Españas, Madrid, Taurus, 2004.
[8] Cfr. Manuel Pérez Ledesma, Grandes relatos sobre las dos Españas, «Revista de Libros» 100 (Abril 2005), p. 32.
[9] Cfr. las noticias de estos primeros miembros del Opus Dei que ofrece Andrés Vázquez de Prada, El Fundador, vol. I, a través de su índice onomástico.
[10] La extensión de la labor del Opus Dei a mujeres se había iniciado ya a comienzo de los años treinta, pero se vio interrumpida con la Guerra Civil. En 1939 pertenecía al Opus Dei sólo una mujer, Dolores Fisac, aunque pronto se le unieron otras. A este respecto, cfr. también la recién citada obra de Vázquez de Prada.
[11] Los Apuntes íntimos son unos escritos de carácter autobiográfico que el propio Josemaría Escrivá iba anotando en unos cuadernos, que se han conservado casi en su totalidad. Tratan tanto de cuestiones de su estricta vida interior como de aspectos del desarrollo de la institución que había fundado el 2 de octubre de 1928. En algunas épocas escribió casi diariamente los acontecimientos que le iban sucediendo, sus reacciones ante ellos y sus experiencias espirituales. Poseen un notable valor como fuente documental, atendiendo a la proximidad cronológica entre lo que se narra y el momento en el que es narrado. Se pueden consultar bastantes de esas notas (aunque algunas están incompletas y otras no fechadas) en Vázquez de Prada, El Fundador, vol. I, especialmente, pp. 337-350.
[12] Josemaría Escrivá de Balaguer, Apuntes íntimos n. 1240, 11 de marzo de 1935, citado en Vázquez de Prada, El Fundador, vol. I, p. 549.
[13] A estas noticias se refiere Josemaría Escrivá en carta del obispo de Madrid, Leopoldo Eijo y Garay al abad coadjutor de Montserrat, Aurelio María Escarré, de 21 de junio de 1941 (conservada en el Archivo General de la Prelatura del Opus Dei [AGP], serie A-5, 209-3-7).
[14] Sobre la Congregación Mariana de Madrid, cfr. Carlos López Pego, La Congregación Mariana Universitaria de Madrid, Madrid, Desclée de Brouwer, 1999.
[15] Cfr. Josemaría Escrivá, Apuntes íntimos n. 1626, 15 de noviembre de 1940, cit. en Vázquez de Prada, El Fundador, vol. II, p. 442.
[16] Cfr. carta de san Josemaría a Leopoldo Eijo y Garay, 23 de abril de 1940, AGP, serie A-3.4, 256-4.
[17] Carta de san Josemaría a Miguel de los Santos Díaz Gómara, 15 de septiembre de 1940, AGP, serie A-3.4, 256-5.
[18] En AGP se conservan bastantes documentos que confirman esta realidad: por ejemplo, Documento de solicitud de residencia de estudiantes en Salamanca, de 18 de enero de 1945, con respuesta positiva de la Cancillería-Secretaría del Obispado de Salamanca, de 29 de enero de 1945, Expediente AGP, L-3-3-5; Permiso para abrir residencia en Valladolid del 29 de enero de 1945, con respuesta positiva del 5 de febrero de 1945, Expediente AGP, L-3-3-7; Permiso de residencia y oratorio semipúblico en Granada, del 2 de octubre de 1945 («Suplica: 1º.–La bendición y aprobación de V.E. para esta labor de apostolado en la Residencia de Estudiantes. 2º.–La concesión de Oratorio semipúblico con Sagrario para dicha Residencia»), con respuesta de 8 de octubre de 1945, Expe-diente, AGP, L-3-3-13; Petición de apertura de oratorio semipúblico en Barcelona, de 3 de mayo de 1945, con respuesta de 16 de mayo de 1945, Expediente en AGP, L-3-3-15. Es de notar que en todas las peticiones los obispos respectivos responden con celeridad, prueba de que probablemente ya conocían previamente la labor del Opus Dei y de su fundador. Cfr. también Benito Badrinas, Josemaría Escrivá de Balaguer, sacerdote de la diócesis de Madrid, en «Cuadernos del Centro de Documentación y Estudios Josemaría Escrivá de Balaguer» III (1999), pp. 47-76.
