¿Qué tienen los hombres en la cabeza?

Federico Barbero es peluquero. Afortunadamente nunca le han importado las bromas sobre la coincidencia entre su apellido y su profesión. Lleva 25 años trabajando en un pequeño local de un barrio malagueño, la peluquería "París".

“Llevo ya algunas horas con las tijeras entre las manos… pero claro, hay que comer”, señala  Federico, delgado y fibroso. Bajo su maquinilla eléctrica, Manolo pone literalmente la oreja en la conversación, y se decide a intervenir: “Pues yo soy cliente de esta casa desde hace 20 años. Mi novia de entonces me dijo: vete al peluquero... Así que llegué aquí, Federico me hizo un buen pelao y cuando me vio mi novia me espetó: vuelve en un mes y repite el corte de pelo, que nos casamos. Y hasta hoy. Así que una vez al mes vengo a París… peluquería.  Lo que es la vida: me casé con mi novia… y casi con Federico… -dice con guasa- pues aunque cambié de barrio sigo con  la misma mujer… y el mismo barbero…”

Federico no se inmuta. Silencio. Se pone las gafas, y recorta serenamente las patillas de Manolo. Con el rabillo del ojo desvía la atención al espejo. Un joven abre la puerta del local. Son las 20.45 horas del viernes:

“Amigo, ¿le puede cortar el pelo a mi compañero?“

 Dos asiáticos entran a la peluquería. El más joven de ambos, de una edad difícil de concretar entre los 18 y los 38 años, contempla el peto azul del hombre que le mira. Insiste.

“Oiga jefe, es ya tarde, pero mi amigo tiene el pelo muy lacio, Con éste –dice señalándole- tardará poco”.

“Claro hombre. No hay problema: pasad, pasad”, anima Federico con la mejor sonrisa malagueña.

“Siéntese aquí, por favor. ¿Quiere usted el pelo corto o largo?”.

“Corto, corto. Lo siento, hablo poco español.  No sé mucho hablar, aunque sí entiendo”.

“¿Y cuánto tiempo llevas en España?”

“Tres años…”

“Yo también emigré...”

“¿Ah sí? No parece”

“Nací en la Alpujarra, pero dejé el pueblo con la mili. Y de la mili me fui a Alemania en 1970.  Fueron cinco años de inmigrante trabajando en Bonn en una peluquería. Bueno, también otro año en una fábrica.… aunque claro, volví al pueblo unas vacaciones y me enamoré… El amor. ¡Qué te voy a contar! ¿Tienes novia?”

“Sí, vive aquí. Trabaja en un restaurante”.

“Ya, eso está bien. Pues ánimo, a ver si te casas”.

“¿Casarme yo ahora?”

“Sí, hombre. Todos necesitamos estabilidad”.

“Ya. Está complicado jefe. A ver si unos euros más”, dice, periódico en mano, el compañero del fondo.

“Bueno, rezaré para que te vaya bien, si no os importa…”

“No importarme. Me gustaría casarme y tener hijos aquí en España. ¿Tiene hijos?”

 “Yo tengo un chico y dos chicas preciosas. Bueno el uno vale por dos, quiero decir, que es muy valioso porque mi hijo Federico tiene síndrome de Down…”

“¿Y dónde está?”

“Está en casa. Vendrá en un rato. Ya tiene 30 años. Recuerdo que al principio estuve tres o cuatro años preguntándole al de arriba ¿por qué yo? Hasta que lo entendí, lo acepté. Hoy es el mejor regalo que me ha podido dar el del Cielo. Oye, no habla, pero tiene una mirada limpia que es la frescura de la casa. Cada vez que llego al piso acude corriendo a la puerta pa darme un beso”.

El cliente escucha. No comment. Son casi las 21.10 horas. El fluorescente del techo cansa la vista, no mires mucho. Los dos orientales se despiden cuando todavía hay luz y personas. En Peluquería París -como en otras muchas de Andalucía- el personal cuenta su vida.

“Oye, el pelo te crecerá rápido”, señala al joven antes de salir. “Vuelve cuando lo necesites. Los pelos, como los problemas, tampoco hay que dejarlos largos. Pues la raíz quedará lejos de las puntas…”

"Escuchar los defectos de aquella persona me ayudó a reconocer los míos, y a pedir perdón a Dios"

“¿Y qué hacer?”

“Pues venir con frecuencia es buena forma de fortalecer el cabello. Es como si eres cristiano y vas a la confesión…

“Federico –señala otro cliente- ¿Tú no serás del Opus…?”

“Pues sí, desde hace un tiempo, no mucho. Voy por el club juvenil Maynagua, aquí al lado. ¿Y  tú?

“Hombre, yo hago algo, pero ¿vosotros no tenéis defectos?”

“¿Cómo que vosotros? Yo soy de ese mismo barrio que todos los pecadores,… Te contaré una historia que me ayudó a conocerme. Un cliente vino un día para irse. Es decir, que tenía una suspensión de pagos y había decido suicidarse. Pensé que yo podía ser él. Salí de la peluquería un segundo. Fui agarrotado al bar de la esquina. Tomé un refresco. Volví y le di un vaso.  Échese un trago, que le tengo que decir algo. El cliente, de otra ciudad, me miraba a través del espejo. Realmente yo no sabía qué decir. Recé algo breve y le dije serenamente: es usted… un cobarde, porque el problema se lo deja… a su familia. Usted me ve aquí, pero me gustaría estar en su situación, porque yo no tengo un duro, soy también un miserable que sólo aspira a partir de cero y poder cambiar. Así que le espero en la revisión capilar, porque todavía queda la esperanza. Esa noche recé mucho por aquel hombre. Volvió al mes. Agradezco a Dios que me diera fuerzas para ayudar a esa persona, pues yo estaba peor que él. Escuchar los defectos de aquella persona me ayudó a reconocer los míos, y a pedir perdón a Dios”. 

“¿Y ahora qué tienes entre manos?”

“La cabeza y preocupaciones de los demás”.