Al final de mi niñez e inicio de mi adolescencia, me encontraba bastante aburrido y sin mis mejores amigos a la mano: José –que además es mi primo hermano– hacía tiempo que se había ido a vivir a Los Mochis, Sinaloa; y Carlos, que se había retrasado un año y estaba en otro grupo, con lo cual no coincidíamos ni siquiera en tareas. Fue así como me abrí a nuevas amistades en el salón de clases, además de las que ya tenía. Empecé a tratar a Juan Carlos –quien me invitó a estudiar a un centro del Opus Dei–, a Luis Alfonso, José Manuel y Rafael, que también acudía.
Por las tardes, cerca de las 4, llegábamos a estudiar y hacer las tareas ocupando una sala que servía de biblioteca y muchos espacios más, porque no eran suficientes las sillas con que se disponía, incluso se utilizaban las escaleras. Hacíamos un parón alrededor de las 6:30 para jugar un rato de futbolito en equipos de dos o tres jugadores y luego íbamos a tomar un refresco en el pórtico de la entrada de la casa de la Sra. Antonia –que nos los vendía muy fríos–, y continuábamos estudiando o haciendo tareas hasta casi las 8:30 de la noche.
Rápidamente me fui enterando que en ese centro se realizaban muchas más actividades de las que yo solía tener, pues además de ir a jugar futbol los domingos, se hacían excursiones a la sierra y al mar. También acudíamos a hacer visitas a los pobres llevándoles algo especial, y a enfermos, que agradecían mucho la compañía que les hacíamos. Durante el mes de mayo se organizaban pequeñas romerías en grupos de dos o máximo tres amigos a algún santuario de la Virgen, siendo el más socorrido el de Nuestra Señora de Guadalupe, al que se le suele llamar “La Lomita”.
También recuerdo haber acudido los sábados a las 3:30 p.m. a impartir clases de doctrina en barrios necesitados. Regresábamos apenas a tiempo para asistir a una oración dirigida por el sacerdote en la que nos explicaban distintos pasajes del Evangelio.
Así que no me quedó más remedio que aprender a aprovechar el tiempo para poder incorporar cada día un buen número de actividades como, por ejemplo, el rezo del Santo Rosario, la asistencia a la Santa Misa y la oración mental, que a partir de entonces empecé a vivir y que no he dejado en estos 38 años desde aquél primer encuentro con el Opus Dei.
¿Madera de santo?
No recuerdo cómo ni quién me habló de hacer oración con el libro de Camino, escrito por Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer –como se le conocía en ese entonces–, pero al empezar a usarlo me impactó su contenido, desde el primer punto: «Que tu vida no sea una vida estéril. —Sé útil. —Deja poso. —Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. —Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón».
Yo pensaba que para la vida de un muchacho de mi edad era suficiente con portarse decentemente y obtener buenas calificaciones, y, en cambio, Camino empujaba a mucho más, a abrirse a todo el mundo.
Otro punto que me impactó es el 56: «Madera de santo. —Eso dicen de algunas gentes: que tienen madera de santos. —Aparte de que los santos no han sido de madera, tener madera no basta. Se precisa mucha obediencia al Director, y mucha docilidad a la gracia. —Porque, si no se deja a la gracia de Dios y al Director que hagan su obra, jamás aparecerá la escultura, imagen de Jesús, en que se convierte el hombre santo. Y la “madera de santo”, de que venimos hablando, no pasará de ser un leño informe, sin labrar, para el fuego… ¡para un buen fuego si era buen madera!»
Con esta consideración se me abrió la cabeza, pues hasta ese momento había pensado que los santos eran seres muy especiales –distintos de los demás–, bonachones, personas con estupendo carácter y sin tentaciones. Descubrí que no existe esa “madera de santo”, sino que requiere esfuerzo, entrega, obediencia. Y que por tanto, el reto incluía a cualquiera, incluso a gente como yo.
Todos estos puntos de Camino me los tuvieron que explicar en su momento, pero me quedó muy claro que se buscaba conseguir algo, pero que no era como aprender un idioma o a tocar un instrumento, sino que se trataba de comenzar y recomenzar todos los días en el afán por ser santo.