[19] Es importante aclarar que la cuestión de la polémica sobre el Opus Dei y las congregaciones marianas se enmarca en un debate más general entre organizaciones laicas y religiosas, y el modo de organizar la vida de la Iglesia. Sobre este asunto, ver, por ejemplo el apartado La polémica entre la Acción Católica y las Congregaciones Marianas, en Gonzalo Redondo, Política, cultura y sociedad en la España de Franco. Tomo I. La configuración del Estado español, nacional y católico (1939-1947), Pamplona, Eunsa, 1999, pp. 552-559.
[20] Testimonio de Santiago Balcells Gorina, AGP, serie A-5, 195-2-2, pp. 8-10.
[21] Cfr. Alfonso Balcells, Memòria Ingènua, Barcelona, La Formiga d’Or, 2005, pp. 106-116. Para el contexto, cfr. Frederic Udina i Martorell, El Pare Vergés, S.I., Apòstol de la Joventut. La Congregació de la Immaculada, 1923-1953, Barcelona, F. Udina, 1995. Sobre el apostolado de los jesuitas con la juventud durante el primer franquismo, cfr. Manuel Revuelta González, En la España de Franco: desde el fin de la guerra hasta el Concilio (1940-1965), en Teófanes Egido (coord.), Los jesuitas en España y en el mundo hispánico, Madrid, 2004.
[22] Testimonio de Rafael Escolà Gil, AGP, serie A-5, 435-1-2, p. 10.
[23] De una nota anónima, recibida por Rufino Aldabalde Trecu, sacerdote vasco, quien escribió en ella: «Entregado por un P. Jesuita al Superior de S. Felipe Neri en Barcelona el 7 de mayo de 1941», reseñado en Vázquez de Prada, El Fundador, vol. II, p. 478, quien cita la carta de san Josemaría a Leopoldo Eijo y Garay, del 14 de mayo de 1941, AGP, serie A-3.4, 257-1.
[24] Pascual Galindo era un amigo de José María Albareda, a quien había enviado las direcciones de los guías que les podrían ayudar en el paso de los Pirineos, en plena Guerra Civil. Cfr. Vázquez de Prada, El Fundador, vol. II, p. 483, nota 76, quien a su vez remite al testimonio de Laureano López Rodó, AGP, serie A-5, 434-1-3, p. 5.
[25] Carta de san Josemaría a Leopoldo Eijo y Garay, 31 de mayo de 1941, AGP, serie A-3.4, 257-1.
[26] Cfr. Testimonio de Manuel Botas Cuervo, AGP, serie A-5, 197-1-6; Carlos López Pego, La Congregación de «Los Luises» de Madrid. Apuntes para la Historia de una Congregación Mariana Universitaria de Madrid, Madrid, Desclée de Brouwer, 1999. Cfr. también el epistolario sobre Carrillo que aporta Juan María Laboa, Papeles viejos, noticias nuevas, «XX Siglos» 56 (2006), pp. 93-107.
[27] Cfr. Balcells, Memòria, pp. 106-108.
[28] Cfr. ibid., p. 116.
[29] Cfr. especialmente Udina i Martorell, El Pare Vergés.
[30] Testimonio de Florencio Sánchez-Bella, Servi Dei Iosephmariae Escrivá de Balaguer, Positio supra vita et virtutibus, Summarium (en adelante, Summarium) n. 7492.
[31] Testimonio de Amadeo de Fuenmayor, AGP, serie A-5, 212-1-6, p. 4.
[32] Testimonio de Javier de Ayala, Summarium, n. 7586.
[33] Sobre la naturaleza y alcance de esta primera aprobación jurídica, cfr. De Fuenmayor – Gómez-Iglesias – Illanes, El itinerario jurídico, pp. 85-114.
[34] Sobre el contexto de esta época, cfr. especialmente Gonzalo Redondo, Política, cultura y sociedad; Alvaro Ferrary, El franquismo: minorías políticas y conflictos ideológicos (1936-1956), Pamplona, Eunsa, 1993; Ricardo Chueca, El fascismo en los comienzos del régimen de Franco. Un estudio sobre la F.E.T. de las J.O.N.S., Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1983.
[35] Testimonio Alfonso Balcells Gorina, AGP, serie A-5, 195-2-1, p. 8; cfr. Balcells, Memòria, pp. 105-144.
[36] Carta de Aurelio María Escarré a Leopoldo Eijo y Garay, 1 de noviembre de 1941, copia conservada en AGP, serie A-5, 209-3-7.
[37] Carta de Leopoldo Eijo y Garay a Alfonso Balcells Gorina, 2 de junio de 1941, AGP, serie A-5, 209-2-1.
[38] Testimonio de Luis López Ortiz, magistrado del Tribunal Supremo, jubilado, 16 de enero de 1976, AGP, serie A-5, 222-3-10.
[39] Nota de san Josemaría, 19 de diciembre de 1941, AGP, serie A-1, 15-2-19, cit. en Vázquez de Prada, El Fundador, vol. II, p. 517.
[40] Relación elaborada por san Josemaría sobre una conversación con María Teresa Llopis, 19 de diciembre de 1941, AGP, serie A-1, 15-2-19.
[41] El informe, fechado en Madrid a 16 de enero de 1942, se encuentra publicado parcialmente por José Luis Rodríguez Jiménez, Historia de la Falange Española de las JONS, Madrid, Alianza, 2000, pp. 420-423.
[42] Testimonio de Eduardo Alastrué, AGP, serie A-5, 191-2-2, p. 22.
[43] Cfr. Stanley G. Payne, Fascism in Spain, 1923-1977, Madison, University of Wisconsin Press, 1999, pp. 239-398.Cfr. también Jordi García García, La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España, Barcelona, Anagrama, 2004; Ismael Saz Campos, Fascismo y franquismo, Valencia, Universidad de Valencia, 2004; Sheelagh Ellwood, Prietas las filas. Historia de la Falange Española, 1933-1983, Barcelona, 1984.
[44] Carta de san Josemaría a Leopoldo Eijo y Garay, 17 de febrero de 1943, AGP, serie A-3.4, 257-5.
[45] Relación de José Manuel Casas Torres sobre la visita a la Residencia de Diego de León de un agente del Servicio de Información de la Delegación de Falange, Madrid, 6 de febrero de 1943, AGP, serie A-5, 202-3-(2).
[46] Cfr. De Fuenmayor – Gómez-Iglesias – Illanes, El itinerario jurídico, especialmente el apartado El Opus Dei, Instituto Secular, pp. 145-194.
[47] Carta de san Josemaría, 29 de septiembre de 1947 / 14 de febrero de 1966, nn. 3 y 18, AGP, serie A-3, 93. Se trata de una extensa carta que el autor prefirió que quedara inédita.
[48] Para un estudio en detalle de la evolución de la universidad española de la posguerra cfr. Gonzalo Pasamar, Historiografía e ideología en la posguerra española. La ruptura de la tradición liberal, Zaragoza, Universidad de Zaragoza, 1991, que está bien documentado pero con quien no comparto sus planteamientos maniqueístas; Carolina Rodríguez López, La Universidad de Madrid en el primer franquismo: ruptura y continuidad (1939-1951), Madrid, Dykinson, 2002; José Ramón Cruz Mundet, Archivos universitarios e historia de las universidades, Madrid, Dykinson, 2003; para los aspectos legislativos e institucionales, cfr. Manuel Martínez Neira –José María Puyol Montero y Carolina Rodríguez López, La universidad española 1889-1939. Repertorio de legislación, Madrid, Dykinson, 2004; sobre la depuración intelectual en el primer franquismo, cfr. Patricia Zambrana – Elena Martínez Barrios, Depuración política universitaria en el primer franquismo, Málaga, Publicaciones de la cátedra de Historia del Derecho y de las Instituciones de la Universidad de Málaga, 2001; y, más tangencialmente, Julián Casanova (ed.), Morir, matar, sobrevivir. La violencia en la dictadura de Franco, Barcelona, Crítica, 2004. Sobre el exilio de los intelectuales, José Luis Abellán (ed.), El exilio cultural de la Guerra Civil, 1936-1939. IV, 60 años después, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2001; sobre la enseñanza en la primera universidad franquista, María Ángeles Sotés, Universidad franquista: debate sobre la libertad de enseñanza (1939-1962), Pamplona, Eunsa, 2004; sobre la oposición al franquismo desde la universidad, cfr. José Álvarez Cobelas, Envenenados de cuerpo y alma. La oposición universitaria al franquismo en Madrid, 1939-1970 Madrid, Siglo XXI de España, 2004; Jordi García García, La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España, Barcelona, Anagrama, 2004.
[49] Sobre el tema de las cátedras del Opus Dei, cfr. Onésimo Díaz Fernández, Rafael Calvo Serer y el grupo “Arbor”, Valencia, Universitat de València, 2008, pp. 358-359, con abundantes referencias documentales y bibliográficas que tomo como base para los comentarios del texto.
[50] José Orlandis, Años de juventud en el Opus Dei, Madrid, Rialp, 1993, p. 182.
[51] Díaz, Rafael Calvo Serer, p. 359.
[52] Sobre la cuestión de los intelectuales de la posguerra, y la lucha por el dominio de la universidad, cfr. Juliá, Historia, pp. 355-408 (del cap. 9: «Excluyentes y comprensivos: intelectuales como dueños de la memoria y políticos de la cultura»). Allí se pone de manifiesto que todos los intelectuales católicos vieron la universidad como una plataforma inmejorable para redimir a España de su Guerra Civil y recuperar su genuino catolicismo, algo que era visto no sólo como una tarea propiamente espiritual sino también patriótica. Juliá pone de manifiesto que en esta labor de recuperación difícilmente se puede hablar de un grupo, y que entre los mismos miembros del Opus Dei comprometidos con esta empresa no había ni mucho menos unanimidad a la hora de elegir los procedimientos adecuados para la recristianización de España.
[53] Josep Maria Muñoz i Lloret, Jaume Vicens i Vives. Una biografía intelectual, Barcelona, Edicions 62, 1994, pp. 32-38.
[54] Ángel Sesma, El discreto magisterio de Don José María Lacarra, «Revista de Historia. Jerónimo Zurita» 73 (1998), pp. 69-87.
[55] Ignacio Peiró – Gonzalo Pasamar, Diccionario de Historiadores españoles contemporáneos, Madrid, Akal, 2002, pp. 251-252.
[56] José Manuel Pérez Prendes, Luis García de Valdeavellano. Marco y notas para una biografía intelectual, «Revista de Historia. Jerónimo Zurita» 73 (1998), pp. 252-282.
[57] Peiró – Pasamar, Diccionario de Historiadores, pp. 257-258.
[58] Un mayor detalle de lo que expongo en este párrafo en Jaume Aurell, Le médiévisme espagnol au XXe siècle. De l’isolationnisme à la modernisation, «Cahiers de civilisation médiévale» : X-XII siècles 48 (2005), pp. 201-218.
[59] Fernando Fernández (ed.), El espíritu de la Rábida, Madrid, Unión Editorial, 1995.
[60] La figura más significativa en esta línea tal vez sea Alberto Martín Artajo, miembro de la Asociación Católica de Propagandistas y presidente en 1940 de la Acción Católica Española, que ocupó el Ministerio de Asuntos Exteriores desde 1945 a 1957.
[61] La bibliografía para este tema es cuantiosa. Me baso aquí sobre todo en las detalladas anotaciones de Gonzalo Redondo, Política, cultura y sociedad en la España de Franco, 1939-1975. Tomo II/2. Los intentos de las minorías dirigentes de modernizar el Estado tradicional español, Pamplona, Eunsa, 2009 (parte III: La lucha por el control político del estado español, 1951-1956); en el documentado trabajo de Díaz, Rafael Calvo Serer, en los comentarios de Juliá, Historia, pp. 355-407. No comparto con éste último su tendencia a agrupar a los miembros del Opus Dei en un mismo grupo, facción o familia política (justo la interpretación contraria a la que defiendo en mi artículo), pero me parece un acierto su tendencia a basarse en documentación de primera mano, particularmente en los artículos publicados por los protagonistas en revistas y periódicos del momento.
[62] Por aquellos años, uno de los componentes del primer grupo denominó a estas dos facciones comprensivos (falangistas) y excluyentes (tradicionalistas), en referencia a la medida en que acogieran o no planteamientos del pensamiento dominante en la Europa de la época, cfr. Dionisio Ridruejo, Excluyentes y comprensivos (17 de abril de 1952), recogido en Id., Casi unas memorias, Barcelona, Planeta, 1976, pp. 301-303.
[63] Para este tema, cfr. Juliá, Historia, p. 358.
[64] Peiró – Pasamar, Diccionario de Historiadores, voz Rafael Calvo-Serer, pp. 150-152.
[65] La amistad de Vicens con Calvo y Pérez Embid está bien documentada en Muñoz i Lloret, Jaume Vicens i Vives, pp. 174-175, y en Jaume Sobrequés, Història d’una amistat. Epis-tolari de Jaume Vicens i Vives i Santiago Sobrequés i Vidal (1929-1960), Barcelona, Vicens Vives, 2000, pp. 612-619.
[66] Rafael Calvo Serer, La politique intérieure dans l’Espagne de Franco, «Écrits de Paris», septiembre de 1953, pp. 9-18. Sobre las notables repercusiones de este artículo en la vida pública española y en el propio itinerario de Calvo Serer, cfr. especialmente Díaz, Rafael Calvo Serer, 529-578. El artículo fue anacrónicamente aprovechado, años después de su publicación, por uno de los adversarios del Opus Dei para ahondar en la tesis de la institución como grupo de presión: Daniel Artigues, El Opus Dei en España, París, Ruedo Ibérico, 1971, pp. 164-173.
[67] Ridruejo, Casi unas memorias, p. 302 (transcripción del artículo original de 1952).
[68] En este punto es donde me alejo más de la tesis de Santos Juliá, quien traza una continuidad entre excluyentes y tecnócratas (como si hubiera una misteriosa continuidad entre Calvo Serer y López Rodó, que él atribuye al hecho de ser los dos miembros del Opus Dei pero que, evidentemente, como trataré de explicar, no existe) y una transición de los comprensivos a los demócratas (algo que tiene más sentido y que él justifica más propiamente): Juliá, Historia, pp. 391-403.
[69] Cfr. por ejemplo, The Observer, 3 de marzo de 1957; Daily Express, 12 de marzo de 1957; Daily Telegraph, 1 de mayo de 1957. Esta denominación se trasladó también a la prensa francesa, como Le Monde.
[70] Sobre esta declaración pública de la Secretaría General del Opus Dei en España y su contexto cfr. José Andrés-Gallego – Antón M. Pazos – Luís de Llera, Los españoles, entre la religión y la política. El franquismo y la democracia, Madrid, Unión Editorial, 1996, p. 136.
[71] Comunicado de la Secretaría General del Opus Dei, Roma, 17 de junio de 1962, cit. en Vázquez de Prada, El Fundador, vol. III, p. 527, nota 184.
[72] Carta de san Josemaría a Florencio Sánchez Bella, entonces consiliario del Opus Dei en España, 9 de octubre de 1965, copia en AGP, serie A-3.4, 283-2.
[73] Carta de san Josemaría a Francisco Javier de Borbón-Parma, 23 de mayo de 1964, copia en AGP, serie A-3.4, 280-4.
[74] Cfr. la transcripción de la carta de 26 de octubre de 1966 en AGP, serie A-3.4, 285-4, y las reacciones posteriores en Vázquez de Prada, El Fundador, vol. III, pp. 542-544; a ella hace referencia también Payne, Fascism, p. 442.
[75] La Croix, 26 de abril de 1966, y campañas organizadas por Le Nouvel Observateur, Le Canard Enchaîné, y Le Monde. Cfr. Vázquez de Prada, El Fundador, vol. III, p. 540, nota 211.
[76] Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n. 38. Entrevista del 16 de mayo de 1966.
[77] Ibid., n. 28. Entrevista del 15 de abril de 1967.
[78] Stanley G. Payne, El régimen de Franco, Madrid, Biografías Espasa, 1992; Ángel Bahamonde – Javier Cervera, Así terminó la guerra de España, Madrid, Marcial Pons, 1999; Javier Tusell, Franco y los católicos. La política interior española entre 1945 y 1957, Madrid, Alianza, 1984; Manuel Valdés Larrañaga, De la Falange al Movimiento (1936-1952), Madrid, Fundación Francisco Franco, 1994 ; Ricardo L. Chueca, El fascismo en los comienzos del régimen de Franco: un estudio sobre FET-JONS, Madrid, CIS, 1983.
[79] Cfr. Laureano López Rodó, Memorias, Barcelona, BPR, 1990, p. 96.
[80] Sobre la tradición de la democracia cristiana en España, y especialmente su incidencia en los años treinta, cfr. Javier Tusell, Historia de la Democracia Cristiana en España, Madrid, Sarpe, 1986, 2 vols.
[81] Una buena síntesis sobre la cuestión de los tecnócratas y su inexacta identificación con el Opus Dei, en Antonio Argandoña, El papel de los «tecnócratas» en la política y en la economía española, 1957-1964, en Paulino Castañeda – Manuel J. Cociña (coords.), Iglesia y poder político. Actas del VII Simposio de Historia de la Iglesia en España y América, Córdoba, Cajasur, 1997, pp. 221-235.
[82] Cfr. la documentada monografía de Manuel-Jesús González, La economía política del franquismo (1940-1970). Dirigismo, mercado y planificación, Madrid, Tecnos, 1979, especialmente pp. 21-35.
[83] En efecto, tanto los mismos protagonistas políticos que no eran del Opus Dei (cfr. por ejemplo Gonzalo Fernández de la Mora, Río arriba, Barcelona, Planeta, 1995, pp. 250-251), como los estudiosos del tema consideran irrelevante y falaz la identificación de los tecnócratas con el Opus Dei, cfr. Argandoña, El papel de los «tecnócratas», pp. 221-235; John F. Coverdale, The Political Transformation of Spain after Franco, New York, Praeger, 1977, p. 15; Brian Crozier, Franco. Historia y biografía, Madrid, Magisterio Español, 1969, vol. 2, pp. 245-246; Rafael Gómez Pérez, Política y religión en el régimen de Franco, Barcelona, Dopesa, 1976, p. 262; Manuel Jesús González, La economía política del franquismo (1940-1970), Madrid, Tecnos, 1979, p. 26; George Hills, Franco. El hombre y su nación, Madrid, San Martín, 1968, p. 463; Juliá, Historia, p. 390; Stanley G. Payne, El catolicismo español, Barcelona, Planeta, 1984, p. 240; Javier Tusell, Carrero. La eminencia gris del régimen de Franco, Barcelona, Planeta, 1993, pp. 232-234.
[84] Raymond Carr – Juan Pablo Fusi, España, de la dictadura a la democracia, Barcelona, Planeta, 1979, pp. 73-85.
[85] Esta es al menos la versión de López-Rodó, Memorias, pp. 96-99. Sobre la crisis de Falange, cfr. Stanley G. Payne, Franco y José Antonio. El extraño caso del fascismo español. Historia de Falange y del Movimiento Nacional, Barcelona, Planeta, 1997.
[86] Una documentada monografía sobre la historia de los Propagandistas en Mercedes Montero, Historia de la ACN de P, Pamplona, Eunsa, 1993, 2 vols.
[87] Juliá, Historia, pp. 366-367.
[88] López Rodó, Memorias, pp. 89-96.
[89] Cfr., por ejemplo, Maurice Agulhon, Forme di sociabilità nella storiografia francese contemporanea, Milano, Feltrinelli, 1982.
[90] Paul Preston, Franco, caudillo de España, Madrid, Grijalbo, 1994, p. 863.
[91] Lopez Rodó, Memorias, p. 99.
[92] Andrés-Gallego – Pazos – De Llera, Los españoles, p. 138. Para este contexto, son útiles Tusell, Franco; Id., Historia de la Democracia.
[93] Jean Bécarud, El itinerario de un hispanista en época de Franco, «Boletín de la Institución Libre de Enseñanza» 39 (Octubre 2000), pp. 39-61; la cita es de la p. 55.
[94] Carlos Barrera del Barrio, El diario “Madrid”, realidad y símbolo de una época, Pamplona, Eunsa, 1995.
[95] Sobre este episodio histórico, pórtico de la época del tardofranquismo, Joan Crexell, La caputxinada, Barcelona, Edicions 62, 1987; para el contexto, Pere Ysàs, Disidencia y subversión. La lucha del franquismo por su supervivencia (1960-1975), Madrid, Crítica, 2004; Javier Tusell, La oposición democrática al franquismo, Barcelona, Planeta, 1977. Desde luego, había precedentes de la oposición del mundo universitario español al régimen franquista: cfr. Pablo Lizcano, La generación del 56. La Universidad contra Franco, Barcelona, Grijalbo, 1981.
[96] Manuel Pérez Ledesma, Grandes relatos sobre las dos Españas, «Revista de Libros» 100 (Abril 2005), p. 37, así como la mencionada cita de Paul Preston, Franco, p. 863.
[97] Argandoña, El papel de los tecnócratas, p. 232.
[98] Cfr., por ejemplo, Francisco J. Caspistegui – John K. Walton (eds.), Guerras danzadas. Fútbol e identidades locales y regionales en Europa, Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra, 2001.
[99] Sobre este asunto, cfr. las reflexiones testimoniales de Julián Herranz, En las afueras de Jericó. Recuerdos de los años con san Josemaría y Juan Pablo II, Madrid, Rialp, 2007, pp. 234-245.
[100] Una síntesis del milagro económico español en Gabriel Tortella, El desarrollo de la España contemporánea. Historia económica de los siglos XIX y XX, Madrid, Alianza, 1994; sobre la transición democrática como modelo, la bibliografía empieza a ser ingente. Cfr., por ejemplo, Javier Tusell – Alvaro Soto, Historia de la Transición, 1975-1986, Madrid, Alianza, 1989.
[101] González, La economía política, p. 29.
[102] Testimonio de César Ortiz-Echagüe, Servi Dei Iosephmariae Escrivá de Balaguer, Positio supra vita et virtutibus, Summarium, n. 6845; cfr. también Escrivá de Balaguer, Conversaciones, nn. 38 y 48.
[103] Bécarud, El itinerario de un hispanista, pp. 39-61; las citas son de la p. 55 («quizás equivocadamente...»), y p. 56.
[104] The Economist, 19 de febrero de 1972, “A Survey of Spain”.
[105] Ibid., p. 7.
[106] Joan Estruch, Santos y pillos: el Opus Dei y sus paradojas, Barcelona, Herder, 1994.
[107] La tesis de la vigencia de este relato está argumentada y documentada en John L. Allen, Opus Dei, Barcelona, Planeta, 2006, p. 75.
[108] Ibid., p. 77.
[109] José Casanova, Religiones públicas en el mundo moderno, Madrid, PPC, 2000.
[110] Juan José Linz, Opposition In and Under an Authoritarian Regime: the Case of Spain, en R.A. Dahl (ed.), Regimes and Oppositions, New Haven, Yale University Press, 1973, pp. 171-259; Raymond Carr – Juan Pablo Fusi, De la dictadura a la democracia, Barcelona, Planeta, 1979; Guy Hermet, Les catholiques dans l’Espagne franquiste, Paris, Les Presses de Sciences Po, 1980 ; Preston, Franco.
[111] Carolyn P. Boyd, Historia Patria. Politics, History and National Identity in Spain (1875-1975), Princeton, Princeton University, 1997; Vicente Cárcel Ortí, Pablo VI y España. Fidelidad, renovación y crisis (1963-1978), Madrid, BAC, 1997; Stanley G. Payne, El primer franquismo, 1939-1959. Los años de autarquía, Madrid, Historia 16, 1997; José Andrés-Gallego – Antón Pazos, Histoire Religieuse de l’Espagne, París, Les Éd. du Cerf, 1998; Javier Tusell – Gonzalo Álvarez Chillida, Pemán, una trayectoria intelectual desde la extrema derecha hasta la democracia, Barcelona, Planeta, 1998 ; Gonzalo Redondo, Política, Cultura y Sociedad en la España de Franco (1939-1975). 1. La configuración del Estado español, nacional y católico (1939-1947), Pamplona, Eunsa, 1999; Redondo, Política, Cultura y Sociedad en la España de Franco (1939-1975). 2,1, Los intentos de las mino-rías dirigentes de modernizar el Estado tradicional español (1947-1956), Pamplona, Eunsa, 2005; Redondo, Política, Cultura y Sociedad en la España de Franco, (1939-1975), 2,2, Los intentos de las minorías dirigentes de modernizar el Estado tradicional español (1947-1956), Pamplona, Eunsa, 2009; William J. Callahan, The Catholic Church in Spain, 1875-1998, Washington, Catholic University of America Press, 2000; Mercedes Cabrera – Fernando Del Rey, El poder de los empresarios. Política e intereses económicos en la España contemporánea (1875-2000), Madrid, Taurus, 2002; Santos Juliá, Historia.
[112] Tomo esta imagen, y algunas de las ideas que siguen, de Patrice de Plunkett, Le mythe de l’Opus Dei, «Revue la Nef» 171 (mayo 2006).
[113] Carta de san Josemaría, 29 de diciembre de 1947 – 14 de febrero de 1966, n. 36, AGP, serie A-3, 93, cit. en Vázquez de Prada, El Fundador, vol. II, p. 513, nota 513. Sobre esta cuestión, cfr. también François Gondrand, Le fondateur de l’Opus Dei et les pouvoirs établis, en Églises et pouvoirs, XIVe université d’été du Carrefour d’histoire religieuse, «Le Cahiers du Littoral» 2, n° 5.
[114] Carta de san Josemaría, 14 de septiembre de 1951, AGP, serie A-3, 94-4-2